Entro rápido en materia: me gusta la Fiesta Brava. Nunca he tratado de convencer a nadie de que asista a la Plaza México, ni de que pierda su dinero en el Hipódromo de las Américas, o que se aficione al box en el embudo de la calle de Perú, o a las peleas de gallos en un palenque, que también me gustan, faltaba más. Alma de vago, como tu padre, decía mi mamá.
Desde hace muchos años renuncié a convencer a nadie de nada, aunque expongo mis gustos como me da la gana. Soy taurino y la prohibición de las corridas de toros me parece una imposición absurda de una corriente que ha ganado adeptos: el animalismo. Los animales tienen sólo los derechos que les conferimos los seres humanos.
Ahora si me permiten presento mis credenciales: asistí a la Plaza México por primera vez en 1969, a los 12 años. Me llevó mi padre, un martinista de raza como antes fue garcista de hueso colorado en su juventud. Vi faenas de Manolo Martínez, Eloy Cavazos, Curro Rivera. Me tocó en suerte taurina ver al Cordobés. Temporadas completas.
Un tanto decepcionado de los toros y de su vida, mi padre dejó de llevarme al toro, pero yo seguí sin pausa con mis amigos. Pasó el tiempo y apareció Ponce. La apoteosis: un hombre de ochenta, mi padre, y otro de cuarenta, yo en mi otra vida, veíamos el mando poderoso y enloquecíamos con una dosantina de Ponce. Ni qué decir de ese juego de la muerte llamado José Tomás. Y David Silveti, gran torero que levantó la mano contra sí mismo.
Recuerdo el primer consejo en mi adolescencia: parado en la arena, sin mover las zapatillas, valiente y poderoso, con mando: mira la muñeca, no dejes de verla. Cuando a mi padre no le gustaba un matador lo llamaba torero de pueblo. Le gustaban, un poco en secreto, el Zotoluco y Armilla chico. “Ese toro tiene malas ideas, Rafa”. Aquellas eran tardes y no pedazos.
No hay más corridas de toros en la Ciudad de México. Que les aproveche, pero cuidado, me han tocado algunos intrépidos animalistas más o menos estúpidos y no menos violentos acercarse a los restoranes cercanos a la Plaza con falsas cabezas de toro, gritándonos a los comensales: “¡Asesinos, asesinos!”. Cuidado, digo, “no hay más que un paso del fanatismo a la barbarie”, lo dijo Diderot.