Desde que cumplí los ochenta a mis amigos les dio por apodarme el Biden. Todo porque no quiero aún retirarme. Igual que aquel presidente de Estados Unidos de los años veinte, me siento en perfectas condiciones para seguir trabajando. No veo por qué debería dejar mis clases y aún tengo varios libros por escribir.
Además, me tiene muy contento que el banco me acaba de dar un crédito a diez años para comprar una vivienda nueva. Me mudé al barrio La Mar. Siempre me gustaron los acuarios, pero nunca me imaginé que iba a habitar dentro de uno. Desde que comenzó la moda de las ciudades biomiméticas, hay un boom inmobiliario porque ahora, sin tener que mudarte lejos, puedes elegir si quieres una casa en el bosque, en medio del desierto o, como es mi caso, disfrutar que fuera de mis ventanas simula estar el arrecife más grande de Australia.
En mi curso de historia del siglo XXI cuento a mis alumnos que una de las revoluciones más impresionantes de nuestra generación fue la que sufrió la arquitectura. Con el problema del cambio climático, tuvimos que inventar materiales que fueran resistentes a los huracanes o los temblores y también que nos ayudaran a experimentar con indiferencia los cambios de temperatura, las inundaciones o la escasez prolongada de lluvia.
El desarrollo de materiales nuevos, a la vez resistentes y térmicos, junto con el paisaje urbano que ahora puede imitar a la naturaleza, nuestras ciudades se parecen poco a las que había cuando yo nací.
En 2070 prácticamente toda la energía que utilizamos viene del sol o del mar. Se han quedado atrás los campos sembrados por molinos de viento debido a lo impredecibles que se volvieron las corrientes de aire y también porque los defensores de las personas no humanas, aves y otra fauna, lograron imponer leyes para limitar su uso.
Cuando yo nací la esperanza de vida de mi papá era de sesenta años. Vivió algunos más porque en aquel entonces la clase social determinaba tu estado de salud. Si la cigüeña te había dejado en una casa rica, te podías morir mucho después que si te abandonaba a tu suerte en un hogar precario.
A mis alumnos les cuesta entender este tema porque no son capaces de imaginar el mundo cuando la atención médica se vendía según tus posibilidades económicas. Entonces trato de explicarles la revuelta que sucedió por allá de los años treinta, cuando la tecnología comenzó a desarrollar órganos vitales dentro del laboratorio.
Todavía recuerdo el anuncio de la creación del primer riñón humano que no nació pegado a un cuerpo vivo. Después vinieron los pulmones cultivados y por fin, lo más esperado, un corazón humano cuyas válvulas y paredes eran de ternera.
Si hoy vivimos más es principalmente por el desarrollo de esos tejidos artificiales. También por la impresión en 3D de extremidades como los dedos, los pies y las manos, también los ojos, la lengua, las mamas, el estómago y el resto del aparato digestivo. Lo único que la ciencia aún no ha podido reproducir es el cerebro humano. Ese descubrimiento aún nos elude como frontera infranqueable del progreso médico.
Vuelvo al tema de la revuelta de los años treinta provocada por los grandes corporativos de biotecnología que se pusieron a hacer millones especulando en el mercado del trasplante de órganos. Con tal de prolongar su existencia, los privilegiados elevaron de manera exorbitante los precios de los corazones o los pulmones cultivados artificialmente. Con ello condenaron a morir temprano a quienes no poseían cuentas de ahorro infinitas, es decir, a la mayoría de la población.
Debo haber tenido unos cuarenta años cuando salí a marchar con una inmensa masa de gente que compartía la misma inquietud en todo el mundo. Si la política de salud no cambiaba, los únicos viejos del planeta iban a ser aquellos que nacieron en la riqueza. No voy aquí a hacer el cuento largo. Después de unos cinco años de crisis política en prácticamente todos los países, los trasplantes de órganos se volvieron un derecho de los seres humanos y su ejercicio fue garantizado mediante impuestos generales, mayormente a la herencia.
Cuando yo nací, a principios de los años noventa del siglo pasado, en las calles solía haber más niños que viejos. Ahora es raro encontrar un menor de quince años. En un siglo la esperanza de vida dio un vuelco sorprendente. En 1950 la expectativa promedio de una mujer no rebasaba las cinco décadas. Según las notas que utilizo para dar mi clase, en 2020 esa expectativa saltó a 79 años y hoy, en 2070, las mujeres de mi generación no se mueren antes de los 86. No puedo presumir lo mismo para los varones cuya expectativa de vida ronda los 80. Sin embargo, hay muchos, como yo, que estamos lejos de esa media.
Otra cosa que cambió dramáticamente durante el último siglo es el número de hijos que tienen las mujeres. Para ilustrar este tema utilizo la estadística de mi país, que es México. En 1970 el promedio por mujer era de seis hijos nacidos vivos. Para 2024 esa cifra se redujo a dos y en estos días es menos de 1.5. No todas las regiones se han comportado igual. La Ciudad de México y Baja California continúan siendo las entidades donde nacen menos niños. En contraste, Guerrero y Chiapas mantienen una tendencia mayor de nacimientos. (Lo más difícil en esos lugares fue reducir el embarazo adolescente).
Cuando nací, la ciudad más poblada del país era la capital. ¿Quién iba a decir que durante este siglo el valle de México iba a sufrir una caída dramática de población? En cambio, Tijuana y Monterrey se convirtieron en las más grandes megalópolis.
Otra variación demográfica importante que me tocó atestiguar es el desbalance entre las poblaciones masculina y femenina. Ya lo decía antes, ellas viven, en promedio, seis años más que los hombres. Esto comenzó a notarse desde el año 2024 y, de nuevo, la Ciudad de México fue la primera urbanización donde apareció este fenómeno.
La disminución de muerte materna, la reducción en el número de hijos para criar, el desarrollo de la medicina y una mejor predisposición genética hizo que, a partir de los 75 años, los hombres nos asumiéramos minoría. Otra minoría obvia de nuestra época son los jóvenes. Todavía recuerdo cuando los partidos políticos hablaban de ganarse a las personas de menor edad. Da risa, comparar con el presente, cuando el voto de los septuagenarios es el oro que los agentes de la política se disputan con uñas y dientes.
Antes los grupos étnicos, religiosos o raciales exigían ser tomados en consideración. En 2070, los jóvenes de 15 a 40 han sustituido a esos grupos marginalizados.
Mis alumnos, todos veinte años menores que yo, me inspiran a seguir con mi carrera docente. Así que, aunque me digan el Biden no tomaré mi retiro antes de que termine esta década.
(Este texto fue, en parte, inspirado en el documento Proyecciones de la población de México y las entidades federativas 2020-2070 del Consejo Consultivo de Conapo).