El primero de enero, un dolor de cabeza intenso me tiró en la cama por al menos 6 horas, simplemente lo dejé pasar. Al otro día, otros síntomas se sumaron: ligeros escalofríos, dolor de garganta, fatiga y hasta depresión. Sí, todo indicaba que era covid-19, pero no fue así, era sarampión y saber el diagnóstico le tomó quince días a los médicos, pues en tiempos de SARS-CoV-2, todo parece ser coronavirus.
El lunes cuatro de enero continué con los mismos síntomas, pero ahora con dolor abdominal. El miedo, la paranoia y la preocupación de no saber qué pasaba me motivó para salir de casa e ir a hacerme una prueba covid: salió negativa.
Así comenzó el peregrinaje, del lunes 4 al 8 de enero recorrí al menos 3 consultorios similares, 10 clínicas privadas y una clínica del IMSS; en todas me dijeron que era covid-19, pero cuando les decía que ya me había hecho la prueba y que esta salió negativa, se arrepentían y sin ningún estudio me diagnosticaron, con influenza, gastroenteritis, infección en las vías urinarias, infección de garganta y hasta depresión.
Llevaba ocho días enfermo, al mismo tiempo en que nadie pudo hacer un estudio para saber qué me estaba debilitando y dejando en los huesos, pues la prioridad en todos los lugares que visité eran los pacientes infectados del SARS-CoV-2 y su argumento era que no había “ni espacio, ni tiempo”.
La enfermedad se complicaba cada día más. Diarrea, vómito, dolor de ojos, fiebres de hasta 39 grados, dolor en los oídos, sudoración, cansancio, opresión en el pecho, dolor muscular y en las lumbares. Creía que las pruebas habían fallado y que sí era coronavirus.
Para el 8 de enero ya había gastado al menos 3 mil pesos en medicamentos y consultas rápidas con aquellos médicos que accedían a atenderme, pero nada. Hubo inclusive un doctor que me diagnosticó malaria, pues en días anteriores viaje a Tabasco y se le hizo lo más congruente.
La mañana del 9 de enero las cosas empeoraron, mi cuerpo se llenó de ronchas rojas, ir a urgencias del IMSS no funcionó, el médico que me hizo la valoración en la clínica 47 me dijo que se trataba de una alergia por todo el medicamento que estaba tomando. Me recetó loratadina, y me pidió que dejara los antivirales, los antibióticos, el tempra, el paracetamol, las pastillas para la garganta, los jarabes y me recetó una serie de medicamentos para la diarrea y el vómito, además de lactobacilos y suplementos alimenticios, pues para ese día ya había bajado 3 kilos.
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Llegué a casa resignado y esperé a que las inyecciones hicieran efecto, pero nada. Pasaron ocho horas y en lugar de desaparecer, las ronchas aumentaron y con ellas el escozor. No podía dormir y la piel ya me ardía, sin que los otros síntomas cesaran. Salí en busca de un nuevo diagnóstico.
Junto con un tío y mi hermana visité 10 nuevas clínicas particulares y a pesar de tener un seguro de gastos médicos ninguno accedió a recibirme. Su respuesta era “no hay espacio y si te recibimos tendrías que dejar a cuenta entre 15 y 20 mil pesos”.
No buscaba una cama. Tampoco tenía esa cantidad en efectivo. Solo quería un estudio que me dijera qué estaba atacando mi cuerpo. Finalmente en la clínica El Escandón, un hospital pequeño al norte de la ciudad, accedieron a recibirme luego de un largo proceso, siempre y cuando dejara 5 mil pesos a cuenta y accediera a hacerme una prueba covid.
Acepté. Tres horas se tardaron en tomar la muestra, había más gente dentro y ellos eran la prioridad, todos portadores de covid.
Cuando finalmente la prueba arrojó los resultados negativos a covid-19 en el laboratorio, me ingresaron al área de urgencias: el resultado de los estudios también indicaba defensas bajas, glucosa y presión altas. No solo eso, la inspección visual de todo mi cuerpo, misma que nadie se había atrevido a hacerme, indicaba que el sarpullido era exantemas y que todo los síntomas que me estaban debilitando eran originados por el sarampión que había estado incubando en mi cuerpo.
Así era, yo era uno de los 428 casos de sarampión que la Secretaría de Salud había confirmado en los últimos 12 meses. Un caso positivo de un virus que se suponía erradicado, pero que desde el 2020 parecía estar rebrotando.
Aciclovir, cremas para calmar el ardor, fomentos de agua fría para bajar la fiebre, rodajas de pepino para calmar el dolor de ojos, observación continua, paracetamol y antibióticos para quitar la infección de oídos que me estaba generando el virus, fue lo recomendado. Además de aislamiento por 25 días, pues el virus se contagia hasta por contacto.
El tratamiento fue similar al que dan para covid: esperar a que no se complique y que sane solo.
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Como medida precautoria, mi familia intentó vacunarse, pero en al menos 20 centros de salud les dijeron que no había vacunas. Que desde hace un año no llegaban. La misma historia se repitió en el ISSSTE y en el IMSS.
Mi familia quedó desprotegida y expuesta a un virus que yo pude adquirir en el metro, al ir a trabajar, o en algún otro sitio mientras hacía mi vida diaria. Si enfermaban, al igual que yo, no tenían la garantía de ser atendidos, pues los sistemas de salud, público y privado vivían la peor etapa de hospitalizaciones por la pandemia y el sarampión parece no ser prioridad.
DMZ