Un alemán de ojos azules y barba rubia se acerca a la Mona Lisa lo más que puede. Su cuerpo parece una serpiente que se estira tratando de alcanzar un ratón de campo que lo alimentará por varios días. Un cordón le impide el paso. Más allá, una vitrina empotrada a la pared resguarda a su objeto de deseo.
Lleva ya seis horas recorriendo el museo de Louvre. Cinco días caminando por las calles y galerías de París. Diez años aguardando la llegada de este día en el que estaría cerca de esa mujer que le ha quitado el sueño desde que tiene memoria. Su sonrisa es una invitación. Una sugerencia. Entiende por qué alguna vez un hombre la secuestró y la llevó consigo hasta su casa, para ocultarla bajo su colchón con la intención de sentirla cerca al dormir, de verla de vez en cuando como si de esa manera ella le refrendara su amor.
De repente, el hombre siente que no puede más con ese sentimiento, que estallará si no se acerca, si no toma ese pequeño pedazo de lienzo entre sus manos. A su alrededor todo se comienza a mover. Pareciera que las otras personas que rodean a la Gioconda —sus rivales— se alejan y después se acercan, amenazándolo, retándolo. Sus manos sudan. Su cuello está húmedo, pegajoso. Su pelo apelmazado contra el cráneo. La ansiedad le provoca tos; es como si tuviera una bola de pelos en la garganta.
Jürgen, el alemán, cae al piso inconsciente. De inmediato los paramédicos lo trasladan al hospital, donde lo diagnostican en el acto, casi sin revisarlo. No, no se trata de paranoia. El rubio germano padece el síndrome de Stendhal.
En sus libros de viaje, el novelista y ensayista francés Marie Henri Beyle, mejor conocido como Stendhal, habla de una travesía por Roma, Nápoles y Florencia que incluye un recorrido por la basílica de Santa Croce, donde lo domina una crisis hasta ese momento nunca experimentada que lo lleva a salir de la iglesia para tomar aire y aclarar sus ideas.
“Sentado en la grada de un reclinatorio, con la cabeza apoyada en el púlpito para poder mirar el techo, las Sibilas de Volterrano me han dado tal vez el placer más vivo que jamás me ha dado la pintura... Había llegado a ese punto de emoción donde se encuentran las sensaciones celestiales que dan las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce tenía fuertes latidos de corazón, lo que en Berlín llaman ‘nervios”, refirió Stendhal sin saber que no era el único al que esto le sucedía y que un día tales síntomas llevarían su nombre.
Los médicos y psicólogos que han estudiado el síndrome refieren tras características: una es el desencadenamiento de un estado alterado frente a la visión de un cuadro específico o de la obra de un artista específico; otro, el hecho de que el padecimiento se desarrolle en alguna ciudad emblemática con respecto al arte, y el tercero la circunstancia de que aquellos a quienes sorprende este mal son extranjeros.
La doctora Graziella Magherini, autora del libro El síndrome de Stendhal, asegura que “allí donde debería surgir el placer estético como goce de la nada, como una manera de experimentar la falta en la formalización estética, surge otro goce, el goce del Otro que aplasta, desorienta y mantiene en vilo al sujeto. La función estética, entonces, desaparece”.
Desde que leí por primera vez sobre este síndrome, pensé que mucho tenía que ver con la iconofilia pasiva, esa expresión comportamental del erotismo en la que se obtiene placer viendo la representación gráfica de dibujos, figuras o fotos. Se dice que muchos coleccionistas de arte son iconofílicos, pues aman poseer las obras, admirarlas a placer, procurarlas, tenerlas en nichos especiales. En muchos casos, hacer esto les provoca erecciones y humedades, pudiendo llevarlos al clímax.
A diferencia del síndrome de Stendhal, en donde los afectados son extranjeros y no se sabe por qué sucede, en este caso el amor pictórico no hace diferenciación por nacionalidades. Tampoco tienen que ser piezas originales; es posible que las personas se exciten mirando una foto artística en una revista, la reproducción de una pintura, libros de arte. No pierden el conocimiento, aunque pueden dejarse llevar por la “muerte chiquita” tras tener a su pieza de inspiración frente a sus ojos.
Como dice el filósofo Alain de Botton, “la ventaja de tener fantasías sexuales mientras se contempla una Madonna de Botticceli en lugar de un producto estereotipado de la moderna industria del porno, es que no nos obliga a una elección incómoda entre nuestra sexualidad y otras cualidades a las que aspiramos. Nos permite dar rienda suelta a nuestros impulsos físicos mientras conservamos nuestro criterio estético y moral. En síntesis, nos brinda la posibilidad de tender un puente entre el sexo y la virtud”.
Goethe, durante su viaje a Italia, lo experimentó: “Llegar ahí era una pasión secreta e irrefrenable... esa aspiración de estar en ese lugar se había convertido en una enfermedad de la cual no me podían curar más que la visión y la presencia de las cosas reales. Si no hubiese tomado la decisión que ahora estoy llevando a cabo de abandonar el sitio, me habría perdido irremisiblemente”, escribió.
Esta reacción erótica no siempre está ligada a imágenes sensuales o sexuales ni a desnudos. Puede ser que una obra de Da Vinci, en donde vemos una virgen tapada hasta el cuello, llegue a causar ese deseo con la misma intensidad con que lo haría una Venus sin ropa. O que “El jardín de las delicias”, del Bosco, nos genere un irrefrenable frenesí acompañado por cierto miedo de arder en las fauces de un pájaro diabólico, pero también lo provoque la contemplación de los bañistas de Cézanne.
Mark Twain decía que la Venus de Tiziano, con su desnudez descarada y su mirada provocadora, era “la pintura más loca, salvaje y obscena del mundo”. Ver “Leda y el cisne”, de Rubens, puede sacar a flote algún deseo oscuro en su obviedad, a diferencia de “Pasatiempos de primavera”, de Miyagawa Issho, pintura que muestra a dos hombres completamente vestidos pero, uno de ellos, seguramente samurai, encima del otro, mirando hacia un lado, esperando que nadie los vea. La imaginación, hay que recordar, es el gran detonante del erotismo.
Así como Barceló encontró en su infancia el poder transgresor y erótico del arte, los japoneses podían vivir algo semejante con los grabados shunga, un tipo de ilustraciones grabadas en madera, producidos durante los siglos XVII y XVIII, que mostraban escenas sexuales totalmente gráficas: posturas, acciones (sexo oral, masturbación) y se usaban como guía sexual para los hijos e hijas de las familias adineradas, quienes las recibían junto a sus muebles nupciales tras casarse. Es probable que muchos de ellos hayan alcanzado altos índices de ebullición al verlos, generando así una imagen irrepetible en su cerebro que, como al perro de Pavlov, podía estimularlos cada vez que le volvían a echar ojo.
Otro artista plástico que reveló ese húmedo entusiasmo por el arte fue Francis Bacon, quien en 1975 dijo: “La pintura que me excita destraba todo tipo de válvulas de sensación en mí, las que me devuelven a la vida violentamente”. Gustav Klimt señalaba: “Cuando pinto, uno de mis mayores sentimientos de placer es la conciencia de que estoy creando oro”, y para Edgar Degas, “una pintura requiere un poco de misterio, algunas imprecisiones y fantasías”, justo como el erotismo.