La pasión según María Dolores Pradera

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Grupo editorial diverso que abarca diferentes temas y formatos. La calidad periodística y la diversidad de contenidos son aspectos que definen a las editoriales de Milenio.

Ciudad de México /


EL ÁNGEL EXTERMINADOR

Paul Medrano

@balapodrida

Ahora que la evolución musical ha logrado la clonación del timbre vocal femenino (es difícil distinguir a una de otra). Ahora que cualquier muchachita con micrófono y un canal de YouTube se convierte en intérprete. Ahora que el público consume música con la misma pasión con la que come galletas, resulta complicado hablarles de María Dolores Pradera.

Durante un buen tiempo de mi vida, bebí en una cantina en la que la mayoría de sus parroquianos eran ancianos. Se llama Bar Colón y se ubica en el páncreas de Acapulco: a dos cuadra del zócalo, a dos del malecón o a dos del Fuerte de San Diego. A diferencia de otros bares, el Colón era fresco y nada ruidoso. Obvio, con estos singulares clientes, no se soportaba una rocola de última generación ni cumbias a alto volumen. En El Colón había un bullicio tan quedo, que podías escuchar la música ambiental.

El menú musical era muy variado. Se escuchaban boleros, rancheras, tangos, valses, baladas. No faltaban los declamadores, los románticos o los sinchiste, como yo. Aquí volví a escuchar a la Dama de la canción.

Durante toda mi niñez, Pradera engrosaba la dieta musical que mi padre ponía en su tocadiscos. El impacto de su voz fue tal, que durante mucho tiempo pensé que se trataba de un hombre.

Mi padre era un cantante aficionado. Pero apreciaba, valoraba y defendía el talento de los que llamaba “cantantes de verdad”. Gente que no canta por cantar. O por tener buena voz. O, peor aún, por dinero. Se canta porque el alma lo exige. Porque es catarsis, porque es vida.

Y vaya que es vida. Porque Pradera cantó durante 75 de los 93 que vivió en este planeta. Cuarenta discos. Mil canciones grabadas. Cientos de premios, discos de oro y duetos (Sabina, Aute, Serrat, Bunbury, Bronco, Cachao, Veloso, Bosé, Belén y muchísimos más). Sin embargo, creo, el mayor reconocimiento es el que le hacíamos nosotros los alcohólicos en lugares como el Bar Colón (supongo que en todo el mundo su voz iluminaba cantinas y almas en pena). Ahí se le escuchaba con la misma devoción de verla en vivo. Con la certeza de que su pasión nos redimía. Nos salvaba del abismo.

De las voces femeninas graves, siempre preferí a Pradera sobre Chavela. Pradera era elegancia, era mesura, era dignidad. Chavela, en cambio, incitaba al arrebato, a la locura y desasosiego. Y en El Colón aprendí que un alcohólico puede perder muchas cosas, pero nunca la compostura. Se bebe para vivir y se debe vivir con aplomo. Pradera lo traslucía en cada tono, en cada estrofa, con esos finos ademanes teatrales y movimientos suaves (“Yo nunca me despeino, solo me desmeleno por dentro”, dijo alguna vez a El País).

En mi época de alcoholismo más consecuente, las cantinas aún no se inundaban con esos sonidos monótonos de los ritmos actuales. Aún no nos invadía esa plaga de karaokes y su posterior epidemia de cantantes. Yo buscaba en las cantinas por un poco de paz, unos tragos y un poco de música. Y justo eso me ofrecía El Colón.

Nacida en 1924, Pradera mostró desde muy pequeña los dotes de su voz. Según la leyenda familiar, desde los 4 años la subían a un banco de madera y cantaba pequeños romances. Sus hermanos recogían el dinero. Creció entre la guerra civil española. En una entrevista contó cómo pasó casi un día entero entre los restos de un cine, derrumbado por las bombas.

Durante la guerra se inspiró en una señora para crear un personaje, doña Petronila, viuda de Berúlez, con su paraguas con cintas de colores. Paseaba disfrazada por las calles del vecindario, recitaba cuatro versos inventados a cambio de monedas. En 1943 entró a hacer teatro, luego hizo mucho cine y desde 1970 se concentró en la canción.

Pocos oficios se han devaluado tanto como el de cantante. Por eso es que tenemos un relativo superavit de esta especie. Recordemos que un cantante de verdad es un artista consumado. Conocedor, no sólo de su género musical, sino de muchos más. Lector voraz e insaciable. Amplio conversador y de una humildad admirable.

Así era Pradera, una artista respetuosa de la palabra, libre de modas o nacionalidades. Lo mismo cantaba música sudamericana, que rancheras, fados, tangos, boleros, valses, sones o rimas. Estilizó el floclor latinoamericano y lo popularizó por el viejo mundo.

La voz de Pradera es inconfundible. Brilla de entre todo el amasijo de voces que miden su talento en likes, en seguidores de Instagram y cantantillos de los que nos acordaremos en 10 años. Por eso, tal vez, varias cantantes intentan seguir sus pasos.

Más vale que lo hagan, de lo contrario, se volverán invisibles, como lo decía Leonard Cohen: “A veces enciendo la radio/ Y la escucho con gran placer/ Sin reconocer a nadie”. María Dolores Pradera ha muerto. La elegancia enmudeció. Al igual que las cantinas de la vieja escuela. Salud.

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