Olivia de Havilland: 100 años y gracias por todo

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Olivia De Havilland, durante sus años como actriz —que fueron muchos, debutó en 1935 y su última actuación ante la cámara fue en 1989— fue siempre una
Ciudad de México /

EL ÁNGEL EXTERMINADOR

Miguel Cane


La primera vez que la vemos aparecer en Lo que el viento se llevó, cinta en la que encarna a Melanie Hamilton, Olivia De Havilland esboza una tierna y luminosa sonrisa, acto seguido se acerca a Vivien Leigh —la inolvidable Scarlett O’Hara— para saludarla con afecto genuino (y por ello doloroso, como veremos conforme avanza la trama). Es Melanie el personaje que realmente tiene el verdadero corazón en la película, una de las más famosas de la historia, aguantando las múltiples perradas que deliberadamente le hace esa arpía con el afán de quedarse con el pusilánime Ashley Wilkes (encarnado con adecuada languidez por Leslie Howard). Es Melanie la única que le demuestra cariño, defendiéndola de todas las acusaciones fundamentadas (y de paso, ganándose respeto y admiración de ese irresistible sinvergüenza que era Clark Gable como Rhett Butler), para, bajita la mano, tundirle ella misma el golpe final a Scarlett, al estar en su lecho de muerte, cuando le encomienda que cuide de Ashley, su marido, al que siempre supo que la otra codiciaba.

El personaje de Melanie se volvió arquetípico: la mujer con el corazón de oro y el temple de acero, que se preocupa por los demás al punto de la abnegación. Un gran trabajo, sobre todo si se toma en cuenta que Olivia, aunque muy ladylike, no tenía entonces (a los 23 años) ni ahora, nada qué ver con el personaje que encarnó en su película más famosa, de la que —además— es, a la fecha, la única sobreviviente.

Mucho se ha escrito acerca de su mala relación con su hermana (11 meses menor), la también oscarizada actriz Joan Fontaine —tienen la distinción histórica de ser las únicas hermanas que obtuvieron estatuillas doradas— y cómo ésta devino en una “ley del hielo” que se aplicaron mutuamente por más de cuatro décadas, hasta la muerte de Joan, en 2013. Culpa de esto, se dice, la tuvo la notoriamente excéntrica madre de ambas, la inefable Lillian Fontaine, ex actriz severamente neurótica, que nunca se ajustó a haber dejado su Inglaterra natal por Japón —donde el marido y progenitor de su talentosa prole tenía negocios— y a la primera oportunidad que tuvo, le aplicó el abandono de hogar llevándose a las dos mocosas y estableciéndose en Los Ángeles a principios de los años veinte, primero con la intención de ser ella una estrella y al no lograrlo, dedicándose a preparar a sus retoños para alcanzar la fama, algo que no paró hasta conseguir, llevándolas a incontables clases de danza, euritmia, solfeo (aunque Olivia siempre dijo que no podía entonar una nota y por eso jamás hizo un musical, aunque se muriera de ganas) y todo tipo de disciplina relacionada con el arte dramático.

Años y años de oprobios, humillaciones públicas, rabietas (principalmente de la benjamina, que la noche que recibió su único Oscar, por Sospecha, dejó a la primogénita con la mano extendida delante de medio Hollywood) y anexas, sirvieron para crear una leyenda negra de acrimonia entre ambas. No obstante, Olivia nunca hizo comentarios salaces o crueles acerca de su hermana, al menos en público, mientras que Joan (que saltó a la fama en 1940 como la frágil Mrs DeWinter en Rebecca, de Hitchcock) no tuvo empacho en alimentar ocasionalmente a la maledicencia con detalles del psicodrama familiar que arrastraban desde que eran unas prepúberes.

Olivia, durante sus años como actriz —que fueron muchos, debutó en 1935 y su última actuación ante la cámara fue en 1989— fue siempre una figura tan sutil como efectiva. Si bien es cierto que le ofrecían principalmente papeles de mujer buena y valiente, como la Doncella Marian (al lado de Errol Flynn como Robin Hood, quien quiso meterla a la cama muchas veces, pero ella nunca se dejó), también buscó, siempre que fuera posible, empujar los límites que la constreñían, haciendo cosas atrevidas para la época, como hacer de gemelas idénticas (una de ellas, además, asesina psicópata) en El espejo oscuro, de Robert Siodmak o como un ama de casa que sufre violento colapso mental y acaba en el manicomio en Nido de víboras, de Anatole Litvak, o como una chica fea e insegura que paga el precio de ser rica, más no tonta, en La heredera, dirigida por el magistral William Wyler y por la que obtuvo su segundo Oscar.

Olivia, que en la vida real fue la mejor amiga y cómplice todoterreno de la mismísima Bette Davis, también era una rebelde: tuvo sus affairs (hubo uno muy sonado con John Huston) y también rompió corazones, incluyendo el de Jimmy Stewart —con quien salió dos años y le devolvió anillo de compromiso por soso y jeta— y el de Emilio El Indio Fernández, que tanto le neceó, que cuando ella le dio calabazas, acabó por ponerle “Dulce Olivia” a la calle en la que vivía él en Coyoacán (uno supone que no lo quiso por feo, y además, cuando se encaprichó con ella, estaba casada con su primer marido, el escritor Marcus Goodrich).

No solo eso. Olivia también se puso al tú por tú, sin pudor alguno, contra los estudios Warner Brothers, que se negaban a liberarla de un leonino contrato que había firmado con ellos en 1935, así que en 1943 los llevó ante la Suprema Corte de Justicia, consiguiendo que se modificara el artículo 2855 del código laboral de California, que ahora prohíbe que un contrato de prestación de servicios entre una empresa y un particular, exceda los siete años antes de renovarse de común acuerdo, quedando invalidado de no haber consenso. A esto se le conoce como la “Ley De Havilland” y aunque salió victoriosa, pasó algunos años reducida a ser una paria muy bien vestida, todo por haberse puesto con Sansón a las patadas y haberles ganado (en este caso, al studio system, que regía con método terrorista y mano de hierro la vida de incontables figuras del cine).

Hacia los años sesenta, Olivia tuvo sus últimas intervenciones como leading lady en cine, con un trío de películas interesantes: La luz en la plaza, en la que es la madre de una jovencita (Yvette Mimieux) con leve retraso mental, misma que, durante un viaje por Italia, se enamora de un muchacho local y entra en conflicto acerca de decir la verdad o no; la escalofriante Canción de cuna para un cadáver, que la reunió con su íntima Bette Davis y donde se dio el lujo de hacerle de villanaza malévola con atuendos muy chic y peinados de alto crepé, y Lady in a Cage, cruza entre el thriller modernista, la denuncia social y las cintas de explotación (con dosis pasadas de tueste de sadismo) en la que es una aristócrata de educación exquisita que es salvajemente torturada por drogadictos en plena ansiedad, al quedar atrapada en un ascensor.

Desde 1955, antes de que naciera su hija Gisèle, Olivia —que dejó el cine por la tv y se ganó algunos premios más por ahí— vive en París, donde aún hoy se cartea con sus fans, y donde celebró el 1 de julio su centenario. Sigue muy lúcida y contenta, y en ella reside el último vestigio de lo que fue un Hollywood que nos dio tanto a todos los cinéfilos del mundo.

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