En un país como México, en el que el número de feminicidios asciende a once cada día, cuando escuchamos hablar del “borrado de mujeres”, se pensaría que quienes denuncian esta catástrofe se refieren precisamente a tales crímenes. Más aún si tomamos en cuenta que este país es el segundo, sólo por detrás de Brasil, con la cifra más alta de transfeminicidios. Pero no, en estos días tan cercanos al 8M, la frase que tanto podría servirnos para señalar la violencia sistemática contra las mujeres es empleada para denunciar lo potencialmente peligrosas que, dicen, somos las mujeres trans.
Aseguran ciertas voces dentro del feminismo hegemónico —ése que ya no habla de feminismos, así en plural, sino de una sola lucha, de un solo modo de ser mujer—, que las mujeres trans terminaremos por “invadir” los espacios que con tanto esfuerzo y tantos años lograron ganar las “mujeres biológicas” (sic). Para evitar tan terrible escenario, proponen la no aprobación de las leyes de identidad de género que se impulsan en países como España, Reino Unido, Argentina, Colombia o México: porque, claro, a su entender, frenar que las personas trans tengamos acceso a derechos tan básicos como la identidad, es decir, que seamos reconocidas legalmente bajo el género con el que nos identificamos, es la solución adecuada. Dicho en otras palabras: en su lógica, impedir que personas trans conquisten sus derechos, protegerá los ya ganados por las mujeres cisgénero. ¿No es eso mismo lo que, racismo de por medio, argumentaban las personas blancas cuando las personas racializadas comenzaron a exigir derechos?
La historia de las mujeres... y las mujeres trans
Ahora bien, entiendo de dónde procede el alarmismo con el que esta corriente del feminismo propaga su lucha contra el “borrado de mujeres”, pues es innegable que la historia de la humanidad se ha encargado de borrarnos. Y es que, como bien apunta la feminista francesa Michelle Perrot en Mi historia de las mujeres, “para escribir la historia hacen falta fuentes, documentos, huellas. Y esto constituye una dificultad en la historia de las mujeres. Su presencia suele estar tachada, sus huellas borradas, sus archivos destruidos. Hay un déficit, una carencia de huellas”.
Ejemplos sobre cómo el papel de las mujeres cisgénero pasó a ser menoscabado o eliminado hay muchísimos: siguiendo a Perrot y para no ir más lejos, pensemos en lo difícil que es reconstruir un linaje femenino, debido a que históricamente las mujeres han pasado a perder su apellido al casarse con un hombre, o bien, ante la imposibilidad de elegir el apellido que se lega a lxs hijxs. Por otro lado, hasta no hace muchos años la representación que se ha hacía de ellas corría a cargo de hombres cisgénero, quienes constantemente dibujaron estereotipos alrededor de las mujeres: amas de casa, hipersexualizadas, histéricas, etcétera. Como cereza en el pastel, añadamos la autodestrucción de la memoria femenina: “convencidas de su insignificancia”, nos dice Perrot, “muchas mujeres, destruían —y destruyen— sus papeles personales al final de sus vidas”.
Sí, que ciertas condiciones de desigualdad frente a los hombres cisgénero provienen en gran medida de la realidad material del sexo es innegable. Lo que sí podemos (y debemos) cuestionar es que éste sea el único motivo que ha generado relaciones de desigualdad (e invisibilidad), pues cuestiones como raza, clase, religión, orientación sexual o identidad de género también han sido factores y, en muchos casos, incluso más relevantes que la materialidad del sexo.
Pensemos, por ejemplo, en que si es difícil construir una historia de las mujeres cisgénero, el reto es abrumadoramente mayor si pensamos en elaborar una historia de las personas trans: apenas ayer, la Asociación de Infancias Trans nos recordaba que en la historia de la humanidad “hay aportes científicos, sociales y culturales de personas trans” de los que no se habla en la escuela. “El verdadero borrado”, me dije a mí misma. ¿Qué personaje trans podemos recordar de nuestro paso por la primaria o secundaria? Peor aún: si se llegó a hablar de esas personas, habrá sido refiriéndose a ellas como “hombre vestido de mujer”, “marimacho” o “machorra”, palabras que, por cierto, lastimosamente leemos en muchos de nuestros medios de comunicación aún hoy en día.
Vayamos más lejos: si en la pintura, la literatura, la música o la poesía hay una gran presencia de mujeres cisgénero (la mayor parte desde una mirada masculina, claro), no ocurre lo mismo con las personas trans, quienes a pesar de que también existimos desde el prinicipio de nuestra historia como humanidad, hemos sido borradas drásticamente. No es sino hasta años verdaderamente recientes que nuestras identidades comenzaron a ser representadas ya bajo la identificación de “mujer trans” u “hombre trans”, por lo menos. Pero del mismo modo en que las mujeres cis, las personas trans corrimos con la misma suerte de que nuestras identidades fueran representadas desde una óptica masculina, muchas veces machista, misógina y transfóbica.
Por supuesto, las representaciones entre mujeres cis y mujeres trans son sustancialmente diferentes: mientras a ellas las han hipersexualizado, bajo riesgo de que quienes no se ajusten a dicha imagen se convierten en “cuerpos no suficientes”, a nosotras nos han construido como seres dignos de náuses y repudio, desequilibradas mentalmente, capaces de cometer crímenes “por naturaleza”, o bien, como objetos de burla (si no han visto el documental Disclosure, corran a verlo en Netflix). No digo que ser objeto de deseo sea necesariamente algo a lo que aspirar, pero se trata de una cuestión a la que nosotras jamás nos hemos podido acercar… o al menos no de forma abierta, de forma pública, porque claro, nuestra historia y las relaciones que hemos mantenido con las personas cisgénero ha permanecido en las sombras incluso todavía en nuestros días. ¿Llegará el día en que un hombre cisgénero heterosexual no sienta pudor alguno en compartir a su círculo su atracción por una mujer trans? No sé si mis ojos alcancen a verlo.
Los derechos de las personas trans
Al final del día, sin embargo, no se trata de comparar o poner a competir opresiones o condiciones de desigualdad. Tengo cierto recelo por la idea del “privilegio” entre poblaciones vulneradas, porque, ¿podemos llamarle privilegiada a una persona trans que, por ejemplo, vive en la Ciudad de México y ha tenido acceso a un cambio de identidad sexogenérica mediante trámite administrativo? Pues sí, se trata de un privilegio si entendemos que ésta no es una realidad en todo el país, pero en realidad es apenas el ejercicio de un derecho básico, imprescindible, necesario para acceder a muchos otros (por ejemplo: que autoridades y medios tengan la mínima decencia de llamarte por tu nombre y género en caso de ser asesinadx).
Es precisamente por ello que me parece absurdo que el feminismo hegemónico considere que la conquista de derechos por parte de identidades vulneradas pueda poner en riesgo los conseguidos por las mujeres cisgénero. El absurdo es mayor cuando entre los argumentos escuchamos frases como “las mujeres biológicas (sic) somos más de la mitad de la población mundial”. Y es que, efectivamente, lo son: ¿cómo entonces podría una minoría histórica y sistemáticamente marginada borrarles o lanzarlas fuera de la esfera pública?
Junto a esta frase, las defensoras de la “lucha contra el borrado de mujeres” suelen pronunciar algunas otras que ya no se sabe muy bien si proceden del feminismo o de la ultraderecha: “las mujeres no tenemos pene”, “los transfemeninos recogen hoy la ropa y el maquillaje que las feministas tiramos ayer”, “el poder del transgenerismo queer” (porque sí, a sus ojos, las poblaciones trans contamos con poder).
El terraplanismo invade el feminismo
Pese a estos absurdos, el “borrado de mujeres” es la nueva “ideología de género” o “lobby gay”, en el sentido de que, a pesar de no tener sustento lógico, se ha convertido en una frase muy fácil de diseminar entre el grueso de la sociedad con el fin de reprimir a las identidades sexogenéricas. Tan potente es la consigna que basta con echar una buscada en Google o Twitter para encontrarnos con ilustres figuras del feminismo, el periodismo y la literatura que se proclaman fieles partidarias de esta lucha; si hacemos el ejercicio encontraremos también decenas de colectivas en distintas regiones del mundo: se trata del fenómeno del terraplanismo en el feminismo, o como diría la científica y activista trans Judith Juanhuix: el generoplanismo ha entrado en el feminismo.
Para Juanhuix el generoplanismo es “la creencia en un mundo de género plano limitado por una supuesta biología sin matices. Evidentemente las generoplanistas rechazan este género plano por opresor y limitado, pero paradójicamente atacan la lucha por salirse de sus límites”. Porque aquí, he de decir, si me lo permiten, que no hay nada más transgresor contra el sistema binario del género que la sola existencia de las personas trans.
Hay un último argumento que pronuncian quienes luchan contra “el borrado de mujeres” y éste es que con la aprobación de las leyes que permiten la libre autodeterminación del género se borrará la palabra “mujer”: así pues, figuras como J.K. Rowling se lanzan contra construcciones como “personas gestantes” (que “sirve” para englobar las categorías mujer cisgénero y hombre transgénero, ambos cuerpos con la capacidad de gestar). Olvidan la británica y sus seguidoras que ninguna de las leyes propuestas manifiesta explícitamente la sustitución de la palabra mujer por “persona gestante”; evade también que el llamado de atención, más que ser en contra de un grupo poblacional, debería ser hacia autoridades y medios de comunicación, para que hagan el esfuerzo de desdoblar el lenguaje hasta abarcar las identidades necesarias: porque al final, los derechos deben ser para todas, todos y todes. Es eso lo que estamos discutiendo, no se trata sólo de diferencias ideológicas, sino de la necesidad de garantizar derechos para todas las poblaciones.
Así que sí, el borrado de mujeres existe… pero no es como lo pintan.
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Láurel Miranda es una mujer trans, periodista, licenciada en Ciencias de la comunicación y egresada en Historia del arte por la UNAM. Es SEO Manager en Grupo MILENIO; además, se desempeña como profesora de periodismo multimedia en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de Marketing Digital y Planeación de Medios Digitales en la Universidad de la Comunicación. Ama a su familia, su gato y el chocolate caliente.