La rebelión y los sueños de libertad tuvieron un alto costo en la Hungría de 1956: el exilio y la muerte. El 4 de noviembre de ese año, 200 mil soldados y 5 mil 500 tanques de la entonces Unión Soviética atacaron a ese país. El recuento: 25 mil húngaros murieron y 200 mil huyeron hacia la frontera austriaca, entre ellos, la escritora Agota Kristof.
En su libro La analfabeta escribe que después de enterarse por las noticias de la muerte de un niño turco en la frontera suiza, “la voz de mi memoria se eleva en mi interior con estupefacción: ‘¿Cómo? ¿Te has olvidado de todo? Tú hiciste lo mismo, exactamente lo mismo. Y tu hija era casi una recién nacida”. Su hija dormía en los brazos de su padre, ella llevaba dos bolsas. En una de ellas “hay biberones, pañales, ropa para cambiar el bebé; en la otra, diccionarios”.
El refugiado tiene que adaptarse al nuevo país, a la nueva tierra, a otro clima. Su patria ha quedado lejos, está entre extraños. Kristof recuerda que leía desde niña, a toda hora, en cualquier rincón. La había atrapado “la incurable enfermedad de la lectura”. En Hungría era la hija de un maestro, en Suiza era una obrera. En su novela Ayer lo describe así: "Correr hacia la máquina, ponerla en marcha, hacer el agujero lo más deprisa posible, perforar, perforar, siempre el mismo agujero en la misma pieza, diez mil veces al día si es posible, de esa velocidad depende nuestro salario, nuestra vida. El médico dijo: —Es la condición obrera. Debería estar contento de tener trabajo. Hay mucha gente en paro."
Al final de su jornada laboral la escritora hace las compras, va a casa y escribe esos poemas que rondaron por su cabeza todo el día. Palabras en su idioma natal que se mezclaban con el trabajo mecánico. No puede leer ni escribir en francés durante los primeros años. Así lo cuenta en La analfabeta: “Así es como, a la edad de veintiún años cuando llego por casualidad a Suiza, una ciudad en la que se habla francés, me enfrento a una lengua totalmente desconocida para mí. Aquí empieza mi lucha para conquistar esa lengua, una lucha larga y encarnizada que durará toda mi vida”.
Los personajes de sus novelas sufren los estragos de la Segunda Guerra Mundial y el totalitarismo, viven rodeados de la desolación y la muerte. En su novela Claus y Lucas un par de niños gemelos se enfrentan a la crueldad de su abuela y al abandono de su madre. Se vuelven un equipo desde pequeños y la maldad se apropia de sus almas sin que ellos puedan decidirlo. Hay que sobrevivir:
“Nosotros la llamamos abuela.La gente la llama la Bruja.
Ella nos llama hijos de perra”.
Javier Rodríguez Marcos, periodista de El País, le preguntó en el 2007: “Sus personajes no creen en los sentimientos. ¿Y ella? ¿Cree en los sentimientos? Cuando escucha la pregunta levanta las cejas, guarda un largo silencio y, con la misma cordialidad con que abrió la puerta, responde: ‘No'”.
El empecinamiento de escribir viene de un mundo sin luz, esto escribe Agota Kristof en La Analfabeta: "Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: 'No me gustan'".
Pero a diferencia de Tobías, su alter ego, el protagonista de su novela Ayer, ella no se dará por vencida y seguirá escribiendo. Sabe que será publicada. Tras las cartas de rechazo de las editoriales Gallimard y Grasset llegan las buenas noticias: “Me digo a mí misma que tengo que ponerme a buscar direcciones de otros editores cuando, una tarde de noviembre, recibo una llamada telefónica. Gilles Carpentier, de Éditions du Seuil, me dice que acaba de leer mi manuscrito y que hace años que no leía algo tan bello. Me dice que lo ha leído por segunda vez y que piensa publicarlo”.
Una pregunta ronda siempre a la escritora, la manifiesta en La analfabeta: “¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz”.
DMZ