Luis González de Alba, escritor, colaborador de MILENIO y quien fuera dirigente del Consejo General de Huelga del 68, habló de su experiencia como preso político en Lecumberri para un reportaje que se preparaba para estas páginas. Aquí su relato:
Me detuvieron el 2 de octubre del 68, en Tlatelolco. A los dirigentes en la plaza el día del mitin, nos llevaron al Campo Militar 1, estuvimos un mes y nos entregaron a la cárcel de Lecumberri.
Como nos tenían miedo, la dirección de la cárcel vació la crujía “C” para nosotros, luego pusieron ahí a los dirigentes del Partido Comunista Mexicano (PCM) y por eso los estudiantes realmente no sufrimos lo peor de la cárcel, que no eran los guardias ni policías, sino los presos.
En las cárceles de México, y Lecumberri es un ejemplo, se ha puesto en práctica lo que era uno de los ideales de la izquierda estudiantil mexicana: el cogobierno, pero era en su peor forma, pues le dejaban a los rufianes el mando interno de celdas de la crujía.
Eran criminales que golpeaban, extorsionaban y tomaban a los nuevos como botín: “¿Quieres una celda?, cuesta tanto, si la compartes es más barata y si no pues aquí te quedas afuera como sea… todo cuesta”.
Cuando llegamos a la crujía, aún estaba el comando que había llevado la ley interna antes, los sacaron, así que nosotros nombramos a un comando, mediante asamblea en el patio de la crujía, al fin estudiantes… ¡y del 68!
Elegimos a Raúl Álvarez Garín al frente de este. Él era de ciencias físico-matemáticas del Poli, y el dirigente menos visible pues nunca fue orador en un mitin, pero su palabra era esencial. También estaba (Eduardo Valle) El Búho.
La dirección tampoco nos dejaba ir a los talleres de carpintería, cocina, panadería, donde hacían unos virotes riquísimos, lo único comible de Lecumberri; nos tenían pánico, seguramente les íbamos a levantar en armas a todos los presos. Tampoco dar clases a la escuela de analfabetos que había ahí, así que cansados de hacernos dos puñetas al día, nos dimos clases entre nosotros.
Ahí supe que pude haber hecho la carrera de física a la que le tuve miedo y por eso me metí a psicología. Félix Lucio Hernández Gamundi, del Poli, me dio clases de cálculo, y le entendí muy bien. También tomé otra área de matemáticas: grafos, que estudia todas las estructuras que sean puntos y rayas. Mi hermano Arturo me llevó un libro y con eso hice mi tesis.
Raúl y yo tocamos piano y había uno en el auditorio, pero tampoco podíamos ir. No teníamos contacto con otros reclusos, así que solo nos hablábamos entre estudiantes o miembros del PCM mayores que nosotros. Lo único molesto es que El Búho consiguió un palo y como las puertas eran de fierro, pasaba golpeándolas para que saliéramos a que nos contaran los policías en el rondín.
Un día, Raúl y Gilberto Guevara, de ciencias de la UNAM, me llamaron a la celda del primero y me dijeron: “No podemos permitir que la prensa siga tratándonos como los criminales que matamos a nuestra propia gente en Tlatelolco, llego el Ejército y la salvó, hagamos nuestra versión de los hechos, te lo encargamos, échate la narración día por día, nos la entregas y nosotros haremos el análisis político”.
No estábamos encerrados en las celdas, el mecanismo ya no servía así que íbamos de una a otra, pero dentro de la crujía. Ahora que lo pienso, era una vida muy bonita porque, uno: nos empezamos a dar formación; dos: la amistad entre Raúl, Gilberto, El Pino, Salvador Martínez della Rocca, El Búho, Sama, Pablo Gómez, Félix Goder y Gamundi fue buena, y tres: ¡Me hice escritor!
Para comenzar los relatos, les pregunté a mis compañeros: “Cómo estuvo la bronca de la Ciudadela…” y ‘taca-tacata’, en una maquinita de escribir portátil.
Nos trataban muy bien nuestras escuelas, esa me la mandaron los de mi facultad. Había varias máquinas, escuchaba el ‘taca-taca taca-taca’ cuando pasaba por las celdas de (Gilberto) Rincón Gallardo, de (Gerardo) Unzueta, del PCM; le estaban enviando urbi et orbe, los mandatos para el levantamiento del proletariado.
Primero escribía a mano en cuadernos Scribe y luego lo pasaba a máquina. Estos los acabo de enviar junto a lo mecanografiado al Archivo General de la Nación, volvieron al lugar en donde los escribí, junto al primer relato de Los días y los años, que se dio porque vi que Raúl y Gilberto no hacían la reflexión política y por ello se llama así, Los días, del movimiento, y Los años, de la cárcel.
También en Lecumberri tomé clases de hebreo con un señor que me regaló los Salmos de David, pero luego me di cuenta de que trataba de llevarme a alguna nueva iglesia cristiana y le dije que no. Como el gallego a los Testigos de Jehová: “¿Pero qué estáis pensando vosotros?, pues si no creo en la única religión verdadera menos voy a creer en otras”.
Años después, los arquitectos que remodelaron Lecumberri para el Archivo General de la Nación pensaron con sensatez dejar una muestra de lo que había sido y eso le sirvió a unos muchachos para hacer un corto muy bonito, con base en mi novela de 2008: Otros días, otros años.
Esta novela surgió así: pese a no mezclarnos con otros reos, conocí a un preso común, Pepe, que era de cerca de Tepa (Guadalajara) y empezamos una bonita amistad que iba a romance. Pero no se podía, no estamos en la misma crujía. Le platicaba que estaba escribiendo Los días y los años. Él traía muchas dudas sobre Tlatelolco, las ideas que le llevaba su novia, pues tenía la suya, y yo la mía.
Eso nunca lo puse en Los días y los años, así que se la debía a Pepe. Realmente lo quise mucho, tanto, que pensé hacer otra novela. Y esto que diré, no es una acusación de plagio.
Años después de salir de Lecumberri conocí al argentino Manuel Puig, que andaba de novio con El Pelón Valdés, y me preguntó si estaba escribiendo algo, le dije que tenía una idea de cuando había sido preso político y tuve un romance, que aún no terminaba, con un preso común. La cara le cambió, le di el chispazo para El beso de la mujer araña (1976).
Luego me di a la tarea de hacer Otros días, otros años, con eso le pagué a Pepe. Yo como preso político tenía claro que le gustaba el otro, pero no sabía si sí o no del preso común. Nunca estuvimos en la misma celda, ¡lo que hubiéramos dado!
Tuve un conflicto con Elena Poniatowska, porque Raúl le regaló todos los textos que hice de Los días y los años. Ella le preguntó que a quién se le atribuían, y le dijo que a quien quisiera porque los escribimos entre todos; no, lo platicamos entre todos, ¡y yo lo escribí! Fueron la columna vertebral, dicho por Elena, de La noche de Tlatelolco.
“Solo le pedí que no en domingo”: su hermana
Luis González de Alba mando su último correo electrónico a Rafael Pérez Gay a las 9:45 de la noche del sábado, ultimando sus arreglos editoriales con Cal y Arena. Antes había pedido a su asistente doméstica que pidiera a su hermana lo llamara a las 10 de la mañana del domingo, para ver a qué hora iba a ir a ponerle la inyección de rutina.
A las 6:01 del domingo 2 de octubre, envió un correo a Héctor Aguilar Camín con la columna que se publicaba ese día en MILENIO: "Se descubrió que... Podemos adivinar el futuro".
Su hermana llamó a las 10 de la mañana, como le había pedido la asistente, pero no obtuvo respuesta. Para esa hora había muerto. La hermana fue a la casa y lo encontró tirado en su recámara. Lo reportó a la policía a las 12:45. Tenía un disparo en la tetilla izquierda, la pistola a un lado y en la mano la foto del hombre del que se despidió en su última columna de MILENIO y en sus últimos tuits.
No había señales de violencia ni desarreglo en la casa. La pistola tenía solo sus huellas digitales. La hermana comentó que hace tiempo Luis hablaba de lo que iba a hacer y ella le había dicho: "Si así va a ser, que sea. Pero no en domingo, porque el domingo es una lata". Salvo que, este año, el 2 de octubre caía en domingo.