Las más grandes novelas del siglo XX, escribió Raffaele La Capria, son “obras maestras fallidas”. Ciertamente, no por culpa de sus autores, entre los que se encuentran los más grandes escritores de cada época —Musil, Kafka, Faulkner, Joyce, Svevo y muchos otros más, entre ellos algunos latinoamericanos—, sino precisamente por su grandeza y su verdad. Son las grandes narraciones las que han enfrentado, narrado y asumido, en su propia estructura, la verdad de su época y de la nuestra, la disgregación del mundo, el eclipse de un significado central capaz de imprimirle unidad y racionalidad a las vicisitudes individuales y colectivas, la destrucción de la concepción lineal del tiempo. La novela de nuestra vida es un gran mar conradiano; un remolino que absorbe, desgarra y dispersa las historias y al yo que las vive. Se ha abierto un abismo entre la Historia y escribir historias. El historiador y las personas comunes y corrientes, cuando tratan de entender lo que les ha sucedido y está sucediendo, no pueden menos que intentar ordenar los hechos y su significado; pero cuando se narra como lo hace el sujeto individual —según las palabras de Manzoni—, el yo vive esos acontecimientos y termina enredado o disgregado por ellos. El narrador no puede narrar la Historia vivida sino como esa pesadilla de la que hablaba Joyce o como la inconexa serie de acontecimientos alterados en El tambor de hojalata.
El lenguaje racional con el que debemos intentar hablar, por ejemplo, de la crisis económica, no puede ser el mismo con el que se cuenta la historia de un individuo aniquilado por aquella crisis, en su angustia y sus delirios. Para la novela del siglo XIX, grande o menor, la acción de un individuo se insertaba en una historia difícil, pero no absurda; y el escritor decimonónico, cuando inventaba historias, incluso podía confiarse a una escritura análoga a aquella con la cual libraba sus batallas políticas. La escritura de Victor Hugo en Los miserables no es muy diversa a la de sus querellas contra Napoleón III. Por el contrario, Kafka no habría podido escribir La metamorfosis o El proceso con el estilo de la comunicación cotidiana o de la declaración política. La historia de Elsa Morante es una gran e irrepetible excepción. Esta laceración es, todavía hoy, y acaso cada vez más, nuestra verdad, que reencontramos, no obstante la distancia de casi un siglo, en El hombre sin atributos o en ¡Absalón, Absalón!, y ciertamente no en la retrógrada restauración de la novela bien hecha, que tiende a ir al encuentro del lector en lugar de desafiarlo de igual a igual en el conflicto con el mundo. Hoy, por citar, en otro sentido, el título de un libro de Corrado Stajano, los maestros solo pueden ser maestros del diluvio, de ese diluvio universal en el que, observaba agudamente San Antonio de Padua, únicamente los peces están al resguardo de la muerte. Antonio Lobo Antunes es, en la actualidad, uno de estos prodigiosos y fascinantes maestros.
Psiquiatra nacido en Lisboa en 1942, Lobo Antunes conoció, vivió y ha hecho propio en su fantasía, en sus reacciones sentimentales conscientes e inconscientes y, finalmente, en su escritura, el corazón de las tinieblas de las últimas guerras coloniales portuguesas en África, remolino de una Historia obstruida como una arteria por su propia sangre, proliferación tumoral de tragedias, violencias, dolores, sentimientos dulcísimos y perdidos, personajes, pasiones y pensamientos narrados con poderosa fuerza fantástica, que emergen de una confusa noche en la que se vuelven a hundir. La guerra en África impregna una trilogía que va de Memoria de elefante (1979) a Conociendo el infierno (1980) y varias obras como Buenas tardes a las cosas de aquí abajo (2003), y es como un fondo oscuro siempre presente aun cuando no es nombrado. Como un clásico antiguo, Lobo Antunes acopia y dicta la memoria histórica de su país, Portugal: La explicación de los pájaros (1981) y El esplendor de Portugal (1997) ilustran, en otra clave, los años entre la caída de la dictadura de Salazar y una nueva realidad todavía por valorarse. En la Historia, se hunden también las historias de los personajes de Las naves (1968) o del Manual de inquisidores (1996). Pero esta memoria, total y a la vez dispersa en un polvillo compuesto de detalles, feroz y dolorosamente insensatos, es una ciénaga engañosa, casi una monstruosa planta carnívora que devora acontecimientos, hombres y palabras.
Militante comunista en su juventud, Lobo Antunes conoce la desesperada protesta, no la esperanza de redención. Historia y sociedad se engullen a los individuos, los empujan hacia la ausencia o hacia un delirio autista como sucede con el protagonista de La explicación de los pájaros; la denuncia del trato inhumano en los hospitales psiquiátricos es, sin duda, una implacable denuncia político-social pero también es una denuncia del vivir. Para Lobo Antunes, la escritura es un río desbordado, una tormenta de tantas obras que resulta casi imposible enumerar todas junto a la lista de todos sus traductores. Memoria de elefante, al igual que su obra maestra Archipiélago del insomnio (2008), es una surrealista y perturbada abolición del tiempo. Los personajes no se distinguen de sus fotografías; las generaciones conviven, más allá de la accidentalidad de la vida y de la muerte, en una co-presencia atemporal: todas las palabras dichas en el curso de años y decenios, las acciones y las violencias cometidas por el abuelo-amo y por los otros amos contra los oprimidos, irrepetibles en su dolor pero idénticos al igual que hojas caídas y putrefactas, eternamente presentes como los años en el círculo del tronco de un árbol.
Lobo Antunes lleva casi al extremo la dilatación y la contracción del tiempo, hoz inexorable y oxidada, el remolino del monólogo interior y del flujo de conciencia que todo absorbe y avasalla. La perspectiva narrativa, la puntuación, la unidad de la frase, la sintaxis, el mismo espacio gráfico son colocados en otro orden en un nuevo amasijo que es el de la vida entera. Todo es una aglomeración de fragmentos, pero siempre está presente todo; no existe diferencia entre los vivos y los muertos, como en la novela Pedro Páramo del gran mexicano Juan Rulfo y como quizá en la mente de Dios, en la que no existe diferencia entre ayer y mañana. Antunes es un gran épico porque atrapa la totalidad. Es necesario agradecerle a los traductores como Vittoria Martinetto y Rita Desti, siempre culpable e ignorantemente olvidados —como sucede con todos los traductores en nuestra incultura—, que nos permitan leer en toda su fuerza a un gran escritor visionario, demostrando una creatividad lingüística digna de la suya.
Solo una vez, en Barcelona, me topé fugazmente con Lobo Antunes, a pesar de que ambos somos duques del fantástico Reino de Redonda cuyo trono preside Javier Marías; él es duque de Cocodrilos y yo duque de Segunda Mano. Creo que para él, vivir es escribir, solo escribir, siempre escribir, tejer una enorme telaraña de palabras esperando nunca poder salir de ella; vivir para escribir y escribir para no vivir, construir laberintos sin necesidad de un minotauro en su centro, porque la vida está llena de minotauros, están por todos lados listos para devorar a sus víctimas. Acaso el escritor, en el laberinto de sus palabras, sea precisamente el Minotauro.
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*Texto tomado de Il Corriere della Sera
Traducción de María Teresa Meneses