La mirada retrata a quien ve y lo que ve.
Va y viene. La mirada busca cuando una o varias cosas desaparecen de su sitio. Las costumbres son inherentes a los seres humanos. La mirada penetra y recuerda; es una suerte de radiografía: si falta una cosa, rastrea, se inquieta, otea hacia la izquierda, hacia arriba, hacia cualquier recodo. Pregunta: “¿dónde quedó?”, escombra: “no aparece”, cambia su haz: “desde este ángulo se observa mejor”, e inquiere: a uno, a las cosas vecinas, a los amigos. Los huecos incomodan, duelen. No siempre es factible llenarlos. Sustituir la taza vieja no es sencillo.
La taza vieja, la de las huellas, desportillada, descolorida, es uno y es un poco como uno. El asa reconoce los dedos y los labios del dueño.
Las cosas, al igual que las ideas, tienen bagaje y memoria: almacenan nuestras historias. La nostalgia no es invención, es necesidad. Lo saben los viejos utensilios: sus cuerpos son tratados sobre nostalgia, melancolía y saudade. Hace falta un texto. Nostalgia de las cosas o Sin cosas la visa carece de nostalgia podrían ser los títulos. La vida sin cosas es una vida sin nostalgia. La vida sin nostalgia es yerma. Bien lo dice Alice Munro: “La complejidad de las cosas es sencillamente inagotable”.
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El lenguaje no es infinito. Las cosas le producen dolor de cabeza a las palabras. No encontrar nombres adecuados incomoda. Algunas cosas son innominadas. Lo saben la A, la V, la Z y todas las demás letras. Otro tipo de incomodidad sobreviene cuando las palabras confrontan las historias de las cosas. En ocasiones faltan palabras para significar cierto objeto, para no decir chunche porque ignoramos el nombre de algún accesorio, para no decir “¿cómo se dice?”, cuando olvidamos que badajo es el nombre de la pieza que suena al mover la campana. Al lado de cosa militan otras palabras: algo y eso (o esa) son algunas. “Olvidé decirte algo”; “algo me sucede”; “por favor, ¿me pasas eso?”; “no me digas eso”. “Cosa”, “algo” y “eso” son vocablos familiares. Sin ellos sufrirían el vocabulario y sus fieles peones, las palabras. Mientras borro algunas ideas converso con mi escrito, “algo significa esa cosa”. En Las fronteras de la identidad, Claudio Magris escribe: “usar metáforas, decir algo, decir otra cosa, para hacer entender lo que directamente no puede ser dicho”, idea que apela a los intersticios de las metáforas para decir lo que resulta difícil expresar; metáfora e idea en sintonía con las “cosas de las cosas”.
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Los linderos de las diversas lenguas difieren entre sí. Unas son ricas en algunos términos y pobres en otros. Ya lo dijo Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi vida”. Ya lo expresó la realidad: “Las vidas y las formas de las cosas son infinitas”. La palabra “cosa” recuerda a Wittgenstein: faltan nombres. El universo cosa es amplio y vastos sus significados. Las voces de los bebés son una excepción. Aunque sus llantos no son idénticos, las lágrimas pesan y dicen lo mismo en China, en México, en Siria. Las voces de los animales son otra excepción: indistintamente de su hábitat, gatos y peros ladran y maúllan —casi— igual.
A pesar de la universalidad de las cosas y de la constante alusión a ellas, la idea cosa, la imagen cosa no siempre es clara. El Diccionario de la lengua española ofrece varias acepciones de “cosa”; como en otras ocasiones, confunde. Entresaco dos: 1. Todo lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial, real o abstracta. 2. Objeto inanimado, por oposición a ser viviente. Menudo brete entender las ideas de la Real Academia Española. Siempre me han gustado las contradicciones. Intento comprender las del diccionario. El problema yace en el universo cosa: un espacio amplio, indefinido, sin límites, donde todo lo que tiene una forma o un propósito, aunque carezca de nombre, ocupa un lugar en la vida de las personas; decimos “cosa” cuando olvidamos, ignoramos o no encontramos la palabra adecuada.
La primera acepción no es clara. Permite suponer que todo es una cosa: entre lo corporal, una pierna, y lo espiritual, una plegaria, todo cabe. Entre lo natural, una planta del jardín, y lo artificial, una planta de plástico, todo entra. Entre lo real, el lápiz, y lo abstracto, un deseo, nada queda fuera. Esa amplitud se debe al universo cosa; su complejidad se relaciona con la palabra “entidad”, también uti-lizada en la definición: “ente o ser”, explica el diccionario, y agrega, “lo que constituye la esencia o la forma de una cosa”. Es decir, todo. Esa es la razón por la cual en algunas haciendas de Latinoamérica a los trabajadores, cuasi esclavos, se les considera cosas. Comparto mi enredo: o la Academia no logra lidiar con la palabra “cosa” —hay otros conceptos además de los citados—, o las cosas sobre-pasan el poder de las palabras. Mi enredo lo explica el universo cosa. No importa si no contamos con palabras suficientes: hay re-covecos como el universo cosa cuya amplitud impide encontrar el término exacto para designar lo que uno busca nombrar.
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La segunda definición —“objeto inanimado, por oposición a ser viviente”— abre un abanico de posibilidades infinito: todo lo que carece de vida es un objeto. Computadoras, sofás, automóviles y papel son objetos inanimados, sin vida mientras duermen, con vida cuando se les toca. Algunos, sin embargo, tienen ánima: la que les otorga su dueño. Cosa/ persona conforma un binomio inseparable; los seres humanos dan vida a las cosas y éstas nos miran y acompañan desde su lugar, desde el rincón donde han sido testigos del paso del tiempo y de las generaciones que van y vienen en la casa de la familia.