Por discordante que parezca, haber publicado años antes que el celebérrimo Conan Doyle, creador de ese prodigio de personaje llamado Sherlock Holmes, colocó a Henry Cauvain (1847-1899) en sitio de desventaja. No obstante, autor de una docena de novelas con Maximilien Heller delante, al francés pudiera ubicársele entre los patriarcas del género policiaco. Una cruzada de la literatura todavía efectiva en nuestros días.
Leer Maximilien Heller en nuestros días resulta un deleite especial, aderezado con los muchos ingredientes provenientes de su ubicación en su tiempo, bien definido por el autor desde las primeras líneas de la novela, “el 13 de enero de 1845, a las ocho de la noche, conocí al señor Maximilien Heller”. Arranque si se quiere primario, pero que augura tramas que van “de lo conocido a lo desconocido”.
Heller, “soy filósofo y moriré como tal”, es un hombre de 30 años (aparenta 50) obstinado en demostrar la inocencia de Jean-Louis Guérin, presunto asesino del adinerado Bréhat-Lenoir. Entuerto que se repetirá en el canon de la novela detectivesca, y que en la de Cauvain remite al acusado a una única salida para su salvación: confesar. “Revele el lugar donde ocultó el dinero y delate a sus cómplices”.
Al amparo de la fórmula para la resolución de los casos mediante un “ir de lo conocido a lo desconocido” (“buscará los hechos, y con eso tiene suficiente para realizar una indagación donde demuestra que es paciente y metódico, posee capacidad deductiva y conocimientos jurídicos y científicos”, escribe Elmer Mendoza en el Prólogo), Heller perseguirá inverosimilitudes “que desembocarán en una verdad tan resplandeciente como el sol”.
Buen conocedor de la excelencia literaria acumulada (“Heller abandonó la habitación con la misma arrogancia de Don Quijote al desafiar los molinos de viento”) Cauvain llegará al final de la historia implantando los patrones psicológicos que corresponden, y no solo en la ficción, a los diferentes personajes en la escena criminal, incluido el lector. Ley que rige a malos y buenos por igual, y “que nos inclina a juzgar el universo según el mundo restringido en que vivimos y nos lleva a contemplar a nuestros semejantes a través del prisma de nuestros propios defectos y virtudes. Nuestra mirada está constantemente puesta en ese espejo secreto, oculto en nuestro espíritu, y en base al reflejo de nuestra propia imagen que juzgamos al resto”.
Otro deleite que estimula la lectura de Maximilien Heller.