“Mi primer encuentro fue con la escritura, más que con la literatura”, dice el escritor Carlos Gómez Carro al recordar su infancia en una casa donde devoró los libros que sus papás atesoraban.
“No había mucha literatura en principio, había libros de historia, me encantaba todo lo relacionado con la Grecia clásica: Platón, Sócrates, Aristóteles, Aristófanes, la Ilíada, la Odisea. La historia griega. También me encantaba recorrer las historias de Alejandro Magno”, detalla el también maestro investigador de la UAM en entrevista con MILENIO.
De los griegos, naturalmente le vino el interés por la filosofía, tema central de su obra más reciente, Los existenciarios, que como protagonista tiene a un estudiante, alter ego del autor, que a partir de una tesis sobre Heidegger busca entender el sinsentido de la vida.
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Luis Villoro fue tu maestro.
Cuando ingresé a la universidad, a la carrera de humanidades, conocí a Luis Villoro, un pensador formidable pero también un hombre de acción, y su pasión filosófica es lo que de alguna manera me lanza sobre eso, aunque yo no sea un filósofo; él termina por vincularme con todos los aspectos relacionados con la filosofía porque era un profesor fuera de serie. De hecho, un personaje principal de mi novela, de origen catalán, es la estampa de Luis Villoro, que era una especie de rockstar del ámbito académico: era capaz de transformar un aula de un ambiente solemne a un vigor inaudito, nos dejaba con la cabeza hirviendo de todas las ideas.
¿Martin Heidegger es el centro de 'Los existenciarios'?
Los existenciarios es un concepto de Heidegger que parte de un esquema teórico que llamó La teoría existenciaria, que consiste en que el mundo es voluble; estamos hablando y no sé qué me vas a preguntar y no sé qué te voy a contestar, y en cualquier momento puede aparecer un vecino a tocarme la puerta… El mundo es arbitrario, ese es el primer aspecto de la teoría. El segundo aspecto es que tenemos algo que no es voluble: el pensamiento lógico, con el cual valoramos la vida diaria. El existenciario es el que, con el pensamiento lógico, examina su realidad cotidiana. De eso trata la novela.
En el libro hablo de una ciudad polifónica, que es la Ciudad de México. Y siempre aparece el pensamiento como expectante, pero no tanto para dirigir, sino para comprender; el existenciario es el que comprende su realidad.
En la novela, el contexto son los años 70 en México.
El escenario que elijo para ubicar a mi personaje es después del golpe del 68, esa terrible anulación de toda la emergencia cultural que existía en los años 60; una década de arte, el mejor Octavio Paz, el mejor Carlos Fuentes, hay una gran actividad cultural, y esos estudiantes rebeldes quieren transformar nuestro país. Había una expectativa que los años 70 tenían que ser grandiosos, íbamos a ingresar al segundo mundo, sin embargo, viene un sanguinario, y no solo es el trauma de la matanza de Tlatelolco o el Jueves de Corpus, sino la parálisis cultural, el sinsentido de la vida. ¿Cómo recuperar el sentido de la historia? Ahí se desarrolla la historia con un trasfondo filosófico; es una novela con un esquema filosófico, pero no es un tratado filosófico revestido de novela.
¿El personaje principal es tu alter ego?
Mi personaje principal se llama como yo, es un alter ego, pero creo que mi personaje logra ser más listo, más cautivador, saltar todas las predicciones sociales que están presentes en nuestro país. Lo que hace mi personaje es pensar en el sentido de la existencia.
Martin Heidegger decía que solo un Dios puede salvarnos, ¿de acuerdo?
Dios, para Heidegger, es el logos. De alguna manera lo que construye en Ser y tiempo es la idea de que el mundo es mundo porque lo utilizamos; un martillo es martillo porque martillea. Utilizamos el mundo porque tenemos el lenguaje. El lenguaje no se da cuento de que es el instrumento con el cual podemos tener la dialéctica existenciaria, que es el pensamiento lógico. Ese lenguaje nos es donado, ¿por quién? No lo sabemos.
Él tenía una fascinación por el arte, por la poesía; Friedrich Hölderlin es una pasión para él porque el poeta, más que escribir poesía, escribe sobre la poesía. Lo poético es lo que constituye la esencia del arte, llega a esa conclusión más o menos. Entonces, cuando habla de Dios habla de esa influencia de Hölderlin donde no es el Dios cristiano, sino los dioses griegos que nos donan el lenguaje, y a través del lenguaje podemos salvarnos.
Gonzalo Martré es un escritor que abordas constantemente.
Es uno prosista muy lúcido con una gran calidad técnica. Él nace en un barrio pobre, en una población marginal de Hidalgo, y sus amigos son de todo tipo, pero a él lo atraen las letras, siendo su madre maestra le provee una enciclopedia que se llama El tesoro de la juventud.
Con él se crearía lo que podemos llamar ‘realismo fantástico’. Es un hombre que se ha ganado la animadversión de muchos por su tono satírico, pero sus personajes son muy grandes porque impregna a los caifanes, convivió con ellos. Hace una especie de glosa entre el mundo fantástico de la literatura y su realidad cotidiana, por eso expresa más que ningún otro escritor el realismo fantástico.
Entonces, por eso me ha interesado su obra, especialmente Los símbolos transparentes, una de las novelas más importantes sobre el 68 porque él estuvo en la plaza de la matanza, es un sobreviviente, y la cuenta en esa gran novela que ha sido marginada deliberadamente. En mi papel de crítico, intento darle un estatus más acorde con su valor.
Por último, la escritura, ¿qué es para ti?
La escritura es como el caracol, un molusco que con su baba construye una casa a lo largo de su vida. Uno escribe porque es una especie de necesidad; yo podría solo leer, que es fantástico, pero algo lleva a la escritura. Miguel Ángel decía que no era muy difícil esculpir, que solo era quitar lo que le sobraba a la piedra, y eso es un poco la escritura, una tarea más de la goma que del lápiz.
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