Roberto Calasso falleció prácticamente el mismo día en que comenzaba la distribución de sus más recientes obras Memè Scianca, en la que aborda su infancia en Florencia; y Bobi, las memorias de Roberto Bazlen, uno de los creadores de la editorial Adelphi, junto con Luciano Foà, si bien a partir de 1971 estuvo a cargo de la mirada de Calasso.
En semanas pasadas apareció en español, bajo el sello de Anagrama, su más reciente libro: El cazador celeste, concebido como un recorrido por el origen y el devenir de la cultura europea. Con la autorización del sello catalán, ofrecemos a nuestros lectores un fragmento del volumen.
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I. EN LOS TIEMPOS DEL GRAN CUERVO
En los tiempos del Gran Cuervo también lo invisible era visible y se transformaba continuamente. Los animales, entonces, no eran necesariamente animales. Podía darse el caso de que fueran animales, pero también hombres, dioses, señores de una estirpe, demonios, antepasados. De modo que los hombres no eran necesariamente hombres; podían ser también la forma transitoria de otra cosa. No había intuiciones que permitieran reconocer lo que aparecía. Era necesario haberlo ya conocido, como se conoce a un amigo o a un adversario. Todo sucedía en el interior de un único flujo de formas, desde las arañas a los muertos. Era el reino de la metamorfosis.
El cambio era continuo, como, más tarde, solo sucedería en la caverna de la mente. Cosas, animales, hombres: distinciones nunca claras, siempre provisorias. Cuando una gran parte de lo existente se retiró hacia lo invisible, no por eso dejó de suceder. Pero se volvió más fácil pensar que no sucedía.
¿Cómo podía lo invisible volver a ser visible? Golpeando el tambor. Esa piel tensa de un animal muerto era la cabalgadura, era el viaje, el torbellino dorado. Conducía hasta allí donde la hierba ruge, donde los juncos gimen, donde ni siquiera una aguja podría clavarse en la espesura gris.
Cuando empezó la caza no había un hombre que perseguía a un animal. Había un ser que perseguía a otro ser. Nadie habría podido decir con certeza cuál era cuál. El animal perseguido podía ser un hombre transformado o un dios o simplemente un animal o un espíritu o un muerto. Un día, a las muchas invenciones los hombres agregaron otra: empezaron a rodearse de animales que se adaptaban a los hombres, en tanto que durante un tiempo muy largo habían sido los hombres los que imitaban a los animales. Se volvieron sedentarios –y ya un tanto envejecidos.
¿Por qué semejante excitación antes de emprender la caza del Oso? Porque el Oso podía ser también el Hombre. Era necesario mostrarse cautos al hablar, porque el Oso oía todo lo que se decía de él, por lejos que estuviera. Incluso cuando se retiraba a su guarida, incluso cuando dormía, el Oso seguía los acontecimientos del mundo. «La tierra es la oreja del Oso», se decía. Cuando se reunían para decidir la caza, el Oso nunca era nombrado. En general, si se hablaba del Oso, no se lo denominaba nunca con su nombre; era «el Viejo», «el Viejo Negro», «el Primo», «el Venerable», «la Bestia Negra», «el Tío». Quien se preparaba para la caza evitaba abrir la boca. Prudentes, concentrados, sabían que el mínimo sonido habría bastado para arruinar la empresa. Si el Oso aparece inesperadamente en el bosque lo aconsejable es apartarse, quitarse el sombrero y decir: «Sigue tu camino, muy honorable.» O bien se intentará matarlo. Todo, en el Oso, es de gran valor. Su cuerpo es una medicina. Cuando lograban abatirlo huían, enseguida, rápidamente. Después reaparecían en el lugar, como por casualidad, como si estuvieran paseando. Descubrían con gran estupor que unos desconocidos habían matado al Oso.
El primer ser divino cuyo nombre se prohibió pronunciar fue el Oso. En este aspecto, el monoteísmo no fue una innovación sino un recomienzo, un entumecimiento. La novedad fue la prohibición de las imágenes.
Hablaban con el Oso antes de atacarlo –o inmediatamente después–, a sabiendas de que el Oso entendía sus palabras. «No hemos sido nosotros», decían algunos. Le agradecían al Oso que se dejara matar. Con frecuencia se disculpaban. Algunos llegaban a decir: «Soy pobre, por eso te estoy cazando.» Algunos cantaban, mientras mataban al Oso, de modo que el Oso, muriendo, pudiera decir: «Me gusta esa canción.» Colgaban la calavera del Oso entre las ramas de un árbol, a veces con tabaco entre los dientes. A veces adornado con tiras rojas. Le ataban cintas, juntaban los huesos en un hatillo y los colgaban de otro árbol. Si un hueso se perdía, el espíritu del Oso consideraba responsable al cazador. El hocico iba a parar a un lugar secreto, en el bosque.
Cuando capturaban un osezno lo metían en una jaula. Con frecuencia era amamantado por la mujer del cazador. Así crecía hasta que un día la jaula se abría y «el querido pequeño ser divino» era invitado a la fiesta en la que sería sacrificado. Todos danzaban y batían las manos alrededor del Oso. La mujer que lo había amamantado lloraba. Después un cazador le dirigía al Oso algunas palabras: «Oh, tú, divino, has sido enviado al mundo para que nosotros te cazáramos. Oh, tú, preciosa pequeña divinidad, nosotros te adoramos; escucha nuestra plegaria. Te hemos alimentado y criado con tantas penurias, porque te queremos. Ahora que te has hecho mayor, estamos a punto de enviarte con tu padre y tu madre. Cuando llegues junto a ellos habla bien de nosotros y diles qué amables hemos sido; por favor vuelve a nosotros y nosotros te sacrificaremos.» A continuación lo mataban.
El pensamiento más antiguo, aquel que por primera vez no sintió la necesidad de ofrecerse como relato, se manifestó en la forma de los aforismos sobre la caza. Como un susurro, entre tiendas de campaña y fuegos, se transmitieron como cantilenas:
«La presa es semejante a los seres humanos, pero más santa.»
«La caza es algo puro. La presa ama a los hombres puros.»
«¿Cómo podría cazarlo si antes no lo dibujaba?»
«El mayor peligro de la vida reside en que el alimento de los hombres está hecho enteramente de almas.»
«El alma del Oso es un Oso en miniatura que se encuentra en su cabeza.»
«El Oso podría hablar, pero prefiere abstenerse.»
«Quien habla con el Oso llamándolo por su nombre lo vuelve amable e inerme.»
«Un inepto que sacrifica consigue mayor número de presas que un cazador hábil que no sacrifica.»
«Los animales que se cazan son como mujeres que flirtean.»
«Las hembras de los animales seducen a los cazadores.»
«Toda caza es caza de almas.»
Al principio no estaba claro para qué servía la caza. Como un actor que, en el escenario, intenta meterse en el personaje, trataban de convertirse en predadores. Pero ciertos animales corrían más veloces. Otros eran imponentes y cautelosos. Además, ¿qué era matar? Algo no muy distinto que matarse. Si el hombre se convertía en el Oso, al matarlo se hería a sí mismo. Aún más oscura era la relación entre matar y comer. Quien come hace que algo desaparezca. Esto era incluso más misterioso que matar. ¿Dónde va lo que desaparece? Va a lo invisible, que, al final, está lleno de presencias. No hay nada más animado que la ausencia. ¿Qué hacer, entonces, con todos esos seres? Quizá había que facilitar su pasaje a la ausencia, acompañarlos durante una parte de su viaje. El matar era como un saludo. Como todo saludo, exigía ciertos gestos, ciertas palabras. Empezaron a celebrar sacrificios.
La caza nace como acto inevitable y termina como acto gratuito. Elabora una secuencia de prácticas rituales que preceden al acto (la matanza) y lo continúan. El acto puede solo ceñirse en el tiempo, como la presa en el espacio. Pero el curso de la caza mismo es innombrable e indomable, como el coito. No se sabe qué sucede entre el cazador y la presa cuando se enfrentan. Es verdad, sin embargo, que antes de la caza el cazador cumple gestos de devoción. Después de la caza, siente la obligación de descargarse de una culpa. Acoge en su cabaña al animal muerto como un noble huésped. Frente al Oso apenas troceado, el cazador susurra una plegaria muy dulce, que causa vértigo: «Permíteme también matarte en el futuro.»
La presa debe ser enfocada: la mirada la aísla y restringe el campo visual sobre un punto. Es un conocimiento que procede por cesuras sucesivas, recortando figuras a partir de un fondo. Al circunscribirlas, las aísla como blanco. Desde ya, el gesto de recortarlas es el mismo que las hiere. De otro modo no nace la figura. Los mitos son cada vez superpuestos sobre los perfiles recortados. Llevando al extremo este modo de conocimiento, acumulando siluetas, empieza a recomponerse la tela del fondo, de la que fueron arrancados. Este es el conocimiento del cazador.
Con la ganadería y la agricultura, el animal pasa a ser solo animal, separado para siempre del hombre. Para el cazador, en cambio, el animal era todavía otro ser, ni animal ni hombre, cazado por seres que no eran ni animales ni hombres. Cuando tuvo lugar ese acontecimiento que fue el acontecimiento de toda historia antes de la historia, cuando se produjo la separación de algo que iba a llamarse animal por parte de algo que iba a llamarse hombre, nadie pensó que la sabiduría –la vieja y la nueva sabiduría– pudiera ser encontrada sino por alguien que participara de ambas formas de vida. Entre las grutas y los bosques del monte Pelión, Quirón el Centauro se convierte en la fuente de la sabiduría, aquel que, más que ningún otro, podía enseñar la justicia, la astronomía, la medicina y la caza. Era casi todo lo que entonces se podía enseñar.
Para los héroes criados por Quirón, la caza fue el primer elemento de la paideia. Pero esa «educación», esa primera prueba de la aretḗ, de esa «virtud» que más tarde sería evocada con frecuencia, se desarrollaba fuera de los confines de la sociedad. No era útil. La caza que practicaban los héroes no servía para alimentar a la comunidad. Era un ejercicio sanguinario y solitario, practicado sin otro fin. En la caza, el animal se volvía en contra de sí mismo e intentaba matarse. Antes de que los protagonistas de muchas historias de metamorfosis, los grandes cazadores fueron, ellos mismos, el resultado de una metamorfosis. Antes de matar al lobo y a los ratones, Apolo fue lobo y ratón. Antes de matar a las osas, Artemisa había sido osa. El pathos de la caza, la complicidad entre el cazador y la presa, se remonta al origen, cuando el cazador era él mismo el animal, cuando Apolo fue general de un ejército de ratones y el jefe de una manada de lobos. El fundamento de la caza fue un descubrimiento de la lógica: la obra de la negación. Este descubrimiento fundacional y embriagador exigía ser permanentemente corroborado, vuelto a recorrer. Mientras la vida de la ciudad latía, otra –en paralelo– le correspondía en las montañas. Incansables y solitarios, Apolo y Artemisa, e incluso Dioniso, seguían cazando. La energía que desprendían sus gestos era el sobrentendido necesario, la urdimbre escondida detrás de los intercambios del mercado, el sueño de las familias, la fatiga de los campos. Nada de todo eso que constituía la vida de la ciudad hubiera podido existir sin esas carreras, esas emboscadas por los montes, sin esas flechas disparadas y esa sangre. Se diría que la sociedad no se había sentido nunca lo suficientemente viva, y acaso real, sin esa vida paralela y superflua, vagante, de los cazadores perdidos en los bosques.
Como la oración del monje, la carrera silenciosa de los dioses cazadores mantenía en pie los muros que rodeaban la ciudad. Esa carrera era lo que los cercaba, como un remolino perpetuo.
Los hombres se vuelven animales metafísicos durante la caza. La agricultura agregaría al pensamiento solo un dato esencial: el ritmo, el alternarse entre el florecimiento y el marchitarse. Pero iba a contribuir mucho al peso de la sociedad sobre el hombre. Las grandes ciudades son herederas de esos lugares donde por primera vez se tuvieron reservas de alimento en altos cántaros guardados en almacenes. Los cazadores no podían sino ignorar las reservas. No llevaban inventarios ni anales.
En Rocky Hill, en el centro de California, el paleoantropólogo Jean Clottes se encontró frente a una pared rocosa adornada de pinturas. Lo guiaba Héctor, indio Yokut, guardián del lugar. Clottes se demoró en una figura que lo hizo pensar en un chamán con su tambor. «Es un oso», le dijo Héctor. Sorprendido, el paleontólogo replicó: «Hubiera creído que se trataba de un hombre.» «Es lo mismo», dijo Héctor –y calló.
Una de las señales de separación respecto del animal fue el camuflaje de una banda de hombres en una manada de lobos: finalmente intercambiables, iguales, como los rayos de una rueda. La ebriedad fue doble y simultánea: la del animal cazado que se transforma en predador —una ebriedad de la potencia y de la metamorfosis, aunque siempre cerrado en el cerco animal— y la del ser que descubre la igualdad, la sustitución, la equivalencia —una ebriedad del conocimiento que no se muestra en ningún signo visible pero traza una cesura que será, desde entonces en adelante, infranqueable. Los primeros iguales fueron los lobos y los muertos. Esa manada de seres que parecían, cada uno, una duplicación del otro, dio un paso decisivo hacia la abstracción: desde entonces se imprimió sobre el mundo la marca de la identidad. Fue su estandarte invisible. Su imperio se revelaba en una figura múltiple, errante, ubicua.
Para separarse de la continuidad animal, el primer artificio fue la máscara, el disfraz. Esa manada de lobos que vagaba por el bosque estaba compuesta por los primeros hombres, los primeros que se sintieron tan insoslayablemente hombres que quisieron disfrazarse de lobos. Cuando el hombre se volvió solo hombre, un último telón podía apartarlo del mundo: un antifaz de seda o de terciopelo, que dejaba la boca al descubierto. En francés se llama loups porque algunos lobos llevan ya dibujada sobre el hocico una máscara, como si invitaran al hombre a imitarla, disfrazándose de lobo.
Sin tambor no hay chamán. Pero solo el chamán sabe tocar el tambor. Al principio el tambor está desnudo, una piel de animal tensa y ceñida por un círculo de madera. Con el tiempo, se enriquece con partes metálicas, pequeñas figuras fijadas que resuenan. Se recarga cada vez más. La parte de madera se obtiene de un tronco de abedul o de alerce. Las partes metálicas: preferentemente viejas. Mejor si provienen de otros chamanes. El primer sonido del tambor es como el zumbido de una nube de insectos y un lejano retumbar de truenos. Cuando es golpeado, se vuelve caballo, después águila. Si dos chamanes se baten, del tambor del derrotado gotea sangre. A la muerte del chamán, cuelgan su tambor de las ramas del árbol más cercano.
El chamán estaba obligado a actuar en un mundo que a los demás se les escapaba. Allí, si se batía con otro chamán, llamaba en su ayuda a escuadras de espíritus auxiliares. Tenía una mirada ardiente, que a veces velaba con una gorra orlada. Como el arco del cazador, así era el tambor del chamán. El arco permitía al cazador transformarse en un animal que salta, fulmíneo, con una prisa mortal. El tambor era el lago en el que el chamán se zambullía para entrar en un mundo que los otros no veían. Antes que nada, era necesario encontrar el tronco del que había sido sacado el círculo del tambor. Al golpear el tambor, el chamán contaba la historia de ese árbol. También la piel del tambor hablaba. Contaba cómo había vivido hasta que un cazador la había herido. El tambor es el árbol y el animal que fueron matados. El chamán se vuelve ese árbol y ese animal. En este punto el tambor comenzaba a guiar al chamán. Era una pluma, una cabalgadura. El chamán se agarraba al tambor como a la cabellera de un caballo.
Los mundos son tres y los hombres normalmente están en el del medio. Los chamanes, en cambio, están en todos ellos. A veces tocan con la cabeza uno de los mundos, pero tienen los pies apoyados en otro. En los tres mundos existe la misma cantidad de vida, de hierba, de presas, de hojas. Los espíritus, a veces, son más pequeños que los mosquitos. Otras veces, si se mira desde lejos, parecen montañas.
Para cazar era necesario, antes, imitar. Danzar el paso de la perdiz, del oso, del leopardo, de la gruya, de la marta. Para volverse depredador era necesario entrar en los gestos del depredador y de la presa. De este modo, la imitación introducía el acto de matar. Escondida en la matanza, se encontraba la imitación. La presa era atraída y hechizada porque se sentía llamada en su lengua. En ese momento el cazador la hería. Cazador y chamán son los seres más afines. Con frecuencia hablan el mismo lenguaje secreto, que es, por otra parte, el de los animales. El chamán los evoca para que lo protejan y lo ayuden; el cazador, para acercarlos y matarlos. Ambas actividades son sagradas —y se iluminan mutuamente. Allí donde se encuentran, acontece una profunda conmistión. Éveline Lot-Falck es clara sobre esta cuestión: «No es fácil decir hasta dónde el lenguaje del cazador se confunde con el del chamán. Una parte del vocabulario [...] es probablemente común al cazador y al chamán —y puede haber sido enseñado por este último a aquel. Queda por saber hasta qué punto el chamán se reserva el monopolio de tal ciencia.» Aunque es imprescindible para que la empresa tenga éxito, el chamán no participa de la caza, ni siquiera asiste a ella. Tampoco saca ventaja alguna de ella. Su papel es el del conocimiento.
La palabra «chamán» aparece por primera vez, en ruso, en la Vida del arcipreste Avvakum, escrita entre 1672 y 1673. Pero la palabra proviene del tungús y de una zona extensa, desolada y aislada, en Siberia. El origen del término es, como mínimo, controvertido: «Algunos han querido reconducir la palabra al chino sha-men, otros al pali samana, transcripción del sánscrito sramana.» Laufer, por su parte, la derivaba del término turco kam. Éveline Lot-Falck recordaba que Paul Pelliot había encontrado la palabra en un documento yurchen de 1130 (y los yurchen eran antepasados de los tungús). Además, había descubierto que «en tungús existen otras tres series de términos que expresan el acto de chamanizar, la primera ligada a la idea de la plegaria del fuego, la segunda a la palabra y la tercera a la idea de fuerza sagrada». Términos varios para el acto de chamanizar habían sido reconocidos también por Lot-Falck en otras lenguas turcas, altaicas y mongólicas. Son numerosas las conexiones con ulteriores significados. Pero la seca conclusión de la investigación era esta: «La etimología que emerge para los términos tungús y yacutos saca a la luz la idea de movimiento, de agitación corpórea. Con buenas razones, por lo tanto, todos los observadores del chamanismo han quedado impresionados por esta actividad gestual que le da su nombre.»
Habent sua fata verba, hubiera podido decir Brichot. Nacida en una población minúscula y lejana, la palabra «chamán» se volvió el passe-partout de una suerte de esperanto religioso. Todo en el giro de pocas décadas, a partir del libro de Mircea Eliade, que es de 1951. Es evidente que el mundo no disponía ya de palabras que designaran un viaje a la vez físico y psíquico, un estado —al que se denominará «chamanizar»— en el que los confines entre lo visible y lo invisible tienden a borrarse, en el que la palabra y el sonido del tambor, el movimiento del cuerpo y las aventuras de la mente se superponen y funden. Tan fuerte debía ser la necesidad y la falta de esta palabra que su expansión ha sido irresistible y generalizada. En años recientes circulaba en California un folleto en el que se leía: «La economía chamánica es: integrar el dinero con el espíritu.» Al final, se volvió difícil señalar qué cosa no era chamánica. En cuanto a los chamanes, o han desparecido o son ya irreconocibles.
PCL