CRÓNICA: Punto final

Verónica Maza nos cuénta cómo vivió la FIL en Guadalajara, evento que reunió miles de personas para disfrutar durante nueve días conferencias impartidas por diferentes autores.

No sé si ésta haya sido la mejor del último lustro, pero sí fue la que más disfruté. Nuestras historias han coincidido. Será que nos amamos
Verónica Maza Bustamante
Guadalajara /

Robert J. Sternberg plasma su teoría de las relaciones de pareja en el libro El amor es como una historia (Paidós), en donde explica que las consideradas “realidades” son más bien percepciones de la realidad.

Son historias que cada uno de nosotros va creando sobre situaciones ocurridas, como si todos fuéramos escritores que estructuran su propia visión de los sucesos. Lo importante es contrastar, después, nuestro “cuento” con el de quienes vivieron ese acontecimiento con nosotros, para poder determinar compatibilidades o incompatibilidades.

Pienso que puedo ver la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como una historia. Una de amor. Desde hace seis años he venido en cada edición y, cuando acaba, siempre pienso: “Ésta ha sido la mejor FIL de mi vida”. Eso quiere decir que cada vez se esmeran más en organizarla o que mi historia va encontrando un número mayor de voces afines. O ambas cosas.

Hoy en que me despido de esta página, del suplemento, del incomparable equipo de Filias, de tantos amigos, de todas las personas que admiro (solo por este año, cual alcohólico anónimo optimista), logro ver estos días de finales de noviembre y principios de diciembre como una historia llena de comas y paréntesis, de puntos y seguido, puntos y aparte, puntos suspensivos. Inundada de signos de inte-rrogación y de admiración, de guiones.

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Los paréntesis son como sonrisas verticales —con todas sus interpretaciones— que me brotan al ver a George R. R. Martin con su aspecto de viejo comunista reuniendo a tantas personas en el Foro FIL para hablar sobre su saga Canción de hielo y fuego. Son descansos irónicos, gozosos, de complicidad, de gusto o maquiavélicos que aparecen al pensar en James Dashner portando una camiseta de la selección mexicana de futbol; en Fito Páez estimuladísimo al subir al escenario; en las barbas de Alejandro Carrillo, el autor de Adiós a Dylan; en la sonrisa maternal de Laura Esquivel; en las ramas del bosque de la poesía en el Área Ínternacional; en el rápido saludo de Benito y Paco Ignacio Taibo II; en la gorra de Antonio Ortuño.

Pero las sonrisas se me desprenden de los labios para irse volando como pétalos que abandonan su flor en invierno cuando pienso en todas las conferencias y presentaciones a las que no pude entrar, en el abrazo que no le di a Braulio Peralta por El clóset de cristal; la admiración que no pude profesarle a Miguel León Portilla, quien presentó La visión de los vencidos en náhuatl y chino; porque no me di tiempo de acercarme a Pablo Boullosa para decirle que yo también soy una optimista; abrazar a Mónica Lavín y hablar con ella de Elena Garro; ser testigo de la boda de Gabriela y Héctor dentro de la FIL.

Me llegan los signos de admiración al leer que Carmen Boullosa reconoce la época de misoginia terrible en la que vivimos, cuando “una escritora vale un décimo de un escritor”. Como dijo Héctor Aguilar Camín en otro contexto, “hay que mantener la dignidad” y seguir combatiendo por nuestro lugar en esta tierra, en esta Feria, superando en forma pero no en fondo a Sherezada (la primera “textoservidora”, como le llama Ana Clavel), aunque nos broten los signos de interrogación cuando vemos o nos enteramos de acciones discriminatorias.

Los puntos y aparte aparecen cuando abro las notas de mi teléfono y leo las frases que escuché en la calle, en la Expo, y tuve la necesidad de anotar: “Me asal-tó el pensamiento” (menos mal que, aunque haya sido por asalto, le llegó); “y me regresó la inocencia” (ojalá hubiera dicho la dirección en donde se la dieron, para ir a recobrar un poco); “le voy a quedar a deber una disculpa” (¡pero si, como las cajas de cartón con las que juegan los niños, excusarse no tiene precio!).

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Estamos hechos de frases y de ideas, que vamos soltando como los pies, los hombros, las caderas al bailar en las es-peradísimas fiesta de la feria. ¡Ah, esta feria de las vanidades, de los cariños, de las amistades, del trabajo intenso, absorbente y delicioso! Como dije una noche en alguna pista inundada por luces multicolor, cada quien conoce sus vicios y reco-noce los ajenos, incluyendo este extravío irrepetible por escribir y leer. Los viciosos de las letras nos reunimos en
Guadalajara una vez al año. Ya tan solo por esa posibilidad vale la pena cada minuto andado —callos aparte— en todos estos días.

Mis signos de interrogación se juntan con mis dos puntos. “¿Qué libro vas a escribir ahora?”, me preguntan en la parte de atrás del escenario tras el concierto de Arreola + Carballo y Ana Tijoux. Respon-do: “Uno que se llame ¡Camerinos! Lo que nadie se atreve a decirte sobre el backstage”. Pero como lo dije desde la primera columna, lo que pasa en la FIL se queda en la FIL y tampoco es que seamos poetas malditos en pleno siglo XXI (hasta Carlos Martínez Rentería anduvo
danzando con bastón en las noches de farra). Somos, nada más (¡y eso es tanto!), los amorosos de los libros, los que buscamos, los que abandonamos, los que salimos a cazar fantasmas, los que nos vamos llorando la hermosa FIL.

Cuando lo pienso, me quedo sin palabras por un instante. A veces, quienes escribimos agradecemos esos momentos en que ya no hay letras sino pura emoción al intentar explicar lo que hemos vivido. Es entonces cuando decidimos poner punto final a esa historia que se nos ha metido entre los huesos y, sabemos, ha llegado a su término. Tenemos la esperanza de saber que no será la última.

No queda otra opción que escribir el vocablo más agridulce del mundo: FIN.

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