Pero lo propio de la mente es no saber si existe o no existe. Sin embargo, precede a cualquier otra cosa. ‘Nada existe antes de la mente’. Y, antes aún de poder asegurarse de que en verdad existía, la mente deseó”. Así explica Roberto Calasso en Ka, su libro sobre mitología de India, el momento en el que la deidad primigenia, Prajāpati, cobra conciencia de su propia reflexividad, es decir, de su existencia, y ese primer deseo lo desdobla para dar comienzo a eso que conocemos como el mundo y su devenir. El deseo lo extrae de ser pura conciencia que se piensa a sí misma, y al situar ese ardor en algo que no es él, las aguas de su mente fluyen hacia otros parajes que desembocarán en la irrupción de lo múltiple y lo diverso. El deseo, pues, pone en marcha el origen del mundo, según esta cosmovisión particular.
En Crítica de la economía política del signo, Jean Baudrillard cuenta el caso de un corredor de 100 metros que, luego de una ardua preparación para una competencia, aminora el paso a unos metros de la meta, cediéndole la victoria a alguno de sus rivales, pues el darse cuenta de que iba a ganar la carrera le basta para saber que todo el empeño depositado en la victoria, en el fondo, tampoco representaba nada muy distinto de la derrota, o de la existencia como tal. El deseo de ganar se extingue cuando experimenta lo que implicaría satisfacerlo.
En Stalker, de Tarkovski, luego de atravesar los escalofriantes peligros que implica atravesar La Zona para poder llegar a la habitación donde se cumplen los deseos, los dos hombres que contrataron al guía deciden, por razones diversas, no formular el deseo que los condujo a arriesgar la vida con tal de poder cumplirlo. En sus reiteradas visitas a La Zona, el guía tampoco ha formulado ningún deseo, porque “así está mejor”. Al final, en un estado febril producto del agotamiento, irrumpe en un discurso delirante donde lo desgarra el vacío y el oportunismo que enfrenta cada vez que arriesga su vida para ofrecerle a la gente poder satisfacer sus deseos más recónditos, cuestión que casi por definición está condenada al fracaso. Pero no deja de intentarlo.
Sería interesante una tipología que intentara clasificar a las sociedades según sus estrategias para domesticar al deseo. Por lo elusivo del asunto, seguramente todas arrojarían inmensas contradicciones y dificultades. Un rasgo curioso de la nuestra es que parecería que hemos llegado a un punto en el que creemos que mostrar el deseo o su satisfacción equivale a desear o a satisfacerlo. El self virtual nos instala en una especie de metadeseo mimético (parafraseando a René Girard), donde ya no deseamos el deseo del otro, sino la proyección cibernética del deseo del otro. Nosotros tampoco lo veremos satisfecho, pero quizá una especificidad de nuestros tiempos sea que precisamente el goce se encuentre en la insatisfacción, en disponer la vida de tal forma que el deseo ilimitado alterne con el necesario sabotaje ilimitado (en tanto no hay mejor forma de fracasar que anhelando lo infinito, que siempre continuará eludiéndonos), para plegarnos a la exigencia de un sistema maníaco-depresivo que necesita por partes iguales tanto las subidas como las bajadas, pues ahí, y no en ninguna otra parte, se encuentra precisamente su razón de ser.