El conocido relato de la “Llorona” tiene su origen en el mundo prehispánico. Está asociada a los famosos presagios adversos que se supone sucedieron antes de la conquista española y que vaticinaban el final del imperio mexica de Tenochtitlan.
El cronista Fray Bernardino de Sahagún, uno de los primeros 12 monjes franciscanos que llegaron durante la época colonial con la intención de evangelizar a la población indígena en México, relata en su obra Historia general de las cosas de la Nueva España, que “en una noche de luna llena junto a las orillas del antiguo lago de Texcoco, a Moctezuma se le apareció la diosa Cihuacóatl, la terrible mujer serpiente, que en sus lamentos presagiaba la terrible caída del imperio mexica.
"Hijos míos, amados hijos del Anáhuac, vuestra destrucción está próxima mientras se alejaba hacia las colinas que cubría las faldas de los montes cercanos, continuaba gimiendo y sollozando: ¿Adónde irán, adónde los podré llevar para que escapen a tan funesto destino? Hijos míos, están a punto de perderse”.
Así relata el acontecimiento Juan Manuel Contreras, académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y especialista en Ciencias Religiosas. Durante el tiempo de la colonia en las calles de la Nueva España, por las noches se escuchaban los lamentos de una mujer que ahora la conocemos como "La Llorona".
Trascendió al mundo colonial y aún hoy perdura el relato de la historia de aquella mujer que se aparece y gime por sus hijos. Una mujer vestida de blanco y cabellera negra que recorre las calles durante la noche, lamentando, llorando y suplicando por la pérdida de sus hijos, relata Gilberto Pérez Rico, arqueólogo por la Escuela Nacional de Arqueología.
“La figura de la Llorona, la madre protectora que perdió a sus hijos y regresa cada vez a buscarlos, se integró como uno de los personajes más narrados entre los mexicanos, que sirvieron para asustar por la noche a chamos berrinchudos o desobedientes con la amenaza materna de ser llevador por La Llorona. La que llora por sus hijos lastimosamente, la que en versiones diferentes se contaba que ahogó a sus hijos y fue condenada a una búsqueda eterna. Una leyenda virreinal que tiene su origen en la cultura prehispánica, que lucha por permanecer”, añade.
La muerte no es fin, es la vida en otro mundo para los indígenas
En la cultura náhuatl, el culto a los muertos tenía como fin encaminar el espíritu de los difuntos hacia el espacio y tiempo de la muerte, y mantenían los lazos con los muertos a través de los ritos, llamándoles por ayuda en distintas ocasiones como la guerra o beneficiar a los cultivos.
Según Fray Diego Duran, fraile y cronista de la Nueva España, cuando los españoles llegaron a México, los indígenas ya contaban con dos celebraciones propias para los muertos, una en agosto, para los niños, y otra en septiembre para los adultos, relata Contreras.
Los tlahuicas, cultura indígena asentada en el Altiplano mexicano y particularmente en el municipio de Naucalpan, donde se tiene registro y resguardo de varios asentamientos, consideraban que el alma del muerto vive en un lugar diferente al de los vivos, pero igual al nuestro, es un mundo ideal donde no le hace falta nada. Cuando los muertos regresan de esa morada lo hacen a través de los cerros o las cañadas, no bajan del cielo o salen del infierno, vienen sólo un día a recrear su vida, a visitar a sus familias y son considerados como los cuidadores de la comunidad, según el Instituto de los Pueblos Indígenas.
Por eso, los tlahuicas acostumbraban enterrar a sus muertos en una posición fetal, como si fueran a renacer a una nueva vida, envueltos en un petate, los enterramientos se acompañan con alimentos y agua para que el difunto pueda comer y beber, durante el camino a ese nuevo lugar, menciona el arqueólogo.
Los sitios arqueológico más conocidos tienen este tipo de sepulturas, como en el Cerro del Tepalcate, ubicado en San Luis Tlatilco, en Naucalpan, donde se localizaron restos óseos de 12 individuos, entre los que destacan los de una mujer con una perforación en el cráneo, producto de una trepanación.
MMCF