El fracaso inmoral

Emprender una empresa cultural y no tener éxito en ella llega a considerarse una especie de estafa.
Editorial Milenio
México /

Hace poco apareció un artículo periodístico en un diario de prestigio donde se criticaba a los empresarios culturales que fracasaban una, dos, tres veces, y después volvían a “reinventarse”, volviendo a la carga en su intento por vivir de actividades relacionadas con la cultura, en este caso, la edición de libros. El artículo se mofaba un poco del supuesto carácter risueño y afable, característico de esas personalidades, como dando a entender que una operación de engañabobos era lo que permitía que el fenómeno se produjera. También se quejaba, esto sí con más razón, de que el paso de un proyecto a otro normalmente implicaba dejar atrás una estela de deudas que podían llegar a resultar impagables, con el consiguiente perjuicio de quienes no recibían su pago por el trabajo realizado. En suma, parecía como si hubiera casi un asunto moral en juego, como si en el hecho de tener que abandonar un proyecto por dificultades financieras, y después intentar comenzar de nuevo, fuera una especie de acto vil o una estafa, por llamarlo de alguna manera.

Me pareció un reflejo inmejorable de cómo la antropología neoliberal se ha insertado en las conciencias hasta de gente que, con toda probabilidad, en público se declara enemiga del actual sistema, y que también posiblemente se alinearía con todas las causas que teóricamente se le oponen. El problema no es por supuesto escribir un texto crítico sobre si una empresa cultural se conduce adecuadamente según los parámetros de la rentabilidad (e insisto en que sí hay una especie de lado funesto, implicado en el hecho de pagar tarde o de llegar al extremo de no pagar por un trabajo), sino dejar indicado que el llamado fracaso merece el escarnio, por no mencionar la osadía de querer volverlo a intentar cuantas veces sea posible.

Estamos ya tan acostumbrados a asociar la rectitud con el éxito (cuántas historias de éxito no hacen hincapié en el esfuerzo, la disciplina, la determinación y demás virtudes asociadas a la negación de los impulsos) que, al igual que sucede con la misoginia o el racismo inadvertidos, es muy fácil incurrir en este tipo de proclamas sobre el carácter corrupto de la falta de rentabilidad económica. Y esto último no es ninguna casualidad, pues la culpa y el autodesprecio son pilares esenciales de la psique producida por el neoliberalismo, pues si la narrativa profesa que cada hombre o mujer es absoluto dueño de su destino, y por lo tanto responsable de formar parte de los ganadores o de los perdedores, la consecuencia natural será que los tropiezos se conviertan, un poco a la usanza de la predestinación protestante, en categorías de clasificación moral inequívocas. Y es que igual que sucede en el cuento de Kafka en el que le tatúan a la gente sus pecados en la espalda, llevamos la ética neoliberal tan inscrita en nuestros cuerpos, que a menudo incluso cuando se quiere hacer justicia, no hacemos más que reproducir sus puntos más esenciales.

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