Cuentan que hay días en que el esquivo y huraño Milan Kundera (Brno, 1929) se deja ver por las calles del Distrito VI de París (el Barrio Latino) o, sobre todo, por el Jardín de Luxemburgo. En este parque público de la capital francesa, bajo tímidos rayos de sol, decenas de chicas se pasean con camisetas cortas enseñando el ombligo, como para reafirmar que el erotismo de esta época ya no reside en sus muslos, sus nalgas o sus pechos sino en “ese hoyito redondo situado en mitad del cuerpo”. Así que el escritor checo que fue pianista se fijó en esto para tener el punto de partida de su más reciente novela (La fiesta de la insignificancia, Tusquets, Barcelona, 2014) y de esta manera sumergirnos en una historia corta y ligera pero con grandes diálogos de tintes ensayísticos.
Kundera tardó catorce años en volver a este género y ahora, a sus 85 años, preocupado porque el mundo está perdiendo el sentido del humor, nos ofrece una narración cotidiana (y aparentemente insignificante) sobre un grupo de amigos que en cierta ocasión se reúnen en una fiesta para darle importancia a lo que desdeñan en el día a día. D’Artelo inventa que tiene cáncer, anuncia que celebrará su cumpleaños y que espera que lo puedan acompañar todos aquellos que lo quieren porque, tal vez, esa sea la última vez que lo vean. Mientras llega el día, se atraviesan historias alegres que se cuentan con caras fúnebres o reflexiones sobre la inutilidad de ser brillante.
Desde 2011, el autor que fue acusado de haber colaborado con el régimen comunista checo forma parte de la exclusiva Bibliothéque de La Pléiade, la exquisita colección de papel–biblia que la editorial Gallimard creó en Francia para asentar su canon de literatura universal. Es el único autor vivo de la colección. Todo un privilegio. Y tal vez sus obras hayan sido tomadas en cuenta porque, en el fondo (interpretaciones aparte), cada una ha sido escrita sin la intención de serle útil a tal o cual postura política. En El arte de la novela explicó: “desde siempre odio profunda y violentamente a aquellos que quieren encontrar en una obra de arte una actitud (política, filosófica, religiosa), en lugar de encontrar en ella una intención de conocer, de comprender, de captar este o aquel aspecto de la realidad”.
No obstante, en La fiesta de la insignificancia, en medio de una conversación más, alude a las memorias de Nikita Jruschov, ex dirigente de la Unión Soviética, quien, a su vez, cita a Stalin. Con ello el escritor nos recuerda la sátira del comunismo que hizo en La broma, su primera novela. Un día Stalin, que padece incontinencia urinaria, les cuenta una historia inverosímil a sus soldados. Pero nadie se da cuenta de que se trata de una broma: “Porque todos a su alrededor habían olvidado ya qué es una broma. Y, a mi entender, eso anunciaba ya la llegada de un nuevo gran periodo de la Historia”.
Hay también en estas páginas una crítica a la “sociedad anestesiada” en la que vivimos, a los “hombres hechos a partir de una marioneta” y al sentimiento de culpa del que, según Kundera, están hechos los perdedores. Pero todo esto, desde el humor bien fundamentado: “en su reflexión sobre lo cómico, Hegel dice que el verdadero humor es impensable sin el infinito buen humor, escúchalo bien, eso es lo que dice literalmente: infinito buen humor. No la burla, no la sátira, no el sarcasmo. Solo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella”, dice uno de los personajes.
Casi al final de la novela, un día cualquiera, en el Jardín de Luxemburgo, entre chicas que enseñan el ombligo, dos amigos reflexionan sobre la fiesta a la que asistieron, sobre la insignificancia de lo que vieron y escucharon y sobre las muchas veces que en lo nimio se encierra algo fundamental para el devenir de nuestras vidas: “la insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. La insignificancia es la clave de la sabiduría y es la clave del buen humor”.
En 1980, Milan Kundera concedió una de sus últimas entrevistas (el género periodístico que más aborrece) a su amigo Philip Roth. En aquella conversación confesó que durante la época del terror estalinista se dio cuenta del valor que tiene el humor en la interacción de los seres humanos. Entones era un muchacho de 20 años y “para identificar a alguien que no fuera estalinista, al que no hubiera que tenerle miedo —dijo— bastaba con fijarse en su sonrisa. El sentido del humor era una señal de identificación muy fiable. Desde aquella época, me aterroriza la idea de que el mundo esté perdiendo el sentido del humor”.
Quizá por eso, Kundera, que estudió literatura y cine, que escribe en francés desde La lentitud, publicada hace 20 años, y que prácticamente ya no siente apego por el país en el que nació, sigue sin hacer a un lado la densidad de la sencillez y el sarcasmo en sus libros y sin dejar de retratar la cotidianeidad de esta época tragicómica, trivial, ligera y, al mismo tiempo, relevante en la que él, aunque sea de manera discreta, sigue participando. Pero, como él mismo dijo alguna vez, “una novela no afirma nada: una novela busca y plantea interrogantes”.