El Jesucristo gringo, hecho a la medida de los estadunidenses

Nueve de cada 10 habitantes de EU creen que Dios los ama de manera personal, y tres aseguran que les habla directamente; la fe en esa deidad creada en su justa proporción sustenta su religiosidad

Segundo gran renacimiento
Templo mormon Salt Lake City
Barton Stone
Segundo gran renacimiento
Ciudad de México /

El presidente Eisenhower definía a Estados Unidos como un país religioso. No importa cuál sea esa religión, decía, lo que importa es que haya una. La profunda religiosidad de los estadunidenses mueve a aquel país y es muy distinta, y mucho más diversa e intensa, que la que ofrecen las religiones, digamos históricas, las tres grandes religiones monoteístas.

El filósofo Baruch Spinoza, que escribió su Ética antes de que se inventaran las nuevas religiones en Estados Unidos, pensaba que quien de verdad ama a Dios no espera que Dios lo ame. Una encuesta de la empresa Gallup nos dice, sin embargo, que casi nueve de cada 10 estadunidenses están convencidos de que Dios los ama, de manera íntima y personal. Por otra parte, 31 por ciento de los estadunidenses cree que Dios se comunica con ellos directamente.

Según nos dice el sabio Harold Bloom en su luminoso libro The american religion (1992, Chu Hartley Publishers, Nueva York), el Jesucristo de Estados Unidos tiene más de gringo que de Jesucristo; en ese país, Cristo no es un judío del siglo I, sino un estadunidense del siglo XIX, o del XX, cuya principal diferencia con sus paisanos es que él ya ha resucitado de entre los muertos, es un Cristo que está más allá de la crucifixión y las distintas religiones que encabeza no son propiamente postcristianas, sino postprotestantes, son religiones concebidas, diseñadas de acuerdo con el temperamento nacional, que nacieron como reacción a la religión anglicana, que era poco patriótica porque la habían impuesto los ingleses.

Las religiones en Estados Unidos nacen alrededor de principios del siglo XIX, finales del XVIII, cuando los diversos estados trataban de formar un territorio común con sus propios referentes religiosos, necesitaban creencias autóctonas; en la misma batalla estaban los filósofos, los escritores, los políticos, entre todos construían, casi siempre contra la vieja Europa, la estructura teórica de eso que ya desde entonces era the american way of life, la tierra de las oportunidades y de la libertad, y todos esos eslóganes que con desmedido autobombo se siguen repitiendo hasta hoy.

Las religiones en Estados Unidos son hijas, en su mayoría, del cristianismo europeo, pero fueron forjadas hace muy poco tiempo, ya cuando Nietzsche y Darwin habían matado a Dios, y muchas de ellas han crecido bajo la idea de que Estados Unidos es la nueva Jerusalén, es la tierra prometida que espera, de un momento a otro, la llegada de el salvador.

Harold Bloom sostiene que la religión del futuro en Estados Unidos, la que va a capitalizar toda esa enorme fuerza religiosa, es la de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, los mormones, que crecen exponencialmente desde su fundación en 1830, y además proyectan valores e ideas muy afines con el talante estadunidense, con la excepción de la poligamia, de momento soterrada pero que, según Bloom, quedará reinstaurada en cuanto los mormones tengan poder, y población, suficiente. Los mormones son herméticamente patriotas, tienen negocios muy prósperos y consideran que Dios no es esa entelequia que proponen las religiones tradicionales, sino una persona como nosotros y esto quiere decir que a la divinidad se llega por méritos, igual que en aquel país de gente esforzada se llega a director del banco, o de una cadena hotelera o incluso a presidente del país si se tienen los méritos necesarios. Los mormones más que cristianos, dice Bloom, son gnósticos, igual que los baptistas del sur, otra religión que, de acuerdo con sus predicciones, crecerá desmesuradamente en este milenio.

Decíamos al principio que Dios y Jesucristo se comunican directamente con sus creyentes en Estados Unidos, hay entre él y su rebaño una informalidad, una campechanía y un tuteo que tiene que ver también con el talante de ese país.

Si no se toma en cuenta este panorama religioso, del que aquí hago apenas un bosquejo, no se entiende del todo por qué los estadunidenses se comportan así, entre ellos y ante el mundo, y por qué sus líderes dicen lo que dicen, ¿porque son todavía el país más poderoso e influyente del planeta? Sí, pero también porque saben que su pueblo, como les ha contado su pastor desde hace 200 años, es el predilecto de Dios y de Jesucristo, un dato que conviene no olvidar en esta era de Trump.

Emerson, el filósofo que participó activamente en la invención de la manera de ser estadunidense, hizo la siguiente observación sobre el universo religioso de su país, que en su época, vivió casi completo el siglo XIX, estaba en plena formación: “Todas las visiones son metáforas, y todas las profecías son retórica”.

El Jesucristo estadunidense, el Jesús íntimo y personal que expone Harold Bloom en su ensayo, “nació en Cane Ridge, y sigue con nosotros en Nashville y Salt Lake City, en Nueva Orleans y en el este de Harlem”. Cane Ridge es un episodio histórico crucial que arroja luz sobre la pulsión religiosa que atraviesa aquel país, fue una reunión multitudinaria en Kentucky, en el bosque, al principio del siglo XIX, de la dimensión emocional del concierto de Woodstock, o quizá el de Avándaro sea un mejor parámetro, pero sin más estimulantes que el fervor religioso.

El 6 de agosto de 1801, en Cane Ridge, Kentucky, paraje vecino del pueblo de Paris, como secuela de ese movimiento llamado The second great awakening (El segundo gran despertar), 18 pastores presbiterianos, más otros tantos baptistas y metodistas, organizaron un evento religioso de espectro milenarista en el que reinaba la emoción, el entusiasmo, el arrobo y el apego a lo sobrenatural. Los milenaristas preparaban la segunda venida de Jesucristo a la nueva Jerusalén cuyo centro, ese día, estaba en esa granja de Kentucky. Antes del Segundo, en 1730, hubo un Primer gran despertar en Europa, en Alemania e Inglaterra básicamente, pero de corte más técnico, pues el objetivo era reformar el protestantismo tradicional.

Cane Ridge se llama así, “la colina del bambú”, porque el célebre pionero Daniel Boone encontró un solo tallo largo y verdoso cuando pasó por ahí bautizando el territorio. Además del bambú, en 1801 había un cementerio y una iglesia en ese sitio donde, convocados por sus líderes espirituales, comenzaron a llegar miles de personas, que recorrían muchos kilómetros en carretas, en caballos o a pie. Según los historiadores que se han ocupado del episodio, llegaron 25 mil personas, una barbaridad para ese año porque la ciudad más grande del estado no tenía, entonces, ni la mitad de esa población. La multitud que llegó a Cane Ridge, y que se instaló ahí en casuchas de campaña improvisadas o bajo el cielo estrellado, era la congregación humana más grande que había visto cualquiera de los asistentes. El historiador Paul Conkin dice de aquel evento que ha sido “la reunión religiosa más importante de la historia de Estados Unidos”.

La ceremonia duró una semana y los participantes, igual que los asistentes al concierto de Woodstock, acampaban y deambulaban sobre el lodo, experimentando ráfagas de éxtasis, hablando en lenguas extrañas, convulsionándose violentamente hasta que caían al suelo; toda aquella multitud, animada por los pastores metodistas, baptistas, presbiterianos, disolvieron las diferencias de sus credos y, por la vía órfica, se unieron en una sola religión estadunidense. Las iglesias y los discípulos de Cristo, los fugitivos americanos del calvinismo, estaban ahí para montar su propia religión, más acorde con la realidad del país que acababan de inventar.

Barton Stone, uno de los ministros presbiterianos, escribió (y está publicado en Voices of Cane Ridge, ed. Rhodes Thompson, 1954): “El calvinismo es una montaña oscura entre el cielo y la Tierra, es uno de los grandes obstáculos que enfrentan los pecadores cuando están buscando a Dios”. Y más adelante da cuenta del evento: “En una pradera, en el Condado de Logan, Kentucky, llegaron las multitudes y pasaron días y noches completos acampando (…) Muchos rodaban por el suelo, como hombres muertos en la batalla, y continuaban durante horas, aparentemente sin respirar, en un estado de inmovilidad; a veces revivían momentáneamente y mostraban signos de vida con un gruñido, o con un grito escalofriante, o con una sentida y ferviente plegaria. Después de yacer varias horas, se liberaban. La espesa nube que había cubierto sus caras, empezaba gradualmente a desaparecer y en su lugar aparecía la esperanza y la sonrisa. Estábamos todos unidos cantando alabanzas —todos unidos en la oración— todos predicando las mismas cosas, la salvación guiada por la fe y el arrepentimiento”.

Stone nos cuenta escenas dantescas de éxtasis religioso, de personas, hombres y mujeres, convulsionándose en el lodo, y de otros que bailaban frenéticamente hasta que perdían el conocimiento y caían al suelo; también estaban los que se carcajeaban, de puro júbilo nervioso, hasta la extenuación y los que corrían sin control de un lado a otro del campamento. También menciona a los que practicaban, dice púdicamente, “the barking excersise”, individuos que gritaban, ladraban y aullaban sin control, como una más de las expresiones de su exaltado espíritu. Aquel espectáculo duró una semana completa y produjo el germen de eso que Bloom llama la religión americana, y perfiló a ese Jesucristo gringo, permanente resucitado, ya sin la monserga de la crucifixión, que se comunica de manera directa y personal con cada uno de los integrantes de su vasto rebaño.

  • Jordi Soler
  • Es escritor y poeta mexicano (16 de diciembre de 1963), fue productor y locutor de radio a finales del siglo XX; Vive en la ciudad de Barcelona desde 2003. Es autor de libros como Los rojos de ultramar, Usos rudimentarios de la selva y Los hijos del volcán. Publica los lunes su columna Melancolía de la Resistencia.

LAS MÁS VISTAS