Muchas de las experiencias inolvidables de mi vida han ocurrido mientras interpreto obras de Robert Schumann. Su música es poética, directa a nivel emocional incluso en sus momentos más extraños, y sugiere una profunda vulnerabilidad: una combinación única y potente. En el escenario de un concierto, donde todo adquiere una mayor intensidad, puede resultar abrumador.
A principios de este mes, toqué su concierto para piano con la Orquesta Sinfónica de Boston. Bajé del escenario sintiéndome alterado, como me suele ocurrir después de interpretar la música de Schumann, como si hubiera visto su yo más íntimo; en el proceso, hubiera accedido al mío propio. Momentos después, en el camerino, escuché las preguntas que estoy acostumbrado a oír, pero que aún me resisto a responder: ¿Schumann ya se había vuelto loco cuando escribió esta obra? ¿Puedo oír la locura en la música?
Schumann sí padeció una grave enfermedad mental y estuvo internado en una institución durante los últimos años de su vida. Y no se puede negar que, a medida que su estado empeoraba, el carácter de su música cambiaba: se replegaba sobre sí misma y se volvía cada vez más estática, transmitiendo aún la esencia del compositor; de algún modo, más distante del oyente. Estas preguntas siempre me molestan. Reducen a esta persona hermosa, complicada y asombrosamente talentosa a una patología.
Y lo que es más peligroso, indican un estereotipo persistente y pernicioso: el artista torturado. Pensemos en la percepción popular del Beethoven furioso, el Van Gogh angustiado, el Caravaggio volátil, el Vladimir Horowitz idiosincrásico, la estrella de rock que destroza guitarras.
Se trata de un mito que ha sido útil para la promoción de artistas —la locura, como el sexo, vende—, pero profundamente perjudicial para los propios artistas.
Es un mito que convierte al artista en alguien sobrehumano y al mismo tiempo menos que plenamente humano. Él (el artista mítico es históricamente un él) hace cosas divinas; no controla sus impulsos. Sabe cómo domar leones o conjurar el infinito; no se puede esperar que sepa atarse los zapatos. Se encuentra totalmente a gusto en el mundo del arte y está completamente fuera de lugar en el mundo real.
Resulta paradójico que esta presunción de inestabilidad emocional no nos facilite, sino que nos dificulte más a los artistas ser francos sobre nuestra salud mental. Luchamos contra una idea preconcebida que nos desencarna y puede reducir nuestras oportunidades laborales. Dar un aire de indomabilidad es romántico; revelar el esfuerzo, a veces profundo, que supone hacer música y vivir la vida no es tan atractivo. Quizá Schumann lo sabía: a menudo volvía a su música después de haber sido publicada y eliminaba muchos de los detalles más extraños (y a veces más característicos y más bellos). Tal vez temía demasiado lo que estos pudieran revelar. Yo sí que lo sé.
El estigma de la psique
En 2015, cuando me rompí el brazo y tuve que cancelar varias semanas de conciertos, nadie me sugirió que no dijera la verdad sobre el motivo. Unos años más tarde, cuando sufrí ansiedad aguda y tuve que cancelar compromisos, nadie me sugirió que revelara el motivo. Un impedimento físico era un hecho desafortunado de la vida, uno psicológico estaba fuera de lugar.
No es una buena situación. Cuando sientes la necesidad de ocultarle al mundo una parte de ti, primero intentas ocultártela a ti mismo. Cuando eso resulta imposible, intentas lograr que desaparezca. Y cuando eso invariablemente falla, porque no puedes ser alguien distinto por pura voluntad, solo te queda la vergüenza. Vergüenza por algo que podrías haber manejado perfectamente si te hubieras dado la oportunidad y que, en todo caso, no es vergonzoso.
El costo psíquico del estigma en torno a la salud mental ya es bastante grave. No menos lamentable es el artístico. A pesar de los años que los músicos clásicos dedicamos a buscar una comprensión más sofisticada, una escucha más afinada y una técnica más flexible, al final, lo único que tenemos es apertura y honestidad. O, para ser más preciso, sin esa apertura y honestidad, toda la técnica, la escucha y la comprensión del mundo no sirven de mucho.
Se dice que la bailarina Martha Graham hablaba de la obligación del artista de “mantener el canal abierto”, de permanecer atentos a los instintos propios, incluso cuando no los entendemos o no nos gustan. No hay camino más seguro para cerrar ese canal que negar una parte de nosotros mismos.
Hoy en día, los vientos podrían estar cambiando. Al igual que atletas, políticos y actores han hecho públicos sus problemas de salud mental, también lo han hecho los músicos. Por sí solo, este es un bien inequívoco: es bueno para el bienestar de los músicos, bueno para la música y para el público que acude a escucharla. La vergüenza se disipa, se reabre el canal.
Por desgracia, este progreso, como muchos otros, tiene un doble filo. Si no tenemos cuidado, quizá no sea un avance en absoluto, sino más bien una nueva variación de un viejo tema. Mientras que antes se presionaba a los artistas a mostrarse invulnerables, impermeables a las presiones de una carrera profesional y a los caprichos de la vida, hoy en día, las redes sociales han creado una presión igual y opuesta: a estar disponibles.
Puertas abiertas
Las instituciones que forman y promocionan a los jóvenes músicos de la actualidad les dicen que tienen que correr el telón. Se les dice que el público tiene derecho no solo a escuchar su arte más sincero, sino también a ver todo lo que hay detrás: la preparación, la sangre, el sudor y, sobre todo, las lágrimas. Se les pide que actúen la autenticidad, lo cual es diferente y a veces se opone directamente a una interpretación auténtica: un nuevo tipo de máscara que sustituye a la anterior y una nueva amenaza para el bienestar emocional del artista.
El enorme y peculiar poder de la música procede en parte de su abstracción. Excepto por la música vocal, no incluye palabras ni imágenes. No puede decirnos qué hora es, si va a llover o si tenemos que comprar pasta de dientes. Pero su incapacidad de ser prosaica va unida a su extraordinaria capacidad para ser poética.
Como Schumann comprendió tan bien, la música tiene una capacidad única para comunicar la fragilidad que todos tenemos en común. No es necesario patologizarla o valorarla, ocultarla o exhibirla. Es algo inevitable, tanto si uno pasa la vida en el escenario, entre bastidores, entre el público o sin ir a ningún concierto. Como la propia música, esta fragilidad es complicada, difícil y nos recuerda que somos humanos.
c.2024 The New York Times Company