Finales de noviembre, principios de diciembre de 2019. India es el país invitado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y el Foro FIL se llena de sonidos nunca antes escuchados, de géneros novedosos, de danza y folclore. Es un cúmulo de sabiduría, de espiritualidad en cada gesto y en cada paso: los nombres sagrados en el hinduismo y el budismo cobran vida, cuentan historias mientras el trance se genera con los instrumentos, llevando al escucha atento por caminos meditativos.
Con esos ecos bullendo aún en el alma, llega 2020 y con él una pandemia que ha volteado de cabeza todo lo conocido. Una gran parte de la humanidad se ve obligada a encerrarse, a separarse, dejar de verse. La cuarentena nos aleja de un amplio número de acontecimientos que dábamos por hecho, como la FIL.
Pero las letras y la música no pueden detenerse. Son motor y cura. Así que esperamos, esperamos… esperamos demasiado queriendo regresar a nuestra casa literaria hasta que, un día, llega el momento de volver al asombro.
Joyas andinas de ayer, hoy y siempre
El Perú nos espera. En el Foro FIL no hay demasiada gente, no obstante, el sonido es de primera calidad, como de costumbre. Hay un puesto menos de cerveza y más control de acceso, así como un túnel de sanitización por el que todos deben pasar, como si fuera el punto de partida de un sendero místico que se abrirá apenas se pase por la ducha con olor a lavanda y romero.
La segunda noche aparece Sylvia Falcón en el escenario y comienza a cantar con su voz de soprano de coloratura, que va de lo agudo a lo grave, de lo jocoso a lo elegante, de lo tradicional a lo moderno, cambiando de tiempos, ritmos y atmósferas.
La magia comienza. Las huellas de lo que fue el Foro FIL se van distinguiendo, como rayos de color saliendo del escenario, hasta que transmuta en templo para el deleite sensorial. Los asistentes se dejan llevar por una diosa andina vestida de dorado, una diva en todo el sentido de la palabra.
La voz de Sylvia no solo es envolvente, sino circular. Como un ser sobrenatural, va generando círculos y círculos con su frecuencia sonora, uniéndose a sus músicos para crear remolinos en el ser de quien la escucha.
Una noche antes, Novalima había llevado su música electrónica fusionada con música afroperuana (o al revés), con beats en downtempo y uptempo más la potencia del cajón peruano, al meritito corazón de la negritud andina y el gozo por estar, sentir, experimentar. Una noche después, el grupo Amaranta, con la voz de Karina Benítez, se volvería otra prueba de cómo en Perú podemos ubicar el origen de ciertos trances metafísico que adaptan al cuerpo para viajar al interior del ser humano.
Los músicos de Amaranta se vuelan la barda con su mezcla de muchas cosas: un grupo de instrumentos de viento, otros andinos tradicionales, los modernos (guitarra, bajo, batería) y el sonido irrepetible de David Romero, un violinista con gran capacidad para divertirse, fusionar y concentrarse en lo que hace.
Hay, en sus canciones, un asunto interesante conocido como la tunantada, un baile que se remonta a la época inca, cuando los pueblos rebeldes se veían forzados a desplazarse, emigrar a otras zonas de la sierra o la selva. Ese corte o cambio de una cosa a otra, de un sentimiento a otro, todo tan lleno de melancolía, pero con un enorme sentido de dignidad, jocosidad y alegría de un pasado aún presente, se sienten en Amaranta, banda única que tocó dos horas sin bajar el nivel, rodeada de un par de bailarines que representaban al Chuto, a María Pichana, quizá incluso a la Wanka y al Chapetón.
Que venga la chicha
En el libro Sabor peruano. Travesías musicales, coordinado por Lucho Pacora y Enrique Blanc para la Editorial Universidad de Guadalajara, el primero —popular periodista musical de aquella tierra— explica: “Según la evidencia arqueológica, en el Perú se hace música por lo menos desde hace cinco mil años” y sus sonidos pueden representar un viaje iniciático mediante “una particular confluencia de ingredientes autóctonos y foráneos, de espíritus incendiarios, voces hipnóticas, místicos ruidismos y visiones psicotrópicas”.
La cumbia peruana ha sido usada por grupos de rock, de música electrónica y experimental en Perú. Es el género más importante hoy en día en el país.
Efraín Rozas explica en su artículo “La revolución invisible de la chicha” que en los años setenta, millones de campesinos llegaron a las ciudades sin ofertas de trabajo mientras los discursos de izquierda idealizaban al mundo inca para hacerlo encajar en los modelos marxistas, opuestos a la economía yanqui, y las élites de derecha soñaban con una modernidad estadunidense, rememorando el indigenismo que floreció a inicios del siglo XX.
Así, en medio de una importante pobreza experimentada a finales de los años ochenta, con la presencia de grupos terroristas como el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru y Sendero Luminoso, los migrantes andinos se apropiaron de la música para contar todo lo que estaban sintiendo, viendo, pensando, oído. Lo que estaban viviendo.
La música chicha o cumbia peruana se volvió el soundtrack de las calles. También de las casas: “música andina transformada, mezclada con ritmos latinos sensuales y guitarras eléctricas” comienzan a surgir, con un objetivo también comercial. Su nombre, ahora mítico, se lo deben a la cumbia “La Chichera”, de los Demonios del Mantaro.
Por su parte, la cumbia amazónica o psicodélica surge en Lima, siendo Los Mirlos la agrupación impulsora a nivel internacional, con músicos originarios de Moyobamba. Tanto ellos como otras dos agrupaciones, Los Wembler’s y Chicha Libre, grabaron el tema “Sonido amazónico”, que se convertiría en la melodía más emblemática del género.
Por eso, quizá, fueron Los Mirlos quienes lograron llenar el foro con su ritmo y simpatía, su acercamiento con la gente, esa capacidad de lograr hermandad, de generar olvido a punta de un ritual selvático, profundo, explosivo. Uchapa, el grupo que canta en quechua y les seguiría en orden de aparición, demostraría por qué es que ellos “no roquean el ande, sino andinizan el rock”, moviendo energías en contraste.
Hay naciones cuya música revela un estatus social histórico o un folclore reservado. En el caso de los sonidos del Perú queda claro que son una fiesta de espuma y color, un reptil que se mueve de manera intuitiva, una fiesta de barrio permanente. Pueden generar una suerte de geometría musical sagrada que entra por los pies, reverbera en el corazón y estalla en el cerebro, haciendo que quien la baila logre convocar a la no dualidad del ser como en los ancestrales rituales del Inti Raymi entre los incas, cuando el dios Sol renacía para dar inicio a un nuevo ciclo anual, “el tiempo circular inca”, que se sintió en el Foro FIL más allá de pandemias, de separaciones. Si India fue el amanecer de la consciencia, Perú es el despertar de la Kundalini, la energía creativa, el fuego serpiente, la expansión total.
Construyamos con esta base una nueva historia. Tenemos ya el principio y el final. El ying y el yang. Tenemos la música. Las letras. La vida misma.
ÁSS