Este libro es del tamaño y del color de un corazón. Si atendemos a su ritmo interior, nos daremos cuenta de que late, a veces apaciblemente, a veces con más velocidad, llegando en breves momentos a la taquicardia.
Pronóstico reservado tiene este corazón rotulado en el portal que lo resguarda, pero que es también la entrada a los tesoros interiores: afectos, pensamientos, recuerdos, emociones. Y es justo el título, porque todo corazón tiene un pronóstico reservado ya que nadie sabe cuál es el derrotero del deseo ni cuál será la vida que le espera, pero en él encontramos también un guiño de pudor y en este guiño advertimos a la escritora que se pregunta por el porvenir de su poesía en el mundo de la literatura, un campo hasta ahora inexplorado por ella.
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Sabemos que el corazón es un símbolo del amor y de todos los sentimientos en el imaginario de Occidente. Lo que no tenemos muy presente es que las culturas tradicionales localizan en él la inteligencia y la intuición. Y es este equilibrio de funciones: emoción, inteligencia e intuición, lo que encontramos en las páginas de este libro.
La primera de sus tres secciones, la más amplia, está conformada por textos breves. Algunos son aforismos, otros son máximas, otros son poemas breves, que condensan en unas cuantas líneas una experiencia más amplia. En esas líneas hay imágenes y metáforas y por eso es lenguaje poético, y es a través de este lenguaje connotativo que nos revela su verdad.
El primer poema de título “Pronóstico reservado”, que da nombre al libro, y también a esta primera parte, la más amplia, dice:
Pronóstico reservado
La piel de
mis sentimientos
es tan
frágil
como el pétalo más
delicado
de la
flora.
Con sencillez y transparencia nos dice que los sentimientos tienen piel. La piel cubre, igual que lo hace la portada del libro, pero puede ser herida, sobre todo cuando es frágil. Sabemos también que un poema es un objeto visual tipográfico y que la manera en que las palabras se distribuyen en la página, la forma en que los versos se cortan, tiene un significado. Aquí el poema, que es todo él un único enunciado, se presenta en versos muy breves, el más largo de cuatro palabras, los más cortos de una sola palabra, es el caso de los versos: frágil; delicado; flora.
Eso ya nos introduce en un ambiente, nos regala el código sensible con que habremos de transitar por estas páginas. Se anuncian aquí una fragilidad y una delicadeza que se sostendrán como rasgos permanentes de la voz poética pero que, ya veremos más adelante, no están reñidos con una fortaleza de espíritu y una sabiduría que le permitirá a la poeta resignificar el dolor e, incluso, la muerte.
En los siguientes poemas Diana Bracho nos cuenta una historia de amor y desamor. Los textos se dirigen a otro, ese tú al que habla la voz que, nos atrevemos, es de Diana. Y digo “nos atrevemos” porque estos poemas son notas que dejan ver una relación de intimidad. Me sentí, al leerlas, como niña curiosa que abre la correspondencia de su hermana y se entera de lo que le escribe al novio. Y es que estas notas lo son porque de-notan diferentes matices de afectividad entre los amantes. Entre ellos, algunas veces, se abre un océano de distancia que en su parquedad se adivina inmenso; en algunas se asoma el humor, la gracia de la antiheroína que, ante la ausencia del amado, se enoja con el celular; a veces el tiempo pasado juntos vuela de tal forma, es de tal naturaleza fugaz, que alcanza la eternidad; todo el tiempo está presente esa amenaza de rompimiento que angustia a los amantes, tratado con el ingenio del juego en los significados del lenguaje que varias veces utiliza la paradoja, como cuando dice que un hilo, de tan fino, no puede romperse, o cuando afirma que en “nuestra oscuridad/ me pides que vea/ claro”.
En estas breves viñetas, la poeta nos deja ver que las relaciones amorosas son complejas, muchas veces dolorosas, siempre fugaces. Nos dice que es bello el desorden de la pasión, que ésta, como el juego, se apaga irremediablemente, aunque después vuelva a encenderse. Nos confiesa que el sinsabor a veces se cultiva porque duele menos que el dolor del olvido. En sus poemas nos reflejamos todas y todos: los que hemos abandonado y a los que nos han abandonado; esas, a las que la soledad nos asusta, pero también las engañadas y las que engañamos; las que confunden el amor con la posesión; las que quieren atrapar el agua entre los dedos y la palabra, la única palabra necesaria, en el silencio. En esos trazos vemos huellas de tormentas interiores, de dilemas que llevan a una mala decisión.
Se cuela en estos versos, entre estos versos, una sensación de pérdida inminente, el sabor de la ausencia y el vacío que se conjura al escribir, cuando anota, por ejemplo:
Son tenues
como los
eclipses
los lazos que
nos unen
y claroscuros
como las tardes
de invierno
nuestros deseos.
Naturalmente.
Y cuando afirma:
Te amé tanto
que me llené
de tu vacío.
Entre estos poemas de amor y desamor encontramos una voz que se dirige al propio yo. Por ejemplo, aparece la consciencia del propio cuerpo y del paso del tiempo a través de él:
Pienso en mi cuerpo
de pronto marchito.
Quisiera ser una hoja
que sólo cae.
Reconocemos con Diana ese pudor del verdadero encuentro sexual cuando hay amor y nos vemos retratadas en ese “llegaste tarde o/ yo muy pronto”, en esa ingobernabilidad del destino y de la circunstancia. Y encontramos un compromiso con el presente que rescata a la doliente:
Para poder ser yo
debo destruir
a la que soy
desde hace siglos.
Descubrimos que hay, entre estos poemas al amado, una voz filosófica que nos habla a todos y que, aunque aparentemente se desprende de la experiencia amorosa, viene de más lejos y llega a otros registros, como en este aforismo muy afortunado:
El hoyo
no sabe que
es ausencia
y que su
plenitud es,
justamente,
su vacío.
La segunda separata o parte, o cámara o recámara, o aurículo o ventrículo, lleva por nombre general “El llanto de mis tardes”, y aunque todas y todos sabemos que las tardes lloran, sobre todo en la Ciudad de México, en estos poemas lo volvemos a experimentar. Se trata de textos líquidos, que caen largamente y que bien podrían ser todos ellos un solo poema de despedida. En ellos, el cuerpo propio es desterrado del paraíso y queda girando:
planeta solitario
en la galaxia
giro sin sentido
alrededor del
sol equivocado
(…)
Mi única certidumbre
es la noche eterna
que me envuelve
(…)
Viene ahora esa tercera y última sección de la disección; la coda “Desierto amor”. Ya desde el título la autora juega con las dos acepciones de la palabra desierto, la que hace las veces de adjetivo y califica al amor, y la que alude al espacio físico que representa al desamor: el desierto.
Pero lejos está la poeta de presentarnos un desierto árido. Aunque el dolor permanece, hay una reconciliación con el mundo y sus contradicciones. Es la parte más serena del libro; el corazón se ha sintonizado con las pautas secretas de la naturaleza. De pronto todo coincide y todo tiene sentido. Muy cercana al espíritu de Oriente, la poeta encuentra alivio en la vacuidad de la nada que será, también, la propia muerte. Todos somos la planta rodadora que se desprende de su raíz y avanza con el viento, y a la que se le conoce como “diáspora”. Es la parte, para mí, más bella de este poemario. Cercanos en espíritu y en formato al haikú, los versos se estacionan en el presente eterno. Desde esta perspectiva el amor ha perdido su violencia y el sufrimiento ha desaparecido.
Dos gotas de rocío
se posan humildes
en una flor del desierto.
Tú y yo
sencillamente.
Y el poema final es el resultado de un arduo, largo y silencioso trabajo de compasión, comprensión y generosidad.
El pájaro migrante
descansa
en el árbol sedentario.
Dame tu vuelo
y yo te daré mi sombra.
Te conocí personalmente, Diana, en Puerto Vallarta, hace 12 años, cuando Hugo Gutiérrez Vega te invitó a leer tu poesía en el festival Letras en la mar. De alguna manera él, que fue tu amigo y mi maestro, está presente en esta comunión de afinidades. Sé que está muy orgulloso de escucharte. Felicidades por atreverte a compartir lo que es tuyo desde hace mucho tiempo: tu poesía.
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*Título de la Redacción
ÁSS