La vida transcurre sin ensayos
La casa crujía; el vaivén del piso
era una barca sobre el oleaje de las calles.
Mónica Lavín
Tiembla. ¿Está temblando?, pregunto. Por única respuesta, el hombre mira fijamente la lámpara blanca que se balancea, colgada del techo, arriba de la cama. Sí, está temblando. No sabemos si vestirnos y bajar corriendo hacia el pequeño parque de enfrente o esperar a que los pisos de arriba nos arropen, asxiándonos.
Nos levantamos y nos dirigimos hacia la estancia, sosteniéndonos de las paredes para no perder el equilibrio. Caminar en medio de un terremoto sin irse de lado no es sencillo.
La sirena sísmica sigue aullando, aunque apenas se escucha. Ambos tenemos experiencia en conservar la calma (él, por su profesión; yo, por mi estoicismo), así que decidimos no darle demasiada importancia. Observarlo todo desde la ventana: las personas angustiadas lloran, se abrazan, recordando los sismos que han destruido a esta ciudad ya varias veces, y no logran mantenerse tranquilas. Si no fuera porque mi hija salió del país hace apenas dos días, yo también estaría francamente preocupada.
Mientras nos llegan desde afuera algunos gritos agudos y desesperados, nosotros pensamos que los terremotos, así como la vida, deben tomarse con serenidad.
¿Nosotros? Ya somos personajes. Tiembla... y nos convertimos en ficción. En una ficción consciente de que para la vida no hay ensayos. Ni segundas oportunidades. A él no lo bautizaré, es innecesario. Yo me llamo Irene. Como Marcel se llamó Marcel a sí mismo. No se trata de recuperar el tiempo perdido —de eso se han encargado mejores escritores—, sino de suplicarle a la memoria, y a la imaginación creadora, que me regale tramas y escenas. Se trata de rescatar la mayor cantidad de recuerdos posibles, antes de que este viejo edificio de la colonia Roma nos caiga encima.
Las estructuras crujen con rudeza, en un sonido que nos traspasa. La pared de la sala tiene una cuarteadura y el techo del comedor, una fisura. ¿Ya las tenían?, le pregunto. ¿Ya estaba tan inclinado?, sigo cuestionando, cuando es evidente que el nivel del suelo tiende hacia uno de los lados. Él niega con la cabeza y, enseguida, acepta. Se acerca y me abraza. Seguimos casi desnudos. Sin ponernos de acuerdo, al menos con palabras, nos dirigimos hacia la cama. ¿Cuánto tiempo tendremos antes de ser aplastados?
En cuanto me cubro con la sábana, me llega la casi certeza de que no he salido corriendo porque sigo sintiéndome responsable. Llevo un año cargando con esta culpa que en el día a día se queda escondida pero que, cada cierto tiempo, regresa con la fuerza de un tsunami. Para ahogarme, para atenazarme.
Hay omisiones que matan poco a poco. Si permanezco aquí, es posible que la muerte me encuentre a buena hora y pueda, entonces, dejar de sentirme responsable. La novela que comencé a escribir, en una suerte de expiación (confesión, tal vez), no verá la luz. Ya no quiero sufrir por esta culpa que apenas me permite respirar. ¿Pesará más un edificio sobre mi cuerpo... o una muerte sobre mi conciencia?
Memoria
El tiempo toma todo; es tan ávido que solo podemos
avalar nuestra existencia por medio de recuerdos.
Me pregunto cuáles de los míos han sido reales.
Adriana Abdó
Me sirvo un vaso con un hielo grande y redondo —una única piedra de agua sólida, casi transparente—, y mucho whisky escocés. El alcohol ayuda a relajarme y activa mis remembranzas. Les habla de tú, las convoca, juega con ellas, columpiándolas. A veces, también las engaña. Después del primer trago, probablemente el que más disfruto, busco explicaciones: La memoria es la “imagen o conjunto de imágenes o situaciones pasadas que quedan en la mente”. “Es una facultad que permite retener hechos del pasado”. También la definen como “la capacidad para almacenar, codificar y recuperar la información guardada”. En realidad, las definiciones le quitan la magia y el alma al acto de recordar. Siempre pensamos que los seres humanos somos más allá de la materia que nos describe y de los impulsos eléctricos que nos conforman.
En alemán se dice Erinnerung, término que se traduce como rememoración. Una palabra muy bella, literaria. Cualquier escritor la utilizaría, feliz. Pero, y eso no queremos o sabemos reconocerlo, en realidad la memoria nos engaña y la ciencia lo explica. Sí: existen los recuerdos falsos. El cerebro rellena los vacíos de nuestra memoria con otros recuerdos, con conjeturas personales y con creencias preestablecidas, según explica un neuropsicólogo argentino. Con todo esto obtiene un resultado que satisface, más o menos, nuestras expectativas. Así, la memoria es bastante subjetiva. Recordar con precisión, como le juramos a la persona con la que estamos discutiendo, es una quimera. ¡Cuántas parejas evitarían discusiones estériles si supieran esto!
Nuestra memoria, en realidad, recupera cada recuerdo cada vez que se lo pedimos, como si armara un rompecabezas. Y con el paso del tiempo, debe hacerlo sin todas las piezas necesarias pues algunas se pierden para siempre, a través de los años. O llegan pedazos que nunca estuvieron antes, que se suman al evento original como si hubieran pertenecido a él. ¿Qué fregados estoy haciendo en este recuerdo de 1998, si yo fui generada en el 83?, se quejaría alguna pieza.
Esto me demuestra que cada vez que contradigo a mi esposo al “comprobar” que él está equivocado y yo no, pues juro (así lo creo) que mis recuerdos son los verdaderos, estoy cometiendo una equivocación. Las imágenes que me (nos) llegan no necesariamente son de lo sucedido. Y la voluntad no tiene nada que ver. Entramos, aquí, al terreno de conexiones sinápticas, proteínas estabilizadoras y demás términos científicos.
Mi marido también es novelista y le encanta no solo contar por escrito: su capacidad verbal es impresionante. Narra anécdotas de una manera tan sabrosa, que hipnotiza a sus escuchas. Varias veces, en reuniones con amigos, platica pasajes de alguno de nuestros viajes recientes y, al escucharlo, pienso que tergiversa lo que realmente sucedió para hacerlo más interesante y atractivo. Pero cuando, ya en el automóvil rumbo a nuestra casa, le pregunto por qué inventó esto o lo otro, jura que él así lo recuerda. Ahora me queda claro de qué manera funciona (¿o desfunciona?) la memoria.
Los recuerdos, según encontré en alguna página en internet, se almacenan en forma temporal en el hipocampo y después se envían a la corteza prefrontal del cerebro. Cada información que nos llega se convierte en un estímulo eléctrico y químico. La esencia de la memoria es vulnerable a muchas interferencias; no es un fiel reflejo de lo que vivimos. Todos, hasta los seres humanos más cuadrados y grises, se vuelven creativos (sin que lo sepan) cuando de su memoria se trata. Yo, que siempre confié en mi cerebro, ahora me entero de que me engaña cada vez que quiere o que no logra recuperar lo que intento evocar en un momento preciso. En cambio, la terrible cadena de errores y omisiones que cometí y quisiera olvidar, está tan metida en mis neuronas, que ya forma parte de ellas. ¿Por qué es tan difícil olvidar esa llamada que nunca hice y que me llena de culpa y, en cambio, recordar momentos placenteros se me dificulta?
La escritora de quien me robé el epígrafe de este capítulo también afirma, en una certera frase, que no hay “nada más falaz que la autobiografía: sin embargo, caminamos por la vereda que con ella trazamos”. Por eso (y no me podrán reclamar) debo aclarar que lo que leen ahora se acerca más a la ficción que a un pasado cierto. Todavía más si lo que se evoca se hace pidiendo que el cerebro ponga a funcionar el mecanismo de la memoria en el breve espacio que transcurre entre el comienzo y el final de un terremoto. Es definitivo, en cualquier circunstancia podemos ser traicionados por nuestro cerebro. Abrir la memoria llega a producir, de hecho, un terremoto interno. Una fisura por la que surge nuestro yo más auténtico.
En la casa familiar de Echegaray, en el Estado de México, que jugó el rol de mi paraíso durante veintidós años, nos sentábamos frente a juegos de mesa los fines de semana. Mis favoritos eran Ma- ratón y Memoria. ¿Recuerdan este último? Las piezas, con ilustraciones de algo (dos muñecas, dos maracas, por ejemplo), se ponían sobre la mesa con los dibujos hacia abajo. Los jugadores iban dándole vuelta a las cartas, de dos en dos. Tenían que recordar dónde habían visto cada cosa, hasta hacer pares. Quien más pares conseguía, ganaba.
La vida no se trata de hacer pares, pero sí tal vez de acumular recuerdos. De ser posible, un mayor porcentaje de buenos momentos, tardes geniales de conversaciones y vino, caminatas en un pueblo nevado sintiendo el viento frío en las manos, travesuras en pareja, discutir sobre nuestros personajes (los de mi esposo y los míos) o sobre la verosimilitud de alguna escena. Aunque hay que dejar espacio para las evocaciones de pasajes tristes o de frustraciones a las que nos lleva la impotencia: ¿Por qué carajos no contesté sus llamadas? ¿Por qué no corrí a verlo?
También se trata de acoplarnos a un presente que constantemente llega y se va, llega y se va, en cuestión de nanosegundos. En dejar que nuestro cerebro (con un empujoncito de todo el sistema nervioso) capte los momentos esenciales de lo que sucede día a día, aquello que nos conmueve y nos estremece, para que los almacene en forma de circuitos complejos. Ahí quedarán hasta que necesitemos convocarlos a veces sin siquiera darnos cuenta, en alguna ensoñación irruptora, o a propósito: por ejemplo, cuando siento un terremoto y sigo abrazada por este hombre y sus sábanas. O cuando me estoy sirviendo un segundo whisky y dejo que el alcohol me guíe.
Antes
No me arrepiento de nada, pensó ella. He sido feliz.
No lo sabía, pero siempre abrevé de la alegría.
Fui amada. Soy amada todavía, lo sé,
a pesar de la distancia, a pesar de la separación.
Irène Némirovsky
Desde el fondo de la caja, en blanco y negro, ambos le sonríen a Irene De Alva, su primogénita. Son jóvenes y lucen felices mientras posan para la fotografía. Ella porta un vestido blanco y un velo de gasa, con aplicación de encaje, que seguramente hace un rato todavía cubría su rostro. Era el día de su boda. Él presume sus ojos luminosos y un bigote que usaba con las ganas de disimular su labio superior, tan grueso. Para que Iri naciera, harían falta trece meses, así que solo existía en los puros deseos de una pareja de recién casados que planeaba su vida con la inocencia que regala tener veinte años.
Recortes de prensa: la primera exposición de su madre, el premio que le dieron a su padre. Los apuntes de la mamá cuando estudió para educadora y después hizo una especialidad en problemas de aprendizaje. El retrato del papá en su enorme oficina del edificio de Rectoría de la UNAM. Cartas. Recados. Dibujos. Calificaciones.
Credenciales diversas. Varios negativos guardados, de esos que dejaron de ser útiles cuando las cámaras digitales se apropiaron del mercado. Cuántas cosas que ya no existen... como afirman que no existen las historias de las familias felices, pues no tienen nada que contar. Por eso, precisamente por eso, Irene debe contar esta historia, que en realidad son muchas. Girones de remembranzas. Y para hacerlo, solo tiene unos minutos. Pocos. Debe darse prisa porque los terremotos, y sus consecuencias, no tienen palabra de honor, así que dejemos que ella hable nuevamente:
Estoy naciendo. Sí, en este momento. En un hospital de la zona de Virreyes, en la Ciudad de México, muy lejos de donde vio la luz Irène Némirovsky por primera vez, sesenta y dos años antes que yo. Mi nombre también será Irene, pero sin acento.
Mi abuela materna, Leopoldina, una mujer que poseía igual dosis de dulzura que de fortaleza, eligió mi nombre obsesionada por el poder de las novelas de esa otra Irène.
Dicen que cuando mi madre comenzó con dolores de parto, mi padre, contador público, y por lo tanto, un hombre preciso, se sentó ante la mesa del comedor, frente a unas hojas que había diseñado previamente, para construir una gráfica: intensidad del dolor y minutos entre cada contracción.
Mientras él anotaba los datos con un lápiz y una pluma roja, cronómetro en mano, mamá daba vueltas alrededor de la mesa. De esa manera, a pesar de ser primerizos, supieron el momento exacto en que debían salir rumbo al hospital en su Volkswagen azul.
¿Soy yo esa bebé que apenas nace? Mi memoria falla. A veces. O no tanto. Como si ella, la Irene que está naciendo, no fuera la misma que hoy soy. Resulta extraño... no sé de qué manera explicarlo. Cuando veo mis retratos me siento ajena. Es una “otra” que tal vez algún día fui yo.
Hace frío. Mucho. Añoro el abrazo líquido y tibio que me acogía. Ese océano que era todo mío y que será el hilo conductor de mi vida (aunque todavía no lo sepa)... hasta que la culpa tome su lugar. Tengo miedo. Oigo ruidos que no reconozco. No escucho más la voz de mi madre; desde que me supo en su cuerpo, me cantaba a diario. Y me contaba, con precisión, lo que estaba haciendo. Podría decir que conversábamos. Ya me voy a levantar, es tardísimo. Por favor, acomódate en otro lado, tengo dolor de espalda. Hoy voy a preparar tortitas de carne en salsa verde. ¿Serás niña o niño? Ojalá lo supiera para elegir el color de las paredes de tu recámara. Si eres niño, te llamarás como yo y como mi padre, me susurraba una voz masculina cuando regresaba del trabajo y acercaba su cabeza al regazo de mamá.
Tengo miedo. La luz me lastima y me hace falta la calidez del agua; el movimiento de sus leves olas. Como seguramente antes de antes también extrañaba Irène la tranquilidad que suponía estar en el vientre de su madre. Y el delicioso calor que la protegía. El lugar en el que vio la vida por primera vez, un 11 de febrero de 1903, es demasiado frío: Kiev. El terrible invierno ucraniano.
Antes existía mi abuela Ángela, que nació en México en 1913 con el peso de ser una hija natural. Bastarda. Esa mancha jamás se borraría. A aquel enamoradizo Lucien, un joven francés, judío, le prohibieron casarse con una “india” mexicana. Su orgulloso y elitista padre joyero, socio de Hauser & Zivy, lo obligó a regresar a su patria. Así que mi abuelita vivió sin un papá que la protegiera y con una madre que la miraba con recelo. Que, incluso, cuando tuvo la oportunidad de una nueva vida, terminó por no desear verla.
Pobre mujer, pequeña, delgada, endeble. Un rostro borrado como una vieja fotografía amarillenta, diluido en lágrimas.
Antes de antes el mundo era distinto, a veces peor que el de ahora. Irène Némirovsky tuvo la mala fortuna de que una de esas veces, tal vez la más cruel de las veces, la ceguera, el odio y el horror de los seres humanos decidieran su destino: morir de tifo en un lugar llamado Auschwitz, a las 3:20 de la tarde, el 19 de agosto de 1942.
Lo último que salió de su prodigiosa pluma fue una breve nota con la que se despidió de su amado querido y de sus dos pequeñas adoradas. Después: el vacío. Ni una palabra más, pronunciada o escrita. ¿Qué será lo último que yo escriba? ¿Estas letras?
PCL