'Maximilien Heller': asignar a cada crimen un culpable

Adelanto

Ofrecemos un fragmento del prólogo de Élmer Mandoza a la novela publicada por Los libros de Caronte, una de las novedades que se pueden encontrar en la FIL.

Maximilien Heller mantiene que mantiene semejanzas asombrosas con Sherlock Holmes. (Especial)
Élmer Mendoza
Guadalajara /

Publicada por primera vez en 1871, Maximilien Heller es una novela sorprendente y sin duda uno de los pilares más sólidos del género negro, que por esos años se encontraba en gestación. Es obra de Henry Cauvain, que nació en París en 1847 y terminó sus días en Lausana, Suiza, en 1899. Además de la presente novela, publicó algunas otras que no alcanzaron la fama de la que el lector tiene ahora en sus manos, y que sin duda lo dejará con la certeza de que la novela negra nació para quedarse a través de auténticas obras maestras. Entre esas obras se encuentra esta ópera prima francesa publicada dieciséis años antes que Estudio en Escarlata, el primer relato de Arthur Conan Doyle, cuyo protagonista es nada más ni nada menos que el admirado Sherlock Holmes, que mantiene semejanzas asombrosas con el investigador de esta historia.

Una noche de enero el médico narrador, por petición de un amigo común, visita a Maximilien Heller en un alto edificio que termina en dos buhardillas. Una la habita Heller, que sufre agudos dolores en el cuerpo como si padeciera fibromialgia y no tiene ánimos de nada. Es un hombre vencido. También dice ser un filósofo que detesta las costumbres de la sociedad contemporánea, lo que lo ha impelido a escribir cientos de páginas donde propone un nuevo orden de cosas sobre todo en asunto de leyes, ya que él es abogado; incluso recién egresado de la universidad ejerció en algunos casos, uno de ellos famoso en que salvó a un bandido de largos años de prisión. Pero se hastió y ahora vive aislado, con un gato gordo y ante una chimenea encendida que no termina por quitarle el frío, esperando el final de su vida infeliz, a pesar de que tiene poco más de treinta años. Para él, París no es una fiesta.

El médico se interesa por él y le hace varias visitas. Una de esas noches en que el personaje —que es alto, delgado, rico, bien parecido, manos de pianista, excelente bailarín, culto y aficionado al café y al opio— está con fiebre, recostado en su sillón y completamente vencido, llaman a la puerta con autoridad. Es el comisario Bienassis, con varios de sus hombres y un detenido, un campesino que llegó a París en busca de dinero para tener una vida mejor que en su pueblo natal, y que vive en la otra buhardilla y está acusado de envenenar con arsénico a su patrón, el señor Bréhat-Lenoir, un millonario banquero retirado que sin embargo jugaba en la bolsa, y con el que tenía solo ocho días laborando. El comisario invita a los dos hombres a presenciar la revisión de la buhardilla de Louis Guérin, el presunto asesino, que se desvanece durante el proceso. No encuentran nada que lo incrimine y aun así Bienassis le hace ver que puede ser llevado a la temible guillotina. Maximilien Heller, que ha observado todo, abandona la habitación seguido del médico narrador, a quien confiesa que hará lo posible por salvar al infeliz condenado.

En los siguientes capítulos el enfermo se recupera un poco y traza un atrevido plan que, con el doctor como único testigo, lleva a cabo. Durante este proceso se revela como un investigador acucioso, descubre a su amigo que “la justicia va de lo desconocido a lo conocido” y que él, por el contrario, irá de lo conocido a lo desconocido. No le importa el móvil ni el victimario, buscará “los hechos”, y con eso tiene suficiente para realizar una indagación donde demuestra que es paciente y metódico, posee capacidad deductiva y conocimientos jurídicos y científicos, es temerario y muy hábil en el arte del disfraz. El antagonista posee las mismas cualidades, y sólo un pequeño detalle que descubrirá el lector lo llevará a una situación inesperada. Los espacios en que ambos conviven son reducidos, lo que genera una intensa atmósfera de tensión que los atrapará completamente. Los lugares en que la historia se desarrolla van de París a Bretaña, y luego a una hermosa campiña donde la vida diaria es un regalo. El contraste entre ambos personajes es perfecto, de tal manera que la emoción crece conforme se avanza en la lectura.

Henry Cauvain consiguió una obra maestra. Maximilien Heller es un enigma en sí mismo y eso es algo conveniente en la creación de una novela policiaca, donde nunca sabemos todo sobre el detective. Pero solo es el primer enigma que nos plantea; el segundo viene en seguida: el forense no encuentra arsénico en el cadáver de la víctima envenenada aunque un análisis alterno, realizado por el doctor Wickson, demuestra lo contrario, que en efecto murió a consecuencia del veneno que supuestamente le administró Guérin. Esta doble visión conduce de inmediato al tercer acertijo: el testamento del ex banquero ha desaparecido y el heredero será su hermano bretón, el rústico Bréhat-Kerguen, en lugar de su sobrino, el señor Castille. A partir de este momento Heller alimenta una teoría que lo conduce a un sospechoso, que a partir de ciertos hechos intenta descubrir si es culpable. Con precisión matemática el autor lleva a su personaje de un momento a otro, de un lugar a otro, periplo en que el suspense es el elemento sobresaliente. Un asunto notable es que cada región que aparece es identificada no sólo por el paisaje sino por el lenguaje local; se menciona que muchos de los personajes manejan unas cuantas palabras en francés y se comunican en su lengua vernácula. Este aspecto es una de las características esenciales de la narrativa policiaca contemporánea, con una clara tendencia a definir regiones lingüísticas, además de la jerga del hampa que es absolutamente particular.

Maximilien Heller es una novela que llega al corazón. Si el lector cuenta cinco o más décadas de vida, vendrán a su memoria las increíbles noches en blanco en que una buena novela nos quitaba el sueño. Si es joven, no le costará reconocer que la novela de investigación nació adulta y que la lucha entre el bien y el mal, aderezada con una alta dosis de obstinación, generó los elementos emotivos y perturbadores suficientes para convertir esta novela en una obra de arte que, además de sacudir conciencias, señala maneras en que la justicia podría ser mejor aplicada. La narrativa policiaca cuenta los delitos que distinguen a una sociedad y a una época, la solidez y la manipulación de las leyes ante los hechos y el poco temor que los delincuentes tienen por las formas de castigo. En la actualidad este aspecto se ha convertido en una auténtica pesadilla. Ya me contarán lo que les parece el papel de la guillotina como instrumento de coerción para portarse bien.

ÁSS​

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