Autores de 'Drácula, el origen'
Drace StokerEs el sobrino bisnieto de Bram Stoker, encargado del Bram Stoker Estate y coautor de 'Drácula, el no muerto'.
J. D. BarkerAutor de suspenso, que incorpora elementos de horror, crimen, misterio, ciencia ficción y lo sobrenatural en sus obras. Sus novelas se han traducido a diecinueve idiomas y se han vendido los derechos de cine y televisión.
CUADERNO DE NOTAS DE BRAM STOKER
¿Por dónde empezar? Hay tanto que contar y un tiempo tan escaso y valioso para contarlo... pero yo sé cuándo cambió todo. Llegado el final de una semana en concreto, yo habría sanado, nuestra querida Nana Ellen se habría ido y una familia estaría muerta. Comenzó de un modo bastante inocente, escuchando un poco a hurtadillas. No éramos más que unos niños — yo tenía casi siete años; Matilda, ocho— y, sin embargo, aquella temporada otoñal jamás caería en el olvido. Y empezó con tan sólo dos palabras.
Octubre de 1854
—Enterrado vivo — volvió a decir Matilda en voz baja—. Eso es lo que dijo. De verdad que la oí.
Aunque ella era un año mayor que yo, pasaba en compañía de mi hermana Matilda muchas horas de mis días, en particular cuando me quedaba confinado en mi cuarto, igual que lo estaba ese día. Nos encontrábamos de pie ante mi ventana y Matilda señalaba hacia el puerto.
—Ma dijo que el hombre estaba enfermo y que, cuando suplicó ayuda, los hombres que respondieron cavaron sin más un agujero en la tierra y lo empujaron dentro. ¿Qué tipo de persona hay que ser para hacer eso? Sinceramente, ¿cómo pudieron participar los demás?
—Ma no ha dicho semejante cosa — objeté.
Seguí con la mirada la dirección de su dedo e intenté ver a través
de la niebla que ascendía del agua.
—Sí lo hizo. Si le preguntas por ello, estoy segura de que negará haberlo dicho, pero se lo contó a Pa cuando él regresó de trabajar no hace más de veinte minutos. Corrí a explicártelo enseguida.
Intenté no sonreír, porque sabía que Matilda sólo me había contado aquel cuento con la intención de levantarme el ánimo, pero aun así se me curvaron las comisuras de los labios, y me pegó en el hombro.
—Y ahora te estás riendo de mí. — Frunció el ceño y le dio la espalda a la ventana.
—¿Dónde dijiste que pasó?
No respondió, tenía la mirada fija en la pared de enfrente.
—Matilda, ¿dónde sucedió eso?
Con un profundo suspiro, volvió a mirar por la ventana.
—En el cementerio de la iglesia de San Juan Bautista. Dijo que lo enterraron entre las tumbas de los suicidas.
—¿Tumbas de los suicidas?
Matilda puso cara de frustración.
—Ya te había hablado de ellas; están escondidas en el extremo este del cementerio, justo detrás del muro, siempre a la sombra. Ahí entierran a cualquiera que se quite la vida, además de a los ladrones, criminales y gente así. Hay algunas lápidas o criptas; tierra sin más, sobre todo, que cubre cientos de tumbas deprimentes.
Tampoco es suelo consagrado, así que los enterrados nunca encontrarán la paz. Pasarán la eternidad condenados.
—¿Por qué enterrar ahí a un hombre enfermo, entonces?
—¿Quieres decir por qué enterraron vivo ahí a ese hombre enfermo en particular?
—Si lo enterraron vivo, a ese hombre lo asesinaron, en realidad —le dije—. Tendría tanto derecho a un entierro, como cualquier otro, en suelo bendecido.
—No se puede ocultar un cadáver entre las tumbas comunes, pero entiérralo entre los suicidas y jamás lo encontrarán.
Me asaltó un acceso de tos y giré la cabeza hasta que se disipó, antes de decir:
—Si Ma tuviera conocimiento de esto, se lo contaría a las autoridades. Haría bien las cosas.
—Quizá las autoridades ya lo sepan y simplemente les dé igual. Un enfermo menos que se pasee por las calles quizá no sea motivo de preocupación.
—¿Qué dijo Pa de todo esto? —le pregunté.
Matilda cruzó el pequeño cuarto hasta mi cama y se sentó en la esquina jugueteando con el dedo entre sus rizos largos y rubios.
—Al principio guardó silencio, pensando en la historia. Después: "Las cosas están aún peor en Dublín", antes de volver con el periódico, y no le dedicó ni una palabra más.
—No creo nada de esto; otra vez me estás contando cuentos —le señalé con una sonrisa que me curvaba los labios secos.
—¡Es cierto!
—¿Qué es cierto?
Ambos nos dimos la vuelta al tiempo para encontrarnos a Nana Ellen en la puerta, con la charola del almuerzo en las manos. Entró a la habitación con diestra elegancia y, más que caminar, se deslizó sobre el suelo con pasos silenciosos y firmes y dejó la charola en mi mesita de noche.
La mirada de Matilda se encontró con la mía y me pidió en silencio que no dijese una palabra sobre nuestra charla, aunque tampoco es que yo tuviera la intención de hacerlo.
—Nada, Nana.
Los ojos de Nana Ellen se entornaron al mirarme primero a mí, después a Matilda y otra vez a mí antes de regresar a la charola y servir una taza de té caliente.
—Esa charla entre ustedes dos es horrenda. ¿Hombres enterrados vivos en tumbas sin identificar? En serio. No es un tema para adultos, y desde luego que no es apropiado para alguien como ustedes. ¿Y cómo es que no estás tú en la cama? Menuda pulmonía vas a pescar si te quedas frente a esa ventana. ¿Y después qué? Supongo que tendremos que cavar un pequeño hoyo entre las tumbas de los suicidas y meterte con los demás enfermos. —Guiñó un ojo a Matilda—. ¿Cabría la posibilidad de que hallaras un hueco en tu ajetreado día de chismes para mostrarme dónde encontrar ese lugar y tal vez hacerme de una pala?
Volví corriendo a la cama y me metí bajo las sábanas.
—No lo harías —le dije.
Nana Ellen trató de mantener la cara seria.
—Lo haría sin la menor duda. Ya le tengo echado el ojo a tu cuarto; el mío se está quedando un poco pequeño con el bebé ahí metido. —Tomó la campanita de mi mesita de noche y la hizo sonar—. Se acabará entonces todo esto, ¿no es cierto? Para mí suena como si fuera la absoluta felicidad.
Intenté arrebatarle la campanita de entre los dedos, pero resultó ser demasiado rápida para mí; mi mano extendida no encontró más que aire.
—Sabes que no me gusta usarla; insiste en que lo haga.
—Entonces ¿tú tampoco me crees? —Matilda frunció el ceño. Nana Ellen puso los brazos en jarras y suspiró.
—No creo ni por un instante que la buena gente de Irlanda se quedara mirando mientras alguien empujaba a un hombre vivo a una tumba abierta para caer allí en el olvido. Creo que te está ganando la imaginación. Estoy segura de que escuchaste algo, pero no eso. Quizá emplearías mejor el tiempo en la cocina ayudando a tu madre con la cena en vez de andar a hurtadillas por las esquinas para captar conversaciones que no van dirigidas a tus tiernos oídos.
—Pues mira, sí dijo eso exactamente —insistió Matilda con un
mohín.
Nana Ellen suspiró y se sentó en el borde de la cama, a mi lado, y extendió aquellos dedos suyos largos y finos hacia mi frente. Retrocedí ante el tacto de su piel, fría como el hielo.
—Vuelves a tener fiebre, jovencito. —Vertió agua de la jarra de su charola en la jofaina junto a mi cama y humedeció un paño, lo escurrió y me lo puso sobre la cabeza—. Recuéstate — me indicó.
Seguí sus instrucciones y le dije:
—Grises.
—¿Qué?
—Tus ojos... hoy los tienes grises. —Y así los tenía, de un gris oscuro que me recordaba a las densas nubes de tormenta que habían cubierto el cielo del puerto apenas dos días atrás—. Ayer los tenías de color avellana. Y antes de ayer eran azules. ¿De qué color los tendrás mañana?
La mirada de aquellos ojos descendió sobre mí y se recogió los rizos rubios detrás de la oreja. La mayor parte de los días llevaba el pelo recogido, pero ese día lo llevaba suelto y le llegaba justo por debajo de los hombros.
Con frecuencia he reflexionado acerca de la belleza de Ellen Crone. No tenía semejantes pensamientos a mis casi siete años, pero, de adulto, no puedo negar su atractivo. Su piel resplandecía, inmaculada como una capa de nieve recién caída, sin una sola marca ni arruga, ni siquiera alrededor de los ojos o la boca. Cuando sonreía, la blancura de sus dientes te dejaba estupefacto. Solíamos hacer bromas respecto a su edad y ella las hacía con todos nosotros. Se incorporó a nuestra casa en octubre de 1847, tan sólo unas semanas antes de mi nacimiento, justo después de que la señora Coghlan se fuera debido a unos problemas de salud, con la explicación de que la artritis de sus manos hacía que le resultara insoportable la tarea de cuidar a un niño. La señora Coghlan había vivido con la familia el nacimiento de Thornley y de Matilda, y se esperaba que se quedara en torno a un año más, lo suficiente para que Ma encontrara una sustituta. Su pronta despedida se produjo en unos momentos difíciles; Pa se pasaba la mayor parte del tiempo en el castillo a causa del comienzo de la hambruna y Ma no estaba en condiciones de entrevistar a ninguna sustituta, a unas semanas de mi nacimiento. Ellen apareció como por arte de la divina providencia: tan sólo gracias al boca en boca se había enterado de un posible empleo y se había presentado ante nuestra puerta con poco más que una pequeña maleta. Dijo tener quince años en aquel entonces y ser una huérfana que había pasado los últimos cinco en una casa cuidando a los hijos de sus mantenedores —un niño y una niña de cinco y seis años— y que había perdido a toda la familia a manos del cólera el mes anterior. La madre de la casa había sido partera y Ellen contó que la había ayudado en docenas de partos; estaba dispuesta a ofrecer sus servicios a cambio de alojamiento y un pequeño estipendio durante un breve periodo, al menos hasta después de mi nacimiento, mientras Ma se recuperaba. Pa y Ma no disponían de ninguna alternativa y le dieron a Ellen la bienvenida a nuestra casa, donde se convirtió de inmediato en imprescindible.
Mi nacimiento en noviembre de 1847 fue complicado. Fue un parto de nalgas, con el cordón umbilical alrededor del cuello, a manos del primo de mi padre, un destacado médico de Dublín que me tomó por un mortinato, ya que no emitía el menor sonido. El tío Edward Alexander Stoker afirmó no encontrar latido ninguno bajo mi piel azulada. Sin embargo, Ellen insistió en que estaba vivo, me arrebató de sus brazos y se puso a respirar por mí, con sus labios sobre los míos durante cerca de tres minutos, hasta que por fin tosí y me incorporé al mundo de los vivos. Pa y Ma estaban asombrados, y el tío Edward declaró que se trataba de un auténtico milagro. Más adelante, Ma me contó que estaba segura de que yo estaba muerto en su vientre, porque rara vez daba patadas; como madre de dos hijos, no le faltaba experiencia y estaba convencida. Por ese motivo no había permitido que Pa se decidiera por un nombre. Cuando respiré y demostré que estaba vivo, aceptó el nombre de Abraham, tocayo de mi padre, y me tomó en sus brazos por
primera vez.
Años después, Ma me contó que Ellen se quedó con un aspecto demacrado y extenuado aquella noche, como si ella también hubiera dado a luz y le hubiera exigido hasta el último gramo de sus fuerzas. En cuanto estuve arropado y a salvo junto a Ma, Ellen se retiró a su cuarto y no volvió a salir de él durante casi dos días para gran consternación de Pa, que pasó las horas ante su puerta tratando de convencerla para que lo hiciera, ya que necesitaba ayuda tanto con los niños como con Ma. No se vio a Nana Ellen durante aquellas dos jornadas y, por fin, apareció al tercer día sin un solo comentario con respecto al episodio y se reincorporó sin más a sus tareas en la casa. Pa la habría despedido de haber contado con una sustituta, pero no había ninguna.
En aquellos tres primeros días, mi estado no había hecho sino empeorar, y Pa temía que no sobreviviera otra noche más. Respiraba en bocanadas cortas y me atragantaba con los fluidos. Aún estaba por llorar y mis ojos no respondían a los estímulos a mi alrededor. No aceptaba el pecho. No comía nada en absoluto. Ellen trasladó mi cuna a su dormitorio, permaneció a mi lado siempre que estaba despierto y prohibió que los demás me vieran: insistía en que necesitaba descanso. El resto de la familia la complació a regañadientes, y en mi quinto día, hacia las dos de la madrugada, mis berridos surgieron por toda la casa por vez primera, un llanto lo bastante sonoro como para despertar a Thornley y a Matilda, que se sumaron también con el suyo propio. Pa ayudó a Ma a llegar ante el umbral de Ellen y, cuando esta abrió la puerta con mi pequeña silueta envuelta entre los brazos, todo el mundo supo que el peligro había pasado y que viviría. Ma dijo que Ellen parecía mucho más mayor de la edad que tenía en aquel instante, un aspecto peor aún que el que mostró después de mi nacimiento, el peor que habían visto en ella. Tras dejarme en brazos de Ma, Ellen Crone continuó bajando la escalera y salió por la puerta principal en plena noche. No regresó en dos días enteros.
Cuando volvió, era de nuevo la Ellen juvenil de mejillas sonrojadas, ojos de un azul radiante y una espléndida sonrisa en los labios. Pa no la reprendió por irse, ya que mi situación había empeorado mientras ella estaba fuera, y de algún modo sabía que Ellen me podía ayudar igual que lo había hecho en aquellas dos ocasiones anteriores. Volvió a llevar mi cuna al cuarto de la niñera, y allí la dejó cuando Ellen apestilló la puerta con nosotros dos dentro. Saldría después con mi salud creciente y la suya menguante, una rutina que se repetiría docenas de veces en aquellos primeros años: me cuidaba hasta que recuperaba la salud, acto seguido desaparecía durante unos días y regresaba saludable para volver a hacerse cargo. Jamás se reveló cuanto acaecía tras su puerta cerrada, y Pa y Ma no le preguntaban, pero los ojos de Ellen hablaban por sí solos: eran del azul más intenso cuando su salud se mostraba bien robusta; de un gris pálido poco antes de irse
Fragmento del libro 'Drácula. El origen', de los autores Dacre Stoker y J.D. Barker (Planeta), © 2019.Traducción: Julio Hermoso
Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
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