Los fulgores poéticos de Manel Pujol Baladas en el Museo José Luis Cuevas

Arte

El siguiente texto es un paseo por la magna exposición Reflexiones, que en cuatro series colma los espacios del museo que tiene a La Giganta como guardiana.

El pintor español Manel Pujol Baladas. (Facebook)
José Ángel Leyva
Ciudad de México /

La estación del metro cerrada, el Zócalo invadido por impacientes festejantes, las luces de neón con motivos patrios, vallas, nutrida presencia militar y la pirámide de madera como escenografía de la caída de Tenochtitlan hace cinco siglos. Es 9 de septiembre y todo sabe a noche del 15, noche del grito de Independencia. A unas cuadras, en la calle Academia, en el Museo José Luis Cuevas, se inaugura una magna exposición de un artista español, a quien gustar precisar, catalán, mediterráneo: Manel Pujol Baladas. Trabajó y vivió bajo la égida de Dalí y Gala durante once años, formó parte de sus colaboradores más cercanos y gozó del magisterio de Picasso y Miró. El inmueble luce digno, señorial y sí, aquí hay una gran exposición pictórica: Reflexiones, de un artista de gran calado, que se articula en cuatro series: “Paisajes estelares”, “Cosmonautas”, “Turner” y “El oro del Rhin”, que abarcan todos los espacios del Cuevas. La Giganta es testigo.

Con la serie Paisajes estelares comenzaron aparecer cuadros que pretendían de algún modo tomar distancia de un estado de ánimo sombrío en la paleta del pintor catalán, avecindado en México desde hace más de 20 años. Paisajes estelares sugería los acantilados catalanes y las oscuras aguas y cielos de los sueños, donde no podría decirse que habita el desánimo o el pesimismo, pero sí la ausencia y lo nocturno, el espacio frío y distante de la humanidad. No obstante, allí brilla y luce sus galas la belleza, exhibe una elegancia indiferente, existencia sin perturbaciones emotivas. El espectador se ve atraído por esa soledad color pizarra, salpicada de tonalidades discretas y puntos ígneos y sanguíneos, claros de luna y reflejos vítreos. Entre esas luminiscencias nocturnas y marinas, submarinas y oníricas, brotaban cuadros de una serie anterior y presente: Cosmonautas, en la que hay un ejercicio pictórico distinto; cambian los materiales y los soportes, el empleo de la pintura al servicio de una intención expresiva distinta. El soporte de cartulina o de madera donde el artista ensambla telas estrujadas y empapadas en sustancias que cristalizan su gestualidad, el dramatismo a veces grave y muy a menudo leve, volátil, alegre, colorido, diurno. A ambas series las caracteriza el equilibrio y la libertad cromática, el juego perfectamente diseñado por su autor, que no se deja llevar por la euforia o la exaltación de la forma y el color. El pulso y la mesura ejercen un poder determinante. Podría decirse que Manuel Pujol agota su discurso cuando advierte que la efervescencia fija su punto más elevado, cuando el instante, como los fuegos de artificio, estalla en las alturas y deja su impronta; ignoramos su caída.

Paisajes estelares antecede a esta otra larga serie en la que continúa empleando el cartón corrugado como soporte y la técnica mixta es el modo de expresión más fiel al espíritu de búsqueda del artista. Desaparecen los lienzos y los trapos de Cosmonautas para fijarse en las texturas industriales del cartón, al cual manipula, corta, rasga, entinta según las necesidades mismas de la obra en curso.

Los diálogos de Manel con Turner comenzaron justo cuando se pensaba que la pandemia iba a remitir y permitiría de nuevo el encuentro colectivo, pero en realidad, y a pesar de las vacunas, las mutaciones virales impiden que el mundo abra sus fronteras y sus calles, sin el temor de ser víctima de una nueva ola de mortandad.

Esta búsqueda de motivos pictóricos con Turner no es nueva en Pujol Baladas y no parte de la orfandad sino de la necesidad de interlocución con los artistas elegidos, sean músicos, poetas o artistas visuales. Por su paleta han desfilado homenajes y recreaciones de obras y creadores: Beethoven, Pettersson, Vivaldi, Chávez, Revueltas, Moncayo, Mahler, Cash, Debussy, Dvorak y hasta los Beatles. En la exposición, el artista exhibe la serie El oro del Rhin, en su versión plástica de El anillo de los Nibelungos, de Richard Wagner. Pero en efecto, los diálogos con los maestros de la pintura son menos frecuentes en su obra, quizá porque viene del seno de colosos como Picasso, Miró o Dalí. No son extrañas las paráfrasis de grandes obras realizadas con semejante genio en la historia de las artes plásticas, pero sí lo es el dedicar no un cuadro sino toda una serie dialógica con la obra de otro artista.

A Turner y a Manel los identifica el ser originarios y habitantes de puertos, de tierras vinculadas a la navegación, la pesca, el comercio y, sin duda, el arte. La compleja personalidad de Turner y el contexto en el que logra imponer su técnica y su estética dieron lugar a una mitología en torno a su biografía, pero Manel no establece comunicación desde ese ángulo, hace abstracción de su situación personal e histórica, abre una puerta de acceso desde su lectura de la obra, desde la observación de su energía plástica. Los paisajes turnerianos tienden a disolverse en la fuerza expresiva del pincel, a mostrar sus cualidades físicas más que biológicas, lo orgánico más que lo técnico. Las potencias de la naturaleza resaltan con toda su violencia en la catatonia del sueño o la locura, o con su poder de quietud y calma, con su desmesura.

Los recursos materiales y técnicos del catalán son lejanos a los lienzos de Turner, sin embargo, sobre el soporte de cartón corrugado logra otorgarles un carácter fabril y portuario, agreste, una expresividad que permite reconocer sin esfuerzos la invocación y evocación del pintor inglés en las atmósferas del artista mediterráneo. Hay pues, entre ambos artistas, una cromaticidad anímica que nos revela el paisaje interior, la mirada propia de una realidad externa donde el hombre existe solo por el reconocimiento de la belleza; donde ésta tampoco es reconocida si no es en la subjetividad.


Pujol Baladas ha puesto énfasis en dos cualidades turnerianas: la luz y la niebla. La luz que cae, la que se refleja, la que emerge desde un fondo, la que se revela y vela, la luz que juega con el vapor y las transparencias, las veladuras y el misterio. En esta serie titulada Turner podemos sentir el juego de la luz y el color que transforma la hurañez del paisaje en atmósferas cálidas y orgánicas. Una vez más los tonos sanguíneos del mediterráneo fungen como manchas ígneas y coágulos de vida en medio de la desolación y ausencia humanas. El espacio romántico, terrenal, que envuelve la pintura de Turner, deviene en Pujol: cósmico, entrañable, hondo y decorativo a la vez, cualidad que el artista suele romper e incluso desnudar en la crudeza del cartón, de su vulgar tersura.

Con su técnica mixta, Pujol conjura los vientos y el ojo lumínico de su interlocutor, abre espacios que semejan terrenos escabrosos y superficies ásperas para suavizarlas con unturas de acrílicos, esmaltes, óleos que prepara y aplica como si fueran acuarelas, como también lo hizo Turner con el óleo. Los desgarrones de cartón aparecen como capas y trazos que elevan o profundizan las texturas y dan perspectivas de la luz y de sombras, no solo en lo terrenal, también en lo aéreo y lo exorbitante, lo espiritual, incluso. La pintura de Manel borra todo vestigio figurativo —presente en Turner—, el color y la luz dan, en sus abstracciones, lugar a ese mismo impulso del artista londinense, que se aproximó de manera clara al abstractismo y al impresionismo. El resplandor turneriano es en Pujol luminiscencia desprovista de tormentas y tremendismos épicos, es, sí, fulgor poético que transmite paz y afecciones anímicas donde la luz protagoniza y llama.

La niebla es el otro elemento central en el discurso de Pujol y en su conexión pictórica con Turner. La niebla, como sustancia y no solo como utilería cromática, se mueve a lo largo de la serie con voluntad de fuego, porque no ahoga sino aviva, enciende sus propias circunstancias. Niebla y nubes vienen a sustituir lienzos y trapos que Manel suele incorporar en sus obras para otorgarle más volumen a las texturas y literalmente salirse del cuadro. En esta serie, donde cielo, mar y tierra dialogan entre sí, el artista emprende el desafío de transformar la materia en vaho, en paños, velos, nubosidades, manchas glaciales, húmedos amaneceres, rocíos nocturnos o albas ascendentes. Se traslucen los misterios del tiempo y el color, la mirada que busca y se interroga al interior del otro, de sí mismo.

Pujol Baladas, al encontrarse con Turner, toma distancia para contemplar la obra y ver lo que podría descubrir de sí mismo en esa dimensión ajena. Se deja llevar por esa luz y esas brumas que iluminan su lenguaje. En la contemplación del otro se abre un camino al diálogo. Lo que comienza en la otra orilla viene a dar continuidad a lo propio en la otredad profunda. La visión de Turner pierde gravedad en la paleta de Manel, no hay desolación ni muerte, no hay espacio para la enfermedad y el pesimismo, no sentimos la furia del planeta, la pequeñez humana, es un canto a la vida en medio del reconocimiento de la ausencia y la particularidad del individuo. Manel dialoga con Turner desde esa misma perspectiva donde la naturaleza nos muestra sus esencias. Como ya lo dijera el inglés: pintan lo que ven, no lo que saben o piensan.

ÁSS

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