El día que la gente salió a celebrar el Nobel de José Saramago

FIL Guadalajara

¿Puede estallar un país de emoción cuando uno de los suyos gana el Premio Nobel de Literatura? En el otoño de 1998 Portugal demostró que sí.

El Cuaderno del año del Nobel será presentado el 26 de noviembre en la FIL Guadalajara.
Víctor Núñez Jaime
Ciudad de México /

Cuando al mediodía del 8 de octubre de 1998 la radio y la televisión dieron la noticia, los portugueses comenzaron a celebrar su “triunfo colectivo”. José Saramago había ganado el primer Nobel para la lengua portuguesa (hasta ahora el único) y algo así no podía tomarse a la ligera. Aunque el galardonado llevara un lustro sin vivir en el país (como señal de protesta por la prohibición de uno de sus libros), la gente estaba dispuesta a festejar.

Tal vez porque así enmendarían cierta indiferencia hacia el desaire que su anterior gobierno había tenido con el autor, tal vez porque para ellos, que se consideraban “tan poco visibles en el concierto de las naciones”, constituía un honor que el mundo entero se fijara en su país, sobre todo gracias a un hombre con unos orígenes similares a los de muchos de ellos: hijo de campesinos analfabetos de una aldea perdida en la punta de Europa, que en su adolescencia abandonó la escuela por falta de dinero, que pudo comprar libros hasta los 18 años (con dinero prestado) y que, a pesar de todo eso, pudo alcanzar la cima de la literatura.

“La alegría en Portugal fue tan fuerte que es como si, de la noche a la mañana, de una hora para otra, hubiéramos crecido tres centímetros. Aquí todo el mundo se ha sentido más alto, más fuerte, más lúcido, con más esperanza, por el simple hecho de que un escritor portugués ha recibido el Premio Nobel”, comentó Saramago sobre el acogida de la noticia en su país. Lo que ocurrió antes, durante y después de aquel día de gloria fue registrado por él mismo en el sexto de sus “cuadernos”, sus particulares diarios en los que dialogaba consigo mismo y con su tiempo.

 Habían publicado cinco de ellos y se pensó que no había más, pero en febrero de 2018, cuando el poeta y ensayista Fernando Gómez Aguilera estaba preparando un volumen con las conferencias y discursos de José Saramago, se topó con el sexto. Revisó con detenimiento los archivos y luego las computadoras que usó el autor. En una de ellas había una carpeta llamada “Cuadernos” y, al abrirla, encontró un documento titulado Cuaderno 6. “¿Seis? ¿Cómo es posible si solo hay cinco volúmenes?”, se preguntó y al comenzar a leer se dio cuenta de que, en efecto, estaba ante un sexto libro.

“Era febrero de 2018 cuando el texto abandonó el limbo del disco duro y se hizo una preciosa promesa en el mundo de los libros. Ahora ya es una realidad […]. Y no, no llega tarde; el cuaderno aparece en el momento en que más se le necesita. Veinte años después, es el momento adecuado para ciertas reflexiones y confidencias”, señala Pilar del Río, la viuda del escritor fallecido en 2010, en el prólogo de El cuaderno del año del Nobel (Alfaguara) publicado, por fin, hace unas semanas.

 El Nobel y la sucesión de viajes, conferencias, eventos, artículos y entrevistas con la que llegó acompañado, fueron posponiendo la conclusión y edición de ese cuaderno que quedó arrumbado en un cajón digital. Además de apuntes personales, reflexiones e ideas sobre su postura cultural y ética, en las páginas de este último diario queda atrapada la euforia de sus compatriotas, quienes no solo se le acercaban para felicitarlo, también para agradecerle el Premio. Porque era como si todos lo hubiesen ganado sintieran en él a quien iría a Estocolmo para recogerlo a nombre de todos.

Un día antes de dar a conocer la noticia, la Academia le pidió al profesor portugués Amadeu Batel, exiliado en Suecia, que les ayudara a localizar al hombre flaco, moreno y de gafas gruesas que había sido elegido ese año. Entonces Batel llamó a Lanzarote (Islas Canarias), lugar de residencia de Saramago desde 1993. 

Pilar del Río atendió el teléfono, logró esquivar los rodeos de su interlocutor y, con su astucia periodística, le sacó el verdadero motivo de la llamada. No obstante, tuvo que jurar que no diría nada, ni siquiera a su marido. “Fue horrible, pasé una noche de ansiedad, desconcierto, miedos y silencio. Tenía la noticia más importante en las manos y no podía compartirla con nadie”, recuerda la viuda. Saramago se había ido a la Feria del Libro de Frankfurt para participar en una mesa redonda titulada “Qué significa ser escritor comunista hoy”.

A la una de la tarde del jueves 8 de octubre, mientras la Academia anunciaba el nombre del galardonado, José Saramago estaba a punto de subirse al avión que lo llevaría a Madrid. En la sala de embarque, una aeromoza lo llamó y él acudió al mostrador al instante. “Hay una persona que quiere hablar con usted por teléfono.

 Es que usted ha ganado el Premio Nobel”, le dijo. Él se puso el auricular en el oído y escuchó la voz de una empleada de turismo y comercio exterior de Portugal que le hablaba desde el recinto ferial de Frankfurt y lo primero que hizo fue confirmarle la buena nueva. Luego Zeferino Coelho, su editor, le espetó: “está todo el mundo esperándote aquí, tienes que volver. Hay cientos de periodistas que quieren verte”. El nuevo Nobel le hizo caso y salió del aeropuerto completamente solo por un largo pasillo. Veinte minutos después, llegó un coche para recogerlo.

En la Feria se improvisó una conferencia de prensa y después Saramago pasó un rato atendiendo llamadas telefónicas de todo el mundo. “La primera noche como Nobel durmió tres horas. No se sabe si soñó”, apunta el periodista brasileño Ricardo Viel, autor de “Un país levantado en alegría”, la crónica sobre aquel acontecimiento que acompaña a El cuaderno del año del Nobel.

Después de otro encuentro con periodistas en Madrid, el escritor de Memorial del convento se fue a Lanzarote (donde ya se acumulaban cientos de mensajes de felicitación) y luego a Lisboa, en donde fue recibido como una estrella de rock y durante varios días fue agasajado como nunca antes. 

Además de recibir flores, condecoraciones nacionales y municipales y aplausos y abrazos multitudinarios, Saramago escuchó un discurso que quizá sea el que mejor captó la esencia de lo que ocurrió en torno a él. Lo pronunció el ensayista Eduardo Prado Coelho en Oporto: “Es posible, como se ha visto esta semana, que un país se levante en alegría porque alguien ha recibido un premio de literatura”, dijo en sesión solemne. “Es posible que un escritor invente una energía nueva para la palabra ‘levantar’. Y es posible que durante algunos días la literatura haya subido a la calle. Pero Saramago nos dio la explicación: hay momentos en que todo parece posible; éste es uno de ellos”.

Pero entre celebración y celebración había que hacer el discurso de aceptación del Premio. No fue fácil cumplir con esa responsabilidad, sobre la que caerían los reflectores en la capital sueca, en medio de aquel ambiente festivo que llegó a aturdirlo.

 El resultado, sin embargo, fue entrañable: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”, empezaba. Y después de contar la historia de su abuelo, recorrió sus libros a través de sus personajes protagonistas.

 “No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos han tenido”, terminaba. Todas las actividades de los días de diciembre de 1998 en Estocolmo (elegantes, protocolarios, fríos y nevados) estuvieron marcados por su compromiso con la literatura y la defensa de los derechos humanos. Y de fiesta en el sur de Europa. 

“De hoy en adelante habrá un mito Saramago, como existe en torno a Fernando Pessoa que, como todos los mitos, no tiene tanto que ver con el valor de las respectivas obras como con el vacío que llenan en nuestro imaginario nacional en busca del reconocimiento universal”, apuntó entonces el ensayista luso Eduardo Lourenço.


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