Federico Campbell es —quizá contra su voluntad— un escritor fronterizo, pero acaso no hemos dimensionado aún la profundidad de su frontera narrativa. Campbell fue siempre un escritor en el borde, un habitante del umbral.
Fue, sin quererlo, un narrador monotrema, un verdadero ajolote prosístico. En la mejor tradición de un Sergio Pitol, un Enrique Vila-Matas o un Alejandro Rossi, fue capaz de crear no pocos textos híbridos renuentes a cualquier intento de clasificación, pero fue también pez en las aguas del mejor periodismo narrativo. Aunque a la hora de recitar el santoral de los cronistas su nombre no salte tan rápidamente como el de un Vicente Leñero o un Ricardo Garibay, Campbell tiene un asiento a perpetuidad en el pandemonio de los reporteros-literatos. [...].
Hasta sus últimas semanas de vida fue puntual con su columna periodística en donde se mantuvo agudo e incisivo en su cuestionamiento permanente al poderoso, si bien sus artículos fueron un caleidoscopio de temas. Podía lanzar una crítica frontal al presidente, comentar un descubrimiento de la neurociencia o compartir la emoción producida por la enésima relectura de El llano en llamas. El último texto de su vida, escrito cuando estaba ya al borde de la agonía, fue dedicado a sus vecinos, José Emilio Pacheco y Juan Gelman, quienes por unas semanas se le adelantaron en el camino. [...].
Fatalista hormonal, Campbell solía anticipar tormentas y tinieblas. Cuando escribía sobre temas de actualidad o se involucraba en debates, su visión de las cosas era la de un Schopenhauer o un Cioran. En él no cabían optimismos polí ticamente correctos. Nunca escribió algún libro de aparador basado en alguna investigación periodística de relumbrón, pero jamás dejó de poner el dedo en la llaga como columnista. Leo artículos editoriales de hace dos décadas y me sorprendo por su vigencia. Aunque escribiera sobre temas del momento, su manera de abordarlos desde su mirada de literato los vacuna contra la fecha de caducidad. Basta releer los textos La invención del poder, Máscara negra y La era de la criminalidad para darse cuenta que Federico logró mantener un equilibrio casi permanente patinando sobre esa tenue y a menudo engañosa frontera entre periodismo y literatura.
Existe sin embargo otra frontera más profunda, enigmática y oscura de la que Campbell fue pertinaz explorador. Es la frontera de la memoria; la de los monstruos que brotan del sueño de la razón; la frontera de la cordura.
Aunque por su condición de reportero sería fácil ubicarlo como un observador de la realidad y un buscador de verdades ocultas, lo cierto es que a Federico Campbell le dio por bucear en las profundidades del subconsciente. Quizá el centro neurálgico de su narrativa, el espacio donde arde la flama de sus obsesiones más íntimas yazca en algunos párrafos de Padre y memoria, en el genial y disperso Post scriptum triste o en ese breve ritual de constelación familiar que es La clave Morse. En ese sentido el yacimiento de donde brota la inspiración de Campbell no tiene tanto que ver con maestros de la crónica periodística como Rodolfo Walsh, Truman Capote o Tom Wolfe. Su yacimiento lo emparenta más bien con un obseso de las trampas de la memoria como Marcel Proust. Al igual que Fernando Jordán, viajó para explorar el corazón de sus propias tinieblas. Al igual que Cesare Pavese o Virginia Woolf, intuyó siempre a su costado la abismal sombra de la depresión o la locura. Campbell fue un devoto lector de los neurocientíficos Oliver Sacks, Antonio Damasio y Ranulfo Romo, estudiosos de la memoria, y de Bruno Estañol, quien ha investigado los engranajes neuronales que mueven la creatividad o propician la sequía. La neurofisiología lo apasionaba y fue un coleccionista de la revista The Brain, especializada en neurociencia.
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Su curiosidad por los misterios de la mente se acrecentó en los últimos años. Sin ser un poeta maldito o un prófugo de abismos noctámbulos, Campbell tuvo siempre presente la posibilidad del quiebre, del derrumbe interior e intuyó la omnipresencia del Síndrome Bartleby al acecho.
El “preferiría no hacerlo” zumbó a su alrededor como un abejorro amenazante y pertinaz. Acaso su amistad con Juan Rulfo le hizo mirar de cerca la siempre latente posibilidad de la sequía o la frigidez narrativa.
“A lo mejor uno solo es escritor durante un tiempo limitado. A lo mejor yo he dejado de ser escritor”, me dijo la última vez que conversamos. Disperso incurable y distraído a niveles newtonianos, Federico vivió con el naufragio emocional de su padre enquistado en alguna hondura del subconsciente. Es quizá ese umbral entre la cordura y el derrumbe el que más despierta mi curiosidad. Es esa última frontera, la más nebulosa y crepuscular, el arroyo interior donde yacen todas sus obsesiones.
Por puro principio de libre asociación, hablar de narrativa fronteriza evoca imágenes estereotípicas, un bestiario de personajes y jergas capaces de representar el non plus ultra del cliché. Dentro de los parámetros del canon literario nacional, lo fronterizo debe necesariamente oler a relatos de narcos, polleros y mojados; historias de sueños y tragedias en la tierra de nadie; vidas náufragas que pierden su identidad en medio de ninguna parte, narradas (de preferencia) en riguroso spanglish. Del escritor fronterizo esperamos un espíritu de cantante de corridos berreando en medio de una cantina malamuertera, una épica a lo Tigres del Norte o un romancero de barrio chicano.
Hay por supuesto una narrativa que no por su fidelidad al cliché es prescindible. Por el contrario: existe una cofradía de narradores [...] capaces de llevar hasta el barroquismo todos los elementos que el canon le ha colgado a la literatura border; creadores de uno y otro lado de la barda que derrochan malicia e ingenio con el estereotipo. La obra de Federico Campbell no es del todo ajena a este retablo de coyotes y cristos cholos que habitan en Mexamérica, si bien por momentos cuesta poderlo sentar en la misma mesa de un Luis Humberto Crosthwaite, un Rafa Saavedra o un Heriberto Yépez, cuyo camino literario ha transcurrido en sentido inverso, con inocultable vocación de rompimiento. Acaso Federico no desentone del todo en una foto de grupo con Daniel Sada, Élmer Mendoza y Eduardo Antonio Parra, aunque su norte narrativo parece regirse por otra brújula.
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Podemos hablar también de una frontera idiomática en Federico Campbell. Aunque a diferencia de Crosthwaite, Yépez y Saavedra el spanglish brilla por su ausencia en su narrativa, Campbell fue un anglo e ítaloparlante con una esporádica aunque rica labor como traductor. Fue también, en algún momento de su vida, un trotamundos y si bien no vivió un autoexilio tan largo como el de Sergio Pitol, sí fue un compulsivo explorador y lector de escritores de los más diversos estilos e idiomas que en aquel momento no publicaban en México o ni siquiera estaban traducidos. Así las cosas, llevó al español textos de Harold Pinter, David Mamet y sobre todo de Leonardo Sciascia, quien se transformaría en un faro literario en su vida y un referente permanente en su obra.
En gran medida Campbell es el responsable de que Sciascia sea conocido en México. Corresponsal en Washington D.C., habitante de la efervescente Barcelona de la transición y explorador de un convulso sur italiano, Campbell vivió parte de sus años de formación escritural alejado de los círculos y los espacios en donde
se formaron los escritores mexicanos de su ge-neración. Si bien tuvo una breve incursión en la Casa del Lago y en el mítico taller de Juan José Arreola, su bautizo como escritor se dio en el extranjero. En ese sentido Federico fue un incurable solitario.
Sin embargo, más allá de esa aparente insularidad autista, existió un Federico Campbell dadivoso y desprendido. En su caso, lo solitario no inhibió nunca lo solidario. Si hay una palabra en la que más colegas de oficio han coincidido para describirlo es “generoso”. La generosidad y las ganas de ayudar fueron una constante a lo largo de su vida. Demasiadas voces están de acuerdo en que la cizaña, los celos y la intriga fueron ajenos a su existencia, pues sentía una genuina necesidad de apoyar y empujar a escritores más jóvenes.
Tristemente fue hasta la hora de los homenajes póstumos y los obituarios cuando no pocos dimensionaron el nivel de los personajes que en su momento fueron apadrinados por Campbell y se proclamaron deudores de su generosidad y confianza, por haberles abierto la puerta de su proyecto editorial Máquina de Escribir. En febrero de 2014 algunos escritores tijuanenses se declararon sorprendidos al leer a Juan Villoro refiriéndose a Federico Campbell como un padrino y mentor por haberlo publicado en aquel ya mítico sello editorial cuando el autor de El testigo y Arrecife era un joven escritor de 20 años que le llevó el borrador de una colección de cuentos llamada Mariscal de campo. En Máquina de Escribir publicaron escritores como David Huerta, Carmen Boullosa, Evodio Escalante, Coral Bracho, Carlos Chimal y Jorge Aguilar Mora, entre otros. Federico no ganó un centavo con esas ediciones que él financiaba con su bolsillo gracias al sueldo que recibía como director de la revista Mundo Médico. A su manera empujó también las carreras de Élmer Mendoza y Daniel Sada de quienes estuvo siempre cerca, mientras escritores de la generación de los setenta como Martín Solares o Vicente Alfonso lo reconocen como guía e inspiración.
Cierto, Campbell no es (ni aspiró a ser nunca) un referente generacional. No escribió un libro de culto que marcara un antes y después y sin embargo es innegable que representó una influencia y un referente para no pocos colegas de oficio. Para un veinteañero que comienza a picar piedra escritural, el apadrinamiento en la labor de tallereo, edición y publicación de sus primeros textos constituye una suerte de ritual de iniciación, algo así como la ceremonia del armado en la caballería andante. Federico Campbell puso la espada en el hombro de no pocos nuevos quijotes y les contagió una manera de vivir la literatura y el periodismo, de la misma forma que él, en su momento, fue iniciado por Huberto Batis, el hombre que a principios de los sesenta le publicó su primer texto literario en Cuadernos del Viento. Era un poema llamado “Recuperación de Taormina” y aquella primera publicación marcó un antes y después en su vida y le hizo ver que acaso había oculto en él un escritor. Federico, que apenas había publicado algún ensayo y unos poemas en una revista sonorense, nunca olvidó la sensación de ver un texto suyo impreso en un suplemento que llegaba a la vanguardia literaria de la capital.
Quizá sin la providencial aparición de Batis en su vida Campbell se habría mantenido en la agrafía como un Bartleby eterno. Tal vez por ello se tomó tan en serio la labor de impulsar y animar a jóvenes. Fue un impulsor de escritores, pero fue, sobre todo, un formador de nuevos lectores. Hablando a título personal, debo decir que gracias a Campbell conocí a Leonardo Sciascia (lo cual podría ser una obviedad) pero también a Javier Marías, a Élmer Mendoza, al mismo Joseph Conrad, al enigmático Fernando Jordán o a los ya mencionados Oliver Sacks y Bruno Estañol. Por Campbell me introduje a Patricia Highsmith y a Raymond Chandler. De alguna manera compartió una mirada para reinterpretar esa circularidad entre la literatura y la vida que tanto le obsesionó. En ese sentido las semillas sembradas por Campbell han germinado en no pocos lectores curiosos y también en sólidas vocaciones literarias. Dentro de su aparente ensimismamiento, siempre vivió la literatura como algo que se comparte, y al compartir hizo camino y escuela.
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Cuando hay gratitud de por medio es fácil caer en la tentación del homenaje, pero confieso que no me gusta esa palabra ni sus implicaciones. Al limitarse por definición a la loa y el tributo, el homenaje acaba siendo casi siempre parcial y hueco. ¿Cuál es entonces la motivación o la intención de este ensayo? De entrada, debo admitir que es un trabajo impregnado por la esencia dispersa que caracterizó a Federico en su manera de charlar y aún de es-cribir. La libre asociación del distraído —lo advierto—se impone a la metodología del investigador concentrado. No pretendo tampoco escribir una lineal biografía y ni siquiera un anecdotario, aunque sí narro algunos pasajes de su vida y también algunas anécdotas personales desde una óptica testimonial.
Si tuviera que usar una sola palabra para definir este pequeño boceto, elijo relectura. El oscuro atardecer sabatino en que recibí la noticia de la muerte de Federico, empecé a releerlo en acto reflejo. Releí casi de un tirón Transpeninsular, La clave Morse, Padre y memoria y de pronto me sorprendí subrayando
otros párrafos, invocando otros fantasmas, emprendiendo un viaje ignoto sobre el camino ya andado. La relectura consumó su embrujo al llevarme por otros senderos. Entre el final del invierno y el principio de la primavera de 2014 me dediqué a andar sobre mis pasos en la ruta Campbell y con brutal franqueza he de decir que empecé a redimensionar a un escritor al que tengo casi dos décadas leyendo.
De pronto fue como si descubriera a otro creador literario, como si intuyera en un destello la presencia de ese lago interior de donde brota la fuente de su narrativa, mismo que en una primera lectura me pasó desapercibido. Si en un principio aprecié al cronista agudo e incisivo y al hábil equilibrista capaz de caminar sobre el hilo que divide al perio-dismo de la literatura, al releerlo encontré a un narrador de la nostalgia en penumbra, encarnación pura de saudade y desasosiego.
Fue entonces cuando nació la idea de escribir esta dispersa tentativa ensayística cuyo objetivo es compartir la relectura de un narrador fronterizo y hablar de la frontera que yo mismo siento haber atravesado como lector de su obra. No olvidemos que quien opta por cruzar furtivamente una línea fronteriza suele elegir la hora lobuna para hacerlo.