'La guarida' de Norman Manea [Fragmento]

La novela más reciente en español del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2016 es una historia de exiliados en Estados Unidos. Publicamos un fragmento con el permiso de Grupo Planeta México.

'La guarida': Norman Manea
Norman Manea
Guadalajara /

Una nueva mañana, aún por estrenar. El brazo largo y fuerte, de mago, desencadena el escamoteo del día. El Lada amarillo se detiene al borde de la acera.

—A la estación. Penn Station. Encima del tablero de mandos, la foto y el nombre del taxista: Lev Boltanski.

—¿Eres ruso?

—Lo era.

—Voz ronca. Cara ancha y ojos pequeños.

—¿De dónde?

—De Odessa.

—Odessa está en Ucrania, me parece.

—¡De la Unión Soviética! ¡Odessa y yo somos de la Unión Soviética! Pocos conocen la diferencia entre Rusia y Ucrania. No eres estadunidense.

—Ahora lo soy. Igual que tú. No, no es necesariamente el inicio del día... El principio había sido el desconocido que le tendía una mano pequeña y blanca y un cartoncillo blanco e inmaculado con letras doradas impresas.

—Me pregunto si estaría usted dispuesto a salir en un anuncio. Un anuncio de televisión. Pagan bien. Y antes de él, el pequeño doctor Koch. Y antes de éste, el pensamiento puesto en Lu, en el vano intento de encontrarse con ella. “¡El presente! ¡El presente!”, murmura el peatón. La divisa de su nueva vida: ¡el PRESENTE! Sólo eso: ¡el PRESENTE! En la vida de antes existían el pasado culpable y el futuro brillante pero aplazado. Ahora, en cambio, ahora... se ha quedado de piedra ante el desconocido que le tiende una mano pequeña y blanca.

—No se asuste. Una pregunta y nada más.

El gesto fue brusco. La manera de dirigirse a él, suave pero precavida.

El intruso es un hombre de unos cuarenta años.

Gabardina larga, bufanda de mohair beige. Camisa blanca, inmaculada. Sin chaqueta. Pelo negro y corto, ojos negros, juguetones. Movimientos sinuosos, de bailarín o de prestidigitador. Del bolsillo trasero de los vaqueros saca un monedero pequeño, de cuero negro. Levanta la lengüeta magnética, saca las tarjetas de visita. Le ofrece un cartoncillo blanco, inmaculado, con letras doradas impresas: el código de la casualidad.

El transeúnte no presta atención, hipnotizado por el calzado del agresor. ¡Botas de vaquero! El elegante caballero lleva botas de vaquero bajo los tejanos estrechos y caros.

—Soy productor. Curtis. James Curtis. Eso pone en la tarjeta de visita: “James Curtis, productor”. —Me pregunto si le gustaría a usted salir en un anuncio. Un anuncio de televisión. Pagan bien.

—¿En un anuncio? ¿Yo? ¿Qué tipo de anuncio?

—De Coca-Cola. —¿Yo? ¿De Coca-Cola? —De jugador de ajedrez.

—¿Ajedrez y Coca-Cola?

—Sí, algo así. Un ajedrecista concentrado en la partida. En un momento dado, alarga la mano hacia el vaso que hay encima de la mesa. Coca-Cola.

—Ya veo —dice el ajedrecista, sonriendo—. No, lo siento. Yo no valgo para esas cosas.

—Pagan bien, ya se lo he dicho. Los anuncios se pasan periódicamente, el dinero llega de forma automática. Cuando uno menos se lo espera.

—No, no voy a hacerlo.

—Piénselo bien. Aquí tiene mi tarjeta. Llámeme. Si cambia de opinión, llámeme.

—Gracias. Ya le he dicho que yo no... —Never say never, como dicen por aquí. No es usted estadunidense, ¿verdad?

—¿Por qué no iba a serlo? ¿Acaso los estadunidenses no juegan al ajedrez? Aun así, beben CocaCola. Y Pepsi. Yo no bebo, pero he jugado al ajedrez. En mi juventud.

—¿Ve usted? Ya lo sabía yo. Tiene la cara adecuada. Piénseselo. Tiene mi número, llámeme.

—¿Cómo se llama?

—Peter.

—¿Peter y qué más?

—Peter.

—Vale, Peter, lo recordaré. Llámeme. “¡La cara adecuada!”, murmura el viandante Peter, abandonado en la esquina de Broadway con la Calle 63.

Es lo que piensa el productor, si es que es productor. Un día agradable, ¿verdad, doctor Koch? ¡James Curtis, productor de anuncios, me ha ofrecido el anuncio del día, doctor! Ya ve, me he mirado en el espejo llamado Curtis.

Un paso a la izquierda, otro más. Abandona la acera, levanta la mano. ¡Taxi! El Lada amarillo frena al borde de la acera.

—A la estación. Penn Station. Encima del tablero de mandos, la foto y el nombre del chofer: Lev Boltanski.

—¿Eres ruso?

—Lo era. —Acento ruso. Voz ronca, de fumador. Cara ancha, suave, ojos pequeños, dientes grandes, frente arrugada.

—¿De dónde?

—De Odessa. Pocos conocen la diferencia entre Rusia y Ucrania. No eres estadunidense.

—Ahora lo soy. Igual que tú... ¿Te gusta vivir aquí en la Luna, la capital de los errantes, de los visionarios y de los sonámbulos? ¿Te gusta? ¡Una maravilla! Una de las setecientas setenta y siete maravillas del mundo.

Leova calla, pero parece atento.

—La isla de Manhattan, comprada en 1626, a precio de ganga, por un francés llamado Minuit. ¡Por veinticuatro dólares! Pagó a los indios en abalorios de cristal. Crecían aquí fresas y vides silvestres, maíz y tabaco. Alrededor, lobos, osos y serpientes cascabel.

Levo Leova calla, pero escucha. No pregunta, no parece interesado en el locuaz pasajero. Conduce lenta y relajadamente, no tiene el nervio del chofer neoyorquino. En la Calle 34, delante de la estación, detiene suavemente el motor y a la vez el taxímetro.

—¿Cuánto es?

—Ocho dólares. El pasajero rebusca en los bolsillos de su pantalón. Primero en uno, luego en el otro. Después en la chaqueta. Dos bolsillos en el pantalón, cuatro bolsillos en la chaqueta. Tartamudea, no tartamudea.

—¡Dos dólares! Es todo lo que tengo, dos dólares.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir? El espejo retrovisor encima del tablero de mandos. Mire, tenemos un espejo, doctor. El destino me ha enviado un espejo, doctor.

—¿Has dicho algo? —pregunta el ruso ucraniano y soviético.

—No, no he dicho nada. Pero no tengo dinero. ¡Dos dólares! Es lo único que llevo encima. Vamos al banco. Perdona, no me he dado cuenta. Pago también la carrera hasta el banco. Hasta la oficina de la Calle 28. Está cerca, en la esquina. Llegamos en unos minutos.

Leova escruta en el espejo retrovisor al cliente, masculla algo en ruso o en ucraniano. El taxi arranca, la Calle 28 está cerca, el banco en la esquina. El cliente calla y espera. Leova se vuelve para ver mejor al loco. El espejo retrovisor no lo satisface, quiere verle la cara al mangante.

—¿Qué haces? ¿No bajas?

—Lo he liado todo. Soy un liante. La tarjeta de crédito estaba en la cartera. Me la he olvidado. No llevo la cartera, acabo de caer en la cuenta. He olvidado la cartera en la biblioteca. En la cafetería de la biblioteca. O quizá en la consulta del médico. He ido a un médico.

—Has perdido la cartera con la tarjeta de crédito, ¿es eso lo que quieres decir?

—No la he perdido, me la he olvidado. En el médico o en la biblioteca.

—¿Vamos hasta allí? ¿Pagas también la carrera, con el dinero que no tienes? ¿Es esto lo que quieres decir? ¿Vamos a la biblioteca o al médico? El cliente no contesta.

—¿Psiquiatra? ¿El médico era psiquiatra? En realidad, qué más da. Aquí no preguntan por la enfermedad que uno tiene, sino por el seguro. Eso preguntan. “¿Tiene usted seguro?” No qué le duele o qué le parece a usted que le duele. Psiquiatra, ¿verdad?

—No era psiquiatra. Y no sé dónde he olvidado la cartera. Quizá en la biblioteca. Mejor volvemos a la estación, voy a perder el tren.

—¿El tren es gratis?

—Tengo el billete. Saqué ida y vuelta. Tengo billete.

—Pues nada, volvemos. A la estación. ¿Gratis? No, se me había olvidado que tienes dos dólares. Me das los últimos dos dólares y te dejo en paz. El resto en abalorios de colores, ¿no?

—Perdóname. Perdóname, de verdad. Te lo pido por favor... Mira, tengo un abono de metro. Nuevecito, veinte dólares. Te lo doy. Lo he comprado hoy.

—¿Hoy, cuándo? ¿Cuándo lo has comprado? ¿Antes de ir al médico o antes de ir a la biblioteca?

—Lo he comprado al llegar a la estación de tren.

—¿Y qué voy a hacer yo con un abono de metro? Yo no voy en metro. —A lo mejor alguien de tu familia.

—Lo que faltaba, ¡ahora subvencionas a mi familia! Estará gastado. O quedarán dos dólares. Mejor me llevo los dos dólares en efectivo, ¿no? ¿Es esto lo que quieres decir?

—No digo nada. Sólo te pido perdón. Créeme, me da vergüenza. Son cosas que ocurren. Le pueden pasar a cualquiera.

—Y cuando pasan, ¿qué hacemos?

—Mira, vayamos a la parada de metro. Ahí, al lado del banco. Comprobamos la tarjeta metiéndola en el aparato. Es nueva, lo dirá el aparato. Intacta. Veinte dólares. Se puede comprobar. Tardamos un minuto.

—¿Y quién la comprueba?

—Pues yo..., o no, mejor tú. La compruebas tú. Yo me quedo aquí, en el coche, esperándote. —Claro: ¡yo compruebo y tú te das el piro!

—A continuación, una frase corta, proferida en ruso o en ucraniano.

—Coge mi bolsa. Sin ella no me voy, créeme. Llevo cosas importantes. Mira, te la doy. Me quedo aquí esperando. El pasajero le tiende la bolsa. Leova la coge y suelta un gemido por culpa del peso.

—¿Qué llevas en la bolsa? ¿Granito? ¿Mercurio? El mercurio pesa más, ¿no?

—Libros, nimiedades. Cosas personales.

—¡Personales! Por eso pesan tanto. Leova se dirige a la parada del metro con la bolsa a cuestas. Camina como un pato, es barrigudo. Regresa, inclinándose hacia la izquierda por culpa de la bolsa repleta de mercurio.

—Sí, está sin usar. Veinte dólares. Me la quedo. Quiere subirse al taxi, la portezuela está bloqueada por un italiano negruzco. Chaqueta, pantalones, sombrero, todo de piel negra.

—Necesito que me lleves a Westchester. Urgentemente. Tengo prisa, te doy cien dólares.

—¡Westchester! No puedo. Estoy muy liado. Este colgado no tiene dinero para pagarme.

—¿Cuánto?

—Ocho dólares. O sea, doce. Ahora me debe doce.

—Yo te doy ocho. O doce, lo que sea. Te doy veinte. Ciento veinte dólares hasta Westchester. Vámonos. Rápido, ahora mismo. Leova mira al mafioso, da un paso en dirección al coche, levanta las manos hacia el cielo, con bolsa y todo, como un halterófilo.

—¡No, no voy a ningún Westchester, caballero! Llevo al cliente a la estación. ¡A la estación! Pierde el tren.

—¿A la estación? Que vaya andando, que está cerca. ¡Te doy ciento veinte dólares!

—Que no voy. ¡Ya te he dicho que no voy!

—¡Imbécil! ¡Eres un imbécil! —grita el mafioso.

Leova no parece sentirse insultado; asiente, “Sí, caballero, soy un imbécil”. Le devuelve la bolsa a su dueño, da un portazo, escupe algunas palabras rusas o ucranianas, se sienta al volante.

No pone en marcha el motor. Quiere tranquilizarse. Desconcertado, mira al cliente a través del espejo retrovisor.

—¿Por qué has ido al médico? ¿Estás enfermo? El enfermo no contesta.

—¿Estás enfermo? ¿Algo grave?

—No, no tengo ninguna enfermedad.

—¿Por qué has ido al médico? ¿Un chequeo periódico, como dicen los de aquí? Solo que tú no eres estadunidense. ¿Qué enfermedad tienes?

—No tengo nada, ya te lo he dicho.

—Aquí sólo somos números. Nada más. Seguro médico, cuenta bancaria, crédito. Números, nada más. ¿Qué hacías en el médico? ¿Tu mujer? ¿Está enferma tu mujer?

—¿Mujer?

—The significant other, como suelen decir por aquí. Esposa, amiga, pareja.

—No, ella trabaja donde ese médico. Voy de vez en cuando a verla. Se entera de cuándo tengo cita. Cuando yo voy, ella desaparece. Hoy también lo sabía, estoy seguro. No estaba allí.

—¿Divorciado? O sea, ¿os habéis separado? Vas a verla aunque ella no quiera verte, ¿es eso?

—No estamos divorciados.

—Vale, vamos a la estación. Leova arranca el motor, el coche sale disparado, aquí está la estación.

El cliente baja, la bolsa baja

. —¡Eh, un momento! Llévate el abono. Llévate esta chorrada.

—¿Pero no habíamos quedado en que...?

—¡Lárgate! ¡Lár-ga-te, lár-ga-te! —grita Leova, maldiciendo en ruso o en ucraniano.

JOS

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