Yo tenía 16 años la primera vez que la vi. Todavía no existían los DVD, sino esos grandes casetes negros: los VHS. Indestructibles, pero con el paso de los años, literalmente, me acabé mi Caracortada. La película estaba ambientada en Miami y el protagonista era cubano; y no obstante, para un muchacho del sur de Italia, de la periferia campana, ese personaje, esos ambientes, esas mansiones, esa manera de hablar y de gesticular, y aquella mirada, tenían mucho de familiar.
Yo tenía 16 años la primera vez que la vi. Todavía no existían los DVD, sino esos grandes casetes negros: los VHS. Indestructibles, pero con el paso de los años, literalmente, me acabé mi Caracortada. La película estaba ambientada en Miami y el protagonista era cubano; y no obstante, para un muchacho del sur de Italia, de la periferia campana, ese personaje, esos ambientes, esas mansiones, esa manera de hablar y de gesticular, y aquella mirada, tenían mucho de familiar.
En un principio, la película fue censurada porque se le imputaba exaltar el estilo de vida gangsteril y de llevar a la pantalla una violencia excesiva. El propio Capone, en una entrevista de esos años, expresó su desprecio por las gangster movies —definiéndolas como terrible kid stuff (“basura para niños”)—, sin embargo, cuenta la leyenda que poseía una copia personal de la película de Hawks. Además, Al Capone era apodado precisamente Scarface, debido a la cicatriz que le corría desde la mandíbula hasta el cuello y que se había hecho en su juventud durante una riña, inaugurando una nueva tipología del gangster: el boss que lleva en su cuerpo las marcas de su destino.
Scarface gusta porque es la épica moderna en su aspecto más oscuro. Tony Montana viene de la miseria: expulsado de la Cuba de Castro —quien se libera de los criminales luego de la revolución—, desembarca en Estados Unidos con los bolsillos vacíos, persiguiendo el sueño americano. Y aquí crea ilegalmente una fortuna. El hombre que se construye a sí mismo, el self–made man despiadado pero con reglas propias, consciente de que tendrá a todos de su lado mientras se mantenga en el poder, y que todos se alejarán de él cuando se derrumbe. Ves la película y te gusta observar esta verdad, tan clara, tan limpia.
Cuando se estrenó, Scarface no fue un éxito taquillero. En el año en el que el box office estaba dominado por La fuerza del cariño (Terms of Endearment), fue acogida por críticas muy enfrentadas. En su estreno en Nueva York, en diciembre de 1983, muy pocos de los espectadores que estaban en la sala se sintieron fascinados por el trabajo de Brian De Palma y Oliver Stone. Incluso, muchos abandonaron la sala durante la proyección, perturbados por una violencia en la pantalla que juzgaron excesiva y gratuita. Parecía ser una película destinada al olvido y, sin embargo, después de Scarface nada volvió a ser como antes.
Con el paso de los años no solo las reseñas cambiaron de tenor (la película entró en la Top Ten elaborada por el American Film Institute como una de las mejores gangster–movies de todos los tiempos) sino, sobre todo, devino película de culto, con un número de fans en continuo crecimiento. Por todo el mundo —desde Estados Unidos hasta Italia, desde Rusia hasta Australia, desde Belice hasta Kosovo, Grecia e Irán— los muchachos remixean escenas de Scarface en Youtube, imitan las frases más célebres de Tony Montana, cuya fotografía es la más usada como imagen de perfil entre los usuarios de Facebook.
Las frases pronunciadas por Al Pacino, “Esta ciudad es como un enorme coño esperando a que lo follen”, “Siempre digo la verdad, incluso cuando miento digo la verdad”, “Un hombre que no tiene palabra es una cucaracha” y “Todo lo que tengo en esta vida son mis cojones y mi palabra”, se repiten por todos lados, entre la gente de toda edad y clase social. En París, en Berlín, en Milán puede suceder que incluso el menos violento de los hombres sueñe —por un instante— en transformarse en Tony Montana. En Johannesburgo, en Estambul, en Nápoles, en la Ciudad de México puedes ser él.
A menudo me pregunto cuál es la extraña alquimia que hace de Scarface la única película en el mundo presente en toda cultura criminal y creo que es ese elemento que definiría como descripción de la vida sin mediaciones. Caracortada deviene un cínico y pragmático teórico de la vida tal y como es. La modernidad de la película reside en la voluntad de Stone, de De Palma y de Al Pacino de narrar la historia de un hombre marcado; reside en la pulsión de Tony Montana para la muerte, en su nihilismo: no puedes pensar que en el mundo exista alguien que pueda salvarte, de todas maneras, el mundo acaba por joderte. Y nos lo recuerda el uso insistente del término fuck, que en la película se repite 182 veces, en realidad 226 si también contamos las palabras compuestas y derivadas.
En su frase “Quiero lo que viene hacia mí… el mundo y todo lo que hay dentro”, ya se prefigura el final. Caracortada no muere por error en una celada inesperada. Tony está en el ADN de todos los criminales del mundo porque sabe, desde el principio, que no hay esperanza. Esto es lo que hace malditamente creíble a Tony Montana ante los ojos de los actuales miembros de las bandas criminales que se sienten superiores al hombre común porque no ponen su vida y la de sus seres queridos por encima de la del resto. Parece una paradoja pero, en este contexto, la épica de Tony Montana puede sobreponerse a la homérica. Al igual que un joven griego iba a combatir llevando como insignia a Aquiles, así hoy, seas de Medellín, Guadalajara o Buenos Aires, seas de Locri, Nápoles o Mumbai, disparas llevando como insignia a Tony Montana.
La línea que separa épica y vida, literatura, cine y realidad es sutil. El propio Pacino, mientras estaba en el set, era percibido por los técnicos como un verdadero gangster, tanto que, en las escenas finales, se hizo una quemadura en la mano manipulando un fusil de asalto M16 que el equipo no le había enseñado a usar. Los técnicos, sorprendidos, se justificaron: “Nadie de nosotros creía que Al Pacino no supiese usar una ametralladora”. Pero si es verdad que el cine mira hacia el mundo, también es verdad que el mundo criminal se ha alimentado de cine más de lo que se cree. Scarface ha condicionado la manera de obrar, de hablar y de vestir, en una palabra, de autorrepresentarse, de generaciones enteras de miembros de organizaciones mafiosas. Los ejemplos más escandalosos son las mansiones inspiradas en la de Tony Montana: la de Walter Schiavone en Casal di Principe, llamada “Hollywood”; la de Sinopoli, en provincia de Reggio Calabria, confiscada en 2010 al clan Alvaro y la mansión de los Mancuso, del clan de la ‘Ndrangheta vibonese, esta vez en el norte, en Bentivoglio, en la provincia de Bolonia, en donde los mafiosos ultimaban la adquisición de ingentes cargamentos de cocaína con narcos españoles y colombianos.
Pero la pasión de los mafiosos por Scarface no se detiene en la arquitectura. En Nápoles muchos boss tienen jaulas con tigres y leones en el jardín, y los jóvenes no son los únicos que utilizan en las redes sociales fotos de Tony Montana como imágenes de perfil. Pasquale Manfredi, miembro distinguido del clan Nicoscia–Manfredi de Isola Capo Rizzuto, considerado uno de los cien fugitivos más peligrosos de Italia, fue descubierto por usar Facebook, en el que se había registrado con el nombre de Scarface. Además, durante los años noventa, las esposas de los jefes mafiosos comenzaron a vestirse y a peinarse como Michelle Pfeiffer. Nunzio De Falco, llamado ‘o Lupo, se casó doce veces con mujeres nórdicas. Francesco Schiavone, llamado Sandokan, tuvo relaciones con oficiales norteamericanas que posteriormente acabarían siendo imputadas en los procesos de la Camorra.
Tony Montana es creíble porque eso que el poder puede, para ser narrado, para entrar en el mito, no debe tener límites. La violencia en Scarface no sirve para asombrar, es indispensable: si la eliminas, ya no estás narrando esa Miami, esas ambiciones, esa ferocidad. La escena de la motosierra es splatter y al mismo tiempo creíble si se piensa que bandas de bielorrusos en el sur de Italia utilizan una soldadora como instrumento de tortura para obligar a sus víctimas a hablar o para cometer delitos ejemplares, de esos que dejan escritos en el cuerpo advertencias a los que quedan.
Los cárteles mexicanos de la droga desuellan a sus enemigos, cosen sus caras a balones de futbol y juegan con ellos. Narrar las dinámicas criminales en todas sus manifestaciones es la única manera para crear disuasión. Los jefes viven años sin poder ver a sus hijos, sin poder acariciar a sus mujeres, escondidos en búnkers como ratas o en desesperación bajo el régimen del artículo 41 bis1. Los últimos jefes arrestados en la Locride, en Reggio Calabria, más que en la campiña avesana, desde hace años vivían bajo tierra. Es necesario narrar lo que los mafiosos obtienen y el enorme precio que pagan para que la elección quede en quien observa y en quien lee.
Si en una sociedad enferma Tony Montana puede volverse mito o, peor aún, un ejemplo a seguir por algunos jóvenes, la cruda narración de la violencia y la calidad de esa narración son el elemento fundamental, imprescindible, para poder detener un paso semejante. Entender es una manera de no transigir.
Además, en la sociedad mediática, si no cuentas algo, no existe. No es casualidad que durante las revueltas de los últimos meses en los países árabes, la primera cosa que los regímenes han hecho ha sido impedir que se pueda narrar a través de Internet, impedir que se pudieran utilizar las redes sociales. No es casualidad que los cárteles mexicanos, aparte de eliminar a los periodistas incómodos, incluso hayan comenzado a poner bajo su mira a los blogger. Hace unos días se difundió la noticia de dos muchachos mexicanos, de poco más de 20 años, que fueron masacrados, asesinados y colgados de cabeza de un puente por el cártel de Los Zetas porque se atrevieron a narrar en un sitio de Internet la guerra de la droga en su país.
Narrar significa resistir. Siempre ha sido así. Mirar cara a cara a la bestia es la única manera de derrotarla.
Traducción de María Teresa Meneses © La Repubblica
1En 1992, tras el asesinato del juez antimafia Giovanni Falcone se agregó un nuevo artículo a la ley penitenciaria en Italia: el 41-bis. Dicho artículo prevé el encarcelamiento en condiciones de extrema dureza a los sospechosos de pertenecer a grupos mafiosos, obligándolos a confesar. N. de la T.