Alta temperatura

Los paisajes invisibles

Las temperaturas extremas han sido tema central para varios creadores; éste es un breve repaso por algunas de sus obras emblemáticas en el cine y la literatura.

En la Ciudad de México llevamos un buen tiempo tentando a la muerte con las altas temperaturas. (Especial)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

En el verano de 1947, E. B. White padeció el calor insoportable de Manhattan en un cuarto de hotel con la calefacción averiada y una ventana estrecha por la que se colaba una hebra de aire tibio que no refrescaba pero recrudecía el agobio de los grados Fahrenheit que hacían hervir las tuberías, derretían las suelas de los zapatos, humedecían cabezas y extremidades y tostaban el ánimo casi al nivel de la locura. White afrontó la onda cálida por la encomienda de la revista Holiday, escribir una crónica sobre los cambios urbanos de la isla, un texto memorioso que 50 años después se publicó como libro con el título Here is New York. Lo valioso de esa obra es que ya en aquel entonces, E. B. White profetizó la fragilidad de Nueva York en sus rascacielos, y menciona lo fácil que sería para dos aviones destruir ese espacio glamoroso y mítico de la Unión Americana.

Spike Lee rodó en 1999 Summer of Sam, una peli sobre las torturas físicas y emocionales que inflige la alta temperatura veraniega de Nueva York, empeoradas por la paranoia colectiva que urdió David Berkowitz, el Hijo de Sam, el serial killer que entre 1976 y 1977 se despachó a seis personas e hirió a otras tantas con un revólver calibre 44. El Bronx que retrata Spike Lee es un distrito casi en el hervor, donde la gente no halla alivio a la insolación ni en la desnudez, una quemazón que Lee es experto en registrar, recordemos, si no, las escenas de las tórridas habitaciones o de las calles sofocantes de Do the Right Thing (1989) y de Jungle Fever (1991), donde sus personajes están a punto de licuarse como discos de vinilo en una estufa.

Los relatos de Pedro Juan Gutiérrez de Trilogía sucia de La Habana no serían tan eficaces sin el bochorno que provoca humedades de todo tipo, que enardece los olores corporales de lo sutil hasta la náusea y acrecienta la sed que no se quita ni con ron ni con hielo ni con agua sino con ciertas secreciones porque la calina, según Gutiérrez, induce las cocciones genitales en ese trozo de tierra encallado en el Caribe. En todos los episodios de la Trilogía se suda, se adormece, y también se muere por momentos, porque la temperatura aniquila lenta, fatigosamente, como una monstruosa cruda.

Hablando de resacas, una de las más infames es la que narra John Fante en La hermandad de la uva: Henry Molise acompaña a su padre Nick a los viñedos californianos del viejo Angelo Musso. En la cabaña abrasadora de Musso, Molise, Nick y otros borrachines picotean hogazas de pan y queso provolone, y beben varias garrafas de Chianti y de clarete mientras las abejas invaden la covacha irrespirable y se posan en la cara, el cuello y los brazos de los bebedores. Molise despierta con un doloroso bombardeo en el cráneo y los ojos a punto de salirse de las órbitas, y observa el patético espectáculo de su padre remojando los dedos en el vino y llevándoselos a la boca con expresión de imbécil. “Ardía de sed, quería agua fría en la cara, en todo el cuerpo, un arroyo, una charca, un abrevadero, limpieza fría, me puse en pie y salí dando tumbos hacia la bodega que había a unos cien metros, una construcción de piedra que parecía una vivienda. ¿Qué había pasado? ¿Por qué había bebido tanto? Tomarse un vino, o dos, incluso tres, vale. Pero sumergir la cabeza, beber sin medida, atiborrarse con el calor que hacía, tentar a la muerte como si tal cosa, en silencio, en compañía de unos viejos borrachos…, mamma mía!”

Pero Fante exagera, eso no es nada: en la Ciudad de México llevamos un buen tiempo tentando a la muerte como si tal cosa, no siempre con el deleite de un Chianti o de un clarete, pues a diario sumergimos la cabeza en el veneno invisible potenciado por los 28 o 30 grados de esta infame temporada.

​​ÁSS​

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