Amado Nervo en Montevideo

Ensayo

El Poeta de América murió el 24 de mayo de 1919, en el Parque Hotel de la capital uruguaya; este ensayo recupera sus últimos días.

El funeral de Amado Nervo fue el más multitudinario en la historia de las letras hispanas. (Ilustración: Eko)
Guillermo G. Espinosa
Montevideo /

Es la madrugada del 24 de mayo de 1919 en Montevideo y Amado Nervo está postrado en la habitación 42 del Parque Hotel, a causa de una crisis renal. Había llegado a presentarse ante el nuevo presidente de Uruguay, Baltasar Brum, cumpliendo una misión diplomática.

La suite tiene una ventana al centro, una sala y un espacio reservado a una cama. Todo está transformado en un cuarto de hospital. Nervo está rodeado de gente que le procura cuidados y atenciones en su agonía. El día está brumoso a un costado del Río de la Plata, hace frío y el poeta amado, un fenómeno de masas en España e Hispanoamérica, muere en soledad, sin familia, sin hijos, sin las mujeres que inspiraron sus versos más emotivos, distante de la tierra y la gente que lo vio nacer en 1870, en Tepic, Nayarit.

La tarde del 23 de mayo sabía que los médicos ya no podían hacer más, y en la penumbra de esa suite del primer piso del Parque Hotel, dice sus últimas palabras: “¿Por qué no abren esas ventanas para que entre luz? No quiero morir sin ver el sol”.

Su último deseo no fue concedido. Nervo falleció de noche. Apenas ocho días antes —sometido por la uremia— había complacido a su público con un recital en el Ateneo de Montevideo. Fue el último.

Ya se rumoraba aquella noche que el vate estaba enfermo. El País, un periódico recién fundado en 1918, se atrevió a reportar ambiguamente, el sábado 23, sobre el estado de salud del Poeta de América y sostuvo que “dentro de la gravedad de su dolencia se ha notado una mejoría que tiende a acentuarse”.

Nervo había llegado a Montevideo el 16 de mayo. Dos meses antes desembarcó en la vecina ciudad portuaria de Buenos Aires para acreditarse ante el gobierno de Hipólito Yrigoyen como representante personal del presidente Venustiano Carranza. El Primer Jefe del Ejército Constitucionalista buscaba dar prestigio internacional a la Revolución mexicana y a su gobierno con una diplomacia que estaba convirtiendo a escritores, intelectuales y artistas en emisarios notables. Y Nervo era la encarnación de esta personalidad: un poeta, un auténtico embajador del amor, proveniente de una república que había pasado una década experimentando una sangrienta guerra civil.

 Ilustración: Jaime Clara

El enviado especial

En aquella suite de techo alto, húmedo el ambiente, el poeta vivía sus últimas horas. Se acomodaba una y otra vez para intentar, en vano, neutralizar el dolor. Un médico de guardia le asistía y algunos amigos le acompañaban. El escritor peruano Víctor Andrés Belaúnde estuvo ahí todo el tiempo. El secretario de la legación mexicana envió continuamente reportes telegrafiados a la Cancillería, vía Buenos Aires. No había comunicación directa con México, como tampoco servicio telefónico.

Un cuarto de siglo antes, a su llegada a la Ciudad de México, le había tocado a Nervo hacer guardia en el lecho de muerte de Manuel Gutiérrez Nájera, periodista de la revista Azul, portavoz del modernismo literario. Luis G. Urbina lo recordaba a su llegada a la Ciudad de México en 1894 por el levitón negro con el que solía vestir su “escuálida” figura, causando la impresión de un “seminarista provinciano”. Ese joven estuvo con el Duque Job hasta que expiró. Habían convivido medio año y habló tres veces con él, brevemente, según Pedro Malvigne, uno de los biógrafos de Nervo, que son muchos y en distintos países, desde su natal Tepic hasta Buenos Aires.

Como escritor de fama, Nervo llamó la atención desde 1895, al publicar su primera novela, El bachiller, la historia de un hombre que se emascula para renunciar al matrimonio y permanecer en el seminario. Después vendría Pascual Aguilera, otro relato impactante en el que Pascualillo, el protagonista, es violado por la mujer que lo crio desde los dos años.

Su primer impulso como escritor le abrió la puerta de El Imparcial, que le asignó la tarea de escribir crónicas sobre París y la Exposición Universal de 1900. Era algo excepcional en el periodismo mexicano de la época: un enviado especial. De aquel tiempo data su amistad con el poeta nicaragüense Rubén Darío, las tertulias literarias y los viajes al resto de Europa.

Cuando en pleno siglo XX llega a Madrid como segundo secretario de la embajada de México, Nervo ya era un poeta conocido en el mundo hispanoparlante y sus poemarios se vendían por doquier. Su retorno a México atrajo una concurrencia de lectores inusitada y honores de una guardia militar. Cuando emprende el viaje investido de ministro plenipotenciario en diciembre de 1918, es invitado en su escala en Nueva York a declamar en la Sociedad de la Poesía. El periplo duró tres meses. Nervo residiría en Buenos Aires y sería concurrente en Montevideo y Asunción.

La poesía era una forma de entretenimiento público, como la zarzuela, el teatro o la música. Todo era en vivo. José Santos Chocano, el poeta peruano contemporáneo de Nervo y del México revolucionario, llegó a amasar 5 mil dólares en recitales de poesía en Puerto Rico, según una investigación del Instituto Mora de 2003. Los poetas en el cambio de siglo eran vistos como hombres de cultura capaces de guiar al mundo; había una recuperación de la tesis platónica acerca del papel de los poetas en el Estado, particularmente en las repúblicas.

Ni la radio ni el cine eran medios de masas en 1919. Los libros de poesía, las revistas y los diarios con fotografías eran la mayor novedad del momento. El rostro del poeta, sus fotografías bien posadas e iluminadas, estaban en sus páginas.

Una de esas fotos está en el lugar exacto donde murió el mexicano. Es hoy una oficina de la sede administrativa del Mercado Común del Sur (Mercosur), que se ocupa de asuntos relacionados con la integración económica regional. Hay también una placa conmemorativa y algunos mexicanos y público interesado vienen de vez en cuando a rendir pleitesía. La suite tenía un baño del lado izquierdo y una ventana grande con un diminuto balcón art nouveau de hierro, con vista a una palmera y de espaldas al Río de la Plata. La imagen de Nervo fue donada de manera anónima a la oficina que hoy ocupan Esteban Rogel y Pablo Riera.

—¿Sabías de la existencia de Nervo antes de llegar acá? —le pregunto a Rogel, un argentino de Tucumán. Para dar su respuesta, toma aire, saca el pecho, me mira y dice:

—“Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo vida...”.

La madre de este funcionario del Mercosur, nacida a principios del siglo XX, era admiradora del poeta y a su hijo le recitaba en la infancia. Nervo fue popular. Pablo Rocca, un especialista en literatura regional, dice que “su prestigio era grande, en especial entre los últimos resabios de los poetas románticos. Y la difusión de su obra fue muy grande entre los sectores más ‘populares’. Sus textos se difundían en ediciones de bajo costo y se reproducían en periódicos de Montevideo y del interior”.

No todo era miel. Los críticos literarios de 1919 debatían acerca del lugar de Nervo en la lírica del modernismo literario. Unos pensaban que el mexicano le había dado a la literatura un sentimiento, una sensibilidad emocional. Otros sostenían que su poesía no alcanzaba los recursos líricos de Darío, excelsos en el orden, la rítmica y la brillantez de las palabras. La misma Juana de Ibarbourou, uruguaya, hija de una nación rica en poetas, tenía un dominio más exquisito de los recursos líricos.

Juan Zorrilla de San Martín, “poeta de la patria” en Uruguay, anfitrión de Nervo, estuvo inmerso en esa polémica. La de Darío fue una “revolución en la lengua, en el verso, en la música. Pero faltaba algo a su obra y eso se lo dio Nervo. Al verso musical y perfecto, Nervo agregó la lacrimae rerum (llorar por algo)”.

La discusión podría extenderse hasta el presente. Nervo entra en la escena literaria en el “coletazo” de un romanticismo “trasnochado”, dice Jorge Arbeleche de la Academia Nacional de Letras de Uruguay, en una conversación con otros miembros de número de esta institución: Ricardo Pallares y Beatriz Veigh. “Pieza de historia”, afirma Pallares. “No hay un aporte”, vuelve Arbeleche. Es popular, dice Veigh, pero su lírica no trasciende en lo literario. “Heredó componentes más románticos que modernistas, recibió del idealismo filosófico, emparentado con el individualismo. Está acentuada la temática de la melancolía, del tiempo pasado, de la pérdida, de las idealizaciones, fundamentalmente de la figura amada. Hay una remisión a lo sacro, a la perfección divina; pierde estatura carnal”, dice Pallares.

“Era llena de gracia como el Ave María”, tercia Arbeleche, citando de memoria “Gratia plena”.

Embajada del corazón

La mañana del 24 de mayo de 1919, el cuerpo de Nervo fue trasladado del Parque Hotel al cementerio central de Montevideo en preparación de su funeral, que se realizó al día siguiente. Una multitud acompañó el féretro desde el panteón hasta la sede de la Universidad de la República, en la principal avenida de la ciudad, la 18 de Julio. Hubo cortejo militar, marcha fúnebre y coronas de flores blancas por decenas. Personalidades uruguayas tributaron al escritor con vibrante oratoria. Era lunes y el Senado hizo un paréntesis en su agenda para rendirle un homenaje, no solo por ser el “enviado extraordinario y ministro plenipotenciario del Gobierno de México”, sino también por su condición de poeta. Y ahí mismo, el periodista Eduardo Rodríguez Larreta, de El País, llevó a la tribuna de la Cámara la lírica de Nervo y personalmente entonó: “Porque veo al final de mi rudo camino,/ que yo fui el arquitecto de mi propio destino./ […]/ Amé, fui amado, el sol acarició mi faz./ ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”

Tanto revuelo por el fallecimiento de un poeta extranjero fue insólito, pero razonable. “Era la época del Montevideo romántico. La muerte de Nervo no podía ser vista más que como una señal, un acontecimiento: aquí vienen a morir los poetas”, afirma Néstor Ganduglia, cronista de a pie de Montevideo, que cuenta entre sus historias callejeras el asesinato de la poeta Delmira Agustini, en 1914.

El mismo día que pisó la capital uruguaya, el 16 de mayo, el mexicano declamó en el Ateneo, un espacio oval, con una cúpula monumental que hace notable el edificio neoclásico-romántico en el centro de la ciudad, todavía hoy, a 119 años de su construcción.

Allí, ante unas 300 personas, poco después de las nueve de la noche y de pie en un estrado semicircular, Nervo hizo una breve introducción de sí mismo como portador de una auténtica “embajada del corazón”. Se dirigió a las mujeres para asegurarles que sus versos de amor nacían y terminaban en ellas. No dijo mucho más. Después habló, según sus propias palabras, “de la única manera en que puedo hacerlo: con poesía”.

En el libro de actas del Ateneo, su presidente, Claudio Williman, conmovido, escribió esa misma noche: “Con voz de limpidez extraordinaria, sin asperezas, con acento espiritualizado y sereno, dejó oír sus mejores poemas. Sus ademanes concretos y suaves acompañaban la dicción como una misma cosa”. Nervo quedó bajo una “tempestad de aplausos”.

Días después, la noticia de la muerte del poeta conmocionó también a la vecina Buenos Aires, donde La Nación, ya para entonces un periódico de renombre, solía publicar los escritos del mexicano desde sus años en Europa. La Prensa, la competencia periodística en la capital argentina, dio los detalles de su agonía como ningún otro diario. Con lujo de detalle reportó el sufrimiento del nayarita.

Algunos en Montevideo, como Pedro Manini Ríos, un político destacado de la época, se enteraron de primera mano de aquellos amargos momentos. “A mi abuelo le escuché decir que se agarraba a un crucifijo y a la trenza de Cecilia”, su “amada inmóvil”, recordó Hugo Manini Ríos, evocando a la española que amó a Nervo en el completo sigilo, viviendo en París y Madrid.

El buque Uruguay transportó el cadáver del Poeta de América, escoltado por uno argentino. Zarparon del puerto de Montevideo en septiembre y tres meses después llegaron a México. Circulan versiones que no hacen sino engrandecer la leyenda de Nervo; sostienen que en cada puerto se unió un barco y que al llegar a Veracruz iba acompañado por una cauda de naves. Sería un poco frívolo decir que Nervo fue un rockstar mediático en el temprano siglo XX. Pero la verdad es que no hay uno de ellos capaz de haber tenido un final de tan fastuosas dimensiones.

ÁSS

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