Las cosas frágiles se rompen, como los vidrios; las cosas robustas, como el acero, resisten, hasta que colapsan definitivamente. Pero hay un grupo de cosas que se crecen con el maltrato, o en el caos. Los músculos, por ejemplo, cada vez que los llevamos hasta su límite de esfuerzo, se reparan y, además, se disponen para ejercer su misma función con mayor fuerza la próxima vez.
La economía de un país pobre es frágil; la de la República de Weimar, en los veinte, o de Estados Unidos de 2008, robustísimas… hasta que colapsaron y quisieron enmendarse recurriendo al poder del hombre fuerte, empujando su vida política a buscar un gobierno disfuncional, corrupto y déspota, como si el incremento del poder pudiera servir para la redistribución de la riqueza.
El vidrio y el acero son productos industriales, producidos con una función específica y con unos límites calculables, que responden a una cadena de razonamientos y conocimientos predictibles. Los organismos funcionan en un sentido muy distinto: los virus mutan, los animales complejos pueden absorber daño y convertirlo en nuevo conocimiento y mayor fortaleza. No es verdad lo que decía Nietzsche, que “todo lo que no me mata, me fortalece” porque hay enfermedades que debilitan sin matar. Pero en general ese aserto vale para el organismo animal, los ecosistemas, los sistemas complejos, o la mente. Golpear las propias confianzas, las ideas que uno tenga más arraigadas y seguras lleva a una crisis, sí, pero también a un conocimiento mejor, más amplio, que no es frágil ni robusto sino una de esas cosas que ganan con el caos, la incertidumbre, las adversidades. Son fenómenos “antifrágiles”, dice Nassim Nicholas Taleb (Antifrágil, Editorial Paidós). Lástima de nombre tan torpe que puede parecerse a otro concepto reciente: la resiliencia. Otro palabro horroroso. La resiliencia supone la recuperación de un estado previo a la adversidad, mientras que la antifragilidad es un resultado de ganancia o mejoría tras el embate del fracaso o del caos.
Taleb es un señor pesadísimo: listo como un diablo, decente escritor, imaginativo, pero simpático como un cólico. Con todo, da gusto una sensatez como la suya en un contexto de necedades contemporáneas que, simplemente, se rehúsan a la antifragilidad y recaen siempre en la superstición de que los grandes problemas requieren soluciones grandes, como construir refinerías, o centralizar las decisiones económicas. Es mentalidad primitiva: “a grandes males, grandes remedios”. Los refranes pueden ser sabios lo mismo que idiotas. Es una mentalidad frágil que supone, como dijo Borges, que las injurias proferidas a un tigre han de ser también rayadas.
Parecen no importar los hechos ni las evidencias ni la historia. Lo explicó Chesterton y lo llamó “distributismo”; lo han dicho Gabriel Zaid e Iván Illich, en México; unos pocos años después, lo dijo Schumacher, en uno de los más exitosos títulos de la historia editorial: Lo pequeño es hermoso. Lo ha planteado Paul Polak desde otra perspectiva: la productividad de la pequeña propiedad.
Me entusiasma que este libro de Taleb venga de un financiero neoyorkino cuya clientela se compone de empresas del más cruel capitalismo vampiresco, experto en cálculos de riesgo que no miden objetos existentes sino actitudes, ideas, incidencias, y en vez de soluciones ofrecen analogías, motivos para creer o descreer. De algún modo, es la contracara de la tradición que aboga por la proporción humana. Desde el lugar de las desconfianzas y recelos, llega al encuentro de quienes confían en que la voluntad humana tiene una natural e indeclinable voluntad de bien.
Es como la analogía que izó Adam Smith en dos libros complementarios. Primero escribió Teoría de los sentimientos morales, que parte del comportamiento humano desde su origen en el bien y la buena voluntad; después escribió La riqueza de las naciones, caminando desde el egoísmo, las envidias, la tendencia usurera de los seres humanos. De suponer nuestra bondad, o de precavernos contra la mala voluntad propia y del prójimo, a Adam Smith le daba el mismo resultado: los mercados, la producción, la economía de casa y de las naciones es una bestia demasiado compleja como para gobernarla.
Y lo dejo como acertijo: ¿qué generaría más distribución y más riqueza: un billón de pesos metidos en una refinería, o un millón de pequeñas empresas con un pequeño capital de un millón de pesos, o cien mil con diez millones, o...?