'El Tonaya no perdona': despojos de humanidad

Libros | A fuego lento

Para escribir este libro, Edson Lechuga recabó testimonios y habló con un grupo de indigentes que ocupaban algunas calles del Centro Histórico de la CdMx.

El libro goza del ritmo y la sonoridad del estilo del habla callejera. (Cuartoscuro)
Roberto Pliego
Ciudad de México /

Unas palabras introductorias mueven a sospechar que El Tonaya no perdona (Grijalbo) no pasa de ser una indagación antropológica que por un capricho editorial ha tomado la apariencia de una novela. No tardamos, sin embargo, en abandonar esta sospecha. Es cierto que, durante un año, Edson Lechuga recabó los testimonios y habló con un grupo de indigentes que ocupaban algunas calles del Centro Histórico de la Ciudad de México, pero es cierto también que estos materiales terminaron adquiriendo una coherencia literaria, una forma, derivada de las posibilidades inéditas del lenguaje.

En cierto sentido, El Tonaya no perdona es un mecanismo concebido a partir de la reelaboración del habla lumpen. Más que leer las palabras impresas, se diría que somos exclusivamente oyentes: tal es el ritmo y la sonoridad del estilo, una avalancha de improperios, obscenidades, escupitajos contra el destino. Es, de igual modo, una balada de amor-odio hacia la Ciudad de México, imaginada como un vertedero a donde van a parar los despojos de quienes eligieron la bendición del aguardiente y no la maldición de la familia o la oficina: 

“la calle es aquello que se dobla, carnal. aquello que se va venciendo de a poco. la calle es la soledad y la sonrisa. juntitas, cuatas, mancuernadas como botón y ojal” (en efecto: prescinde de las mayúsculas).

Los humores de tal escenario llegan hasta nosotros de la mano de cinco seres en ruinas —pútridos, infectos, delirantes, siempre en camino de una zona inesperada de la realidad—. Vemos cómo se aferran a seguir por la delgada línea que separa la vida de la muerte y en ese acto de malabarismo van ofreciendo una parte de sus recuerdos. En sus intentos por definirse, cuentan su historia a golpes de incertidumbre y rabia. No quieren nuestra simpatía ni aspiran a dejar huella. Sólo están ahí, mendigando un cigarro o esperando el momento de hacerse con una botella de 250 mililitros.

Celebro que Edson Lechuga mueva al asombro “ante las posibilidades de la vida y ante las posibilidades del lenguaje”, como aconseja Alonso Cueto al referirse a “las únicas condiciones de la vocación de un escritor”. Sólo echo en falta que borrara el paisaje de fondo. Si se hubiera dado un poco de tiempo para describir los ambientes donde vegetan sus personajes, El Tonaya no perdona hubiera sido una mejor novela de lo que es.

El Tonaya no perdona

Edson Lechuga |Grijalbo |México | 2019

ÁSS

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