El Correo polaco

Los paisajes invisibles

Günter Grass publicó El tambor de hojalata el 23 de marzo de 1959 en Alemania.

Fotograma de 'El tambor de hojalata', de Volker Schlöndorff. (Especial)
Iván Ríos Gascón
CIudad de México /

Óscar Matzerath eligió dormir en un cesto lleno de cartas. Sobres cuyos destinos eran las ciudades de Lodz, Lublin, Lwow, Cracovia y Czestochowska o que llegaban de Lemberg, Thorn y Tschenstochay.

En el cesto, Matzerath no soñó nada. Ni con la Virgen Negra ni con su tambor ya reparado, no evocó el sabor de los alfajores de Thorn ni mucho menos escuchó el murmullo que, dicen, suena con claridad cuando se reúnen decenas de cartas: correspondencia con noticias silenciosas, sean festivas o funestas; mensajes breves a la espera de alguien que lea las palabras que los contienen, postales de turistas, trotamundos o exiliados, pero decíamos que Óscar estaba extenuado y triste por su tambor averiado y cerró los ojos en el cesto hasta que la metralla lo despertó y lo único que pudo hacer fue sepultar el tambor, cubrirlo con los sobres en una suerte de nicho vertical.

La metralla y la munición que descargaban las torres dobles de los cruceros desde Puerto Libre agujeraban las paredes. Matzerath terminó el blocao de su instrumento, juguete y compañero, y entonces estalló la fachada del edificio de Correo polaco de la Plaza Hevelius, donde Óscar se refugió, así que salió en busca de Jan Bronski, su presunto padre, y del conserje inválido Kobyella. Recorrió la oficina de envíos certificados, de giros postales, de recepción de telegramas e incluso la caja de pago. 

Todo a su paso eran destrozos. Había heridos por doquier. A uno de ellos lo llevaron al depósito donde se encontraba el cesto que fue su lecho, debemos recordar que Matzerath tenía estatura de gnomo, el tamaño de una criatura de tres años aunque ya era un adolescente, por lo que con su peso de talla normal, el herido arruinaría por completo su tambor, pero era la sangre lo que le preocupaba a Óscar: 

“Dolíame haber enterrado mi tambor en uno de aquellos cestos de ropa con ruedas. ¿No permearía tal vez la sangre de aquellos carteros y empleados de taquilla, abiertos y horadados, las veinte capas de papel, confiriendo a mi tambor un color que hasta allí solo había conocido en forma de esmalte? ¿Qué tenía ya mi tambor de común con la sangre de Polonia? ¡Que colorearan con aquel jugo, en buena hora, sus documentos y su papel secante! ¡Que vaciaran, si era preciso, el azul de sus tinteros y los volvieran a llenar de rojo! ¡Que tiñeran sus pañuelos y la mitad de sus camisas blancas almidonadas, si no había más remedio, a la manera polaca! ¡Al fin y al cabo, de lo que se trataba era de Polonia y no de mi tambor!”.

En efecto. De lo que se trataba era de Polonia, de la Ciudad Libre de Danzig. Se trataba de la invasión del 1 de septiembre de 1939, y se trataba, también, del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de la aventura de un extraño ser que desde muy pequeño se negó a crecer hasta cumplir los treinta pero en el camino vio monstruos y prodigios, él mismo era eso, con su voz que rompía cristales y la astucia para sobrellevar la necedad y la violencia, el tedio del psiquiátrico.

Günter Grass publicó El tambor de hojalata el 23 de marzo de 1959 en Alemania. Veinte años después, Volker Schlöndorff compartió la Palma de Oro por su adaptación de la alucinante travesía de Óscar Matzerath con Francis Ford Coppola por Apocalypse Now, y no estaría de más recordar que la traducción al español fue publicada por Joaquín Mortiz en 1963. Sin embargo, y a pesar del éxito de la novela (quizá la más célebre de Grass), no se leyó en España durante el franquismo.

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