Estiro el brazo en la mañana y tanteo los objetos de la mesa de noche: la pila de libros que siempre amenaza con caerse, la pluma, el cuaderno de las ocurrencias y los sueños, la lamparita, el celular, los lentes, a veces los audífonos y el antifaz, aretes y anillos. Un primer asidero al amanecer, las pequeñas cosas, las que necesitamos para viajar como los astronautas al sueño y salir de él como náufragos.
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Si me pongo a pensar, hace muchos años aquella mesa —en algunas épocas rudimentaria como un huacal— se poblaba de cosas muy distintas, empezando por la cajetilla de cigarros y el cenicero que fueron desterrados a los treinta años, o los broches para el pelo. Y unas pastillas muy distintas a las que tomo ahora, nada emocionantes. Aquella mesa es un territorio callado por donde el tiempo ha transcurrido, un juego de ajedrez en el que a algunas piezas se las ha tragado la vida y otras ha habido que cobrarlas con desgano.
En la mesa de noche dejamos extendidos los rencores del día anterior para que se olviden al día siguiente. Su precario equilibrio nos sostiene al despertar y también guarda en sus cajones nuestros secretos: habrá quien oculte en su oscuridad una botella, la marihuana para relajarse o tener sueños imposibles, píldoras para el sueño posible, aceites y perfumes, partes postizas para estar presentables. Quien habla cada noche con la misma fotografía o lee la misma nota, quien tiende sus recuerdos a un lado para no pensar. Y es que dormir no es fácil y al abrir los ojos en la mañana nos encontramos inermes: el que duerme deja todo listo para facilitarle la vida al que despierta, incluso en el sobresalto de los temblores o las malas noticias a mitad de la noche. Quien se va del mundo deja en la mesita lo que más necesitó.
Meterse a la cama y leer tiene mucho de acto amoroso, de intimidad solitaria. Y no hay mejor rescate del insomnio que la lectura apaciguadora de angustias, por eso la pila de libros que va cambiando como las casas de una ciudad. Toda la vida un tomo de Proust, eso sí, porque a Proust se regresa siempre, algún libro de viejas crónicas y los poemas de los amigos; encima de ellos desfilan las novedades o los descubrimientos, las monomanías de cada época por autores distintos. Hay libros en la mesa de noche que nunca leeré y se quedarán ahí como un deseo de viaje frustrado; otros que leí con tal pasión que nunca los pude quitar de su lugar y en silencio me acompañan siempre.
Así, si pienso en todos los objetos que han ido poblando mi mesa de noche, los que despiden el día y me esperan al despertar como una familia; veo que la vida pasa por ahí, territorio minúsculo y zaguán del sueño.
AQ