Dicen que encontraba la felicidad en la lectura. Que su biblioteca era el laberinto personal en el que disfrutaba perderse. Que desde que era niño hizo suyos los libros de su abuela (la mayoría en inglés). Que se adentraba, como quien se zambulle y chapotea en el mar, en las páginas de los de filosofía y religión, dispuesto a encontrar en ellos las claves de la vida. Dicen que los místicos fueron decisivos para su obra. Que atesoraba cientos de ejemplares anotados (cuando aún veía) y con los lomos gastados por el uso. Que casi todos se conservan en la sede bonaerense de la Fundación que lleva su nombre. Dicen que coincidía con Emerson en que una biblioteca es una especie de gabinete mágico en el que están atrapados los mejores espíritus de la humanidad, que nos esperan para salir de su mudez (“tenemos que abrir el libro, entonces, ellos despiertan”). Dicen que ahora cualquiera puede asomarse a su intimidad lectora a través de La biblioteca de Borges (paripébooks), una compilación de fotografías de apenas el cinco por ciento de los libros que lo formaron. Dicen que esta selección bellamente fotografiada e impresa se ha hecho al azar, aunque es sabido que con Borges eso solo significaba que nuestra ignorancia era demasiada respecto a la compleja maquinaria de la causalidad.
Dicen que en 1985, cuando le faltaba un año para morir, la editorial Hyspamérica le pidió un canon de “100 grandes obras que todos deberían leer”. Que él se entusiasmó y expresó: “deseo que esta biblioteca sea tan diversa como la no saciada curiosidad que me ha inducido, y sigue induciéndome, a la exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas”. Dicen que, sin embargo, solo logró hacer una lista de 74 libros, entre los que se encuentran los Cuentos de Julio Cortázar, El mandarín de José María Eça de Queiroz, Ensayos y diálogos de Oscar Wilde o La descripción del mundo de Marco Polo.
Dice su viuda, María Kodama, que los volúmenes atesorados por él pertenecen, no obstante, a “un ámbito más específico” y han sido escritos por autores anglosajones, españoles, franceses o italianos, como Rudyard Kipling, John Donne, William Blake, Bernard Shaw, T. S. Eliot, Almafuerte, Sarmiento, Enrique Banchs, Dante Alighieri, Kafka, Homero, Virgilio. Dice ella, también, que esa biblioteca revela “su interés desde niño por los mitos griegos, sobre todo por el Minotauro, y naturalmente por la obra de Shakespeare”. Dice la viuda que la relación de Borges con los libros era muy física: “los cuidaba mucho, le encantaba tocarlos y olerlos. Obtenía mucho placer de sus libros”. Y que cuando la ceguera se instaló por completo, el escritor “seguía sabiendo dónde estaba cada uno y los mandaba buscar”.
Dicen que cuando Jorge Luis Borges leyó la primera edición en inglés de Los siete pilares de la sabiduría, de T. E Lawrence, escribió en la página final, con letra pequeña, cosas como: “había una certidumbre en la degradación. 581”. Que hizo apuntes, con lápiz y en inglés, en la portadilla de The Life of Oscar Wilde, de Hesketh Pearson. Que en 1941, en un ejemplar de la Biblia de Cambridge, anotó: “en el principio Dios fue los dioses (Elohim)”. Que cosas por el estilo escribía en las obras escogidas de Cocteau, en el I Ching, en el Corán, en el Bhagavad–Gita, y en la edición de The Tibetan Book of the Dead, del pionero estadunidense de los estudios de budismo tibetano W. Y. Evans–Wentz.
Dicen que, además de a la Divina comedia, Borges siempre volvía a Kipling. Que coincidía con él en la idea de que el éxito y el fracaso son relativos. Que decía: “yo descreo de los dos. Pienso con Kipling que son dos grandes impostores. Nadie fracasa tanto como cree ni nadie tiene tanto éxito como se imagina”. Que, además, subrayaba que “como el de Montaigne o Sir Thomas Browne, el descubrimiento de Stevenson es una de las perdurables felicidades que puede deparar la literatura”.
Dicen que al final de sus días, ya ciego, en medio de su paraíso de tinta y papel, afirmaba que el libro era “el más asombroso de los instrumentos del hombre”. Que, después de todo, no sabía si era un buen escritor pero que creía ser “un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector”. Y dicen (lo saben muchos) que no se cansaba de repetir: “que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir, yo me jacto de aquellos que me fue dado leer”.