El superhombre masa

Bichos y parientes

Nos hemos cansado de decir que los candidatos carecen de proyectos

(Foto: Mauricio Ledesma)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Tampoco la ciudadanía ha propuesto gran cosa. En ocasiones anteriores hubo organizaciones civiles que se encargaron de hacer rondas de preguntas, documentar compromisos, proponer agendas; la democracia era posibilidad, no una posesión sino una inminencia y lo posible jalaba al presente. Ahora esperamos sin proponer nada porque estamos, más que desilusionados, resentidos.

Cuando una sociedad sustituye las razones por motivos, los proyectos por reclamos, la responsabilidad propia por la culpa ajena, se ha instalado el resentimiento. “Los niños y las naturalezas serviles tienen la costumbre de disculparse diciendo: ‘¿No han hecho también los demás lo mismo que he hecho yo?’ La comunidad en el mal se convierte ahora en el aparente ‘derecho’ a transformar lo malo en bueno”. Así dice Max Scheler, porque es alemán y filósofo y porque El resentimiento en la moral (1913), además de que parece escrito hoy, busca dar una respuesta y reinterpretación de Nietzsche. 

En resumen, Scheler se adelanta un siglo a lo que hoy llamamos post–verdad, y le para los caballos al afán nietzscheano de suprimir las nociones de bien y mal en la conciencia del “hombre noble”, como lo llama todavía en La genealogía de la moral, obra que inicia todo este debate contemporáneo sobre el resentimiento: ese veneno que viene del odio, que se transforma en envidia y deseo de venganza, pero no halla cuerpo ajeno en qué inyectarse y termina inoculado en las propias venas del resentido. Los juicios dejan de tener referencia a unos valores objetivos y comienzan los círculos viciosos, transidos de motivos, vacíos de razón. 

Nietzsche decía que hay nobles y hay siervos. La suficiencia del ganador que solamente mira hacia adelante y se valida a sí mismo sin remordimientos le parecía superior a la vida servil, bajo una moralidad de virtudes y pecados rencorosos. Con todo, el profeta Nietzsche también es hijo de su tiempo: mientras los positivistas y los historicistas creyeron que un dualismo imaginario era la realidad misma; que la civilización es la desaparición de la barbarie; que la historia tendría reglas y leyes; que el bien nunca puede ser mal, él creyó en un sujeto libre de amarras morales, determinado por nada ajeno a sí mismo. “Toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo”, no de los valores, ese invento de esclavos, porque “la mirada que establece valores —ese necesario dirigirse hacia afuera en lugar de volverse hacia sí— forma parte precisamente del resentimiento... Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: busca su opuesto solo para afirmarse a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo”.

Si la moral de esclavos, la que cree en el bien, el mal y la caridad, es despreciable, la del “noble” (que luego será superhombre o Zaratustra) es masturbatoria y da la espalda a la verdad como hecho exterior al sujeto. En eso tiene razón Scheler.

Nietzsche creía en el “hombre noble” como una propuesta imaginaria. Pero de hecho, ese sujeto existe, y lo descubre José Ortega y Gasset en 1930 (La rebelión de las masas). No era el superhombre sino el hombre masa: un verdadero producto de la autonomía, que “encuentra dentro de sí un repertorio de ideas que nunca se ha puesto a pensar, y decide que está completo”. Es “un ser vitalicio y sin poros” que ha desechado la inteligencia y adoptado sus propios motivos, porque son suyos y no dependen de una idea de verdad exterior ni objetiva que, además, echaron a perder los demagogos. 

Por supuesto, la autonomía de la voluntad en Zaratustra es distinta de la autonomía del burócrata resentido, pero no hay sujeto que no guarde dentro de sí la íntima convicción de ser un noble a quien le ha sido negado su destino. La certeza nietzscheana es el fogón del resentimiento, no su contrario.

Nietzsche es emocionante, brillante, revulsivo. No es tanto que se contradiga, cosa que hizo a menudo, sino que no tenía por qué ocuparse de la riada de los mediocres. La ética y la política eran universos separados. Todavía no se asentaba en el mundo la vida política, donde la opinión de todos y cualquiera tenía un peso real, por más que pequeñísimo. Solo en las democracias y repúblicas se entiende la visión de Aristóteles, donde la ética es un recurso interior y personal que, cuando es tocada y entra en contacto con otros, se llama política. Y en las sociedades políticas actuales, votan millones de zaratustras.


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