Las casas duermen y se enfrían, pero por la mañana alguien enciende la estufa o el comal, pone agua para café o té, barre, abre las ventanas, la vuelve habitable para un día más. Como si la casa se desperezara, un animal vivo que se sacude el polvo del sueño y echa a andar. Una pequeña luz, un calor mínimo; ya con eso se puede vivir. Esa cosa con plumas que, escribió Emily Dickinson, se columpia en el alma y canta sin cesar una tonada sin palabras, necesita que la casa arranque en la mañana. Pienso en eso mientras tomo mi café y miro despertar a la ciudad: ¿cuántas tazas entre los dedos, cuántos bostezos, cuánta agua que borbotea al mismo tiempo? Nuestras esperanzas son como esas mañanas, incluso las oscuras. Mientras el día avance, mientras haya luz y la casa esté encendida, algo se podrá hacer.
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Las casas se encienden con música y voces: el noticiero, las conversaciones, las prisas, los grifos y las regaderas, el relato de los sueños y los pendientes. Al perro le urge el paseo y el gato canta de hambre. Hay problemas que al despertar siguen ahí, como el dinosaurio. Hay dinosaurios que se ven más pequeños de lo que parecían la noche anterior, otros que se revelan enormes, invencibles. Amores que a la luz del día cambian de piel, odios que alguien alimenta cada mañana para que el alba no les quite su brillo patético.
Al encenderse, las casas se montan en el carro del tiempo, las paredes se caldean, el aire entra fresco por las ventanas y se lleva algunas penas o las deja para después. Eso sí, no es lo mismo “la diferencia de la luz de día / para el que llevan a la horca / con el alba del cielo”. Esto lo escribió Emily Dickinson en el dorso de un sobre; lo sé gracias a un hermoso libro que me envió hace tiempo Juan Carlos Calvillo, donde traduce y recopila en hermosas fotografías algunos poemas que ella anotó en pequeños papeles, aquí y allá, quizá para que no se le olvidaran (Las ruedas de las aves, Aquelarre, 2020). Quizá también nos echamos a andar así, junto con la casa, dejándonos mensajes en las servilletas, en las notas sobrantes de compras ya olvidadas e innecesarias.
Hoy es Navidad y yo de verdad quisiera regalar en mi agradecimiento a los amables lectores un poco de esperanza, pero no está fácil, por tantas cosas que ya sabemos. A cambio comparto aquí otro poema de Emily Dickinson sobre una casa que también, a pesar de su espléndida humildad, se desempolva y echa andar cada mañana:
El Hogar más hermoso que yo he vistoSe construyó en una Hora
Lo hicieron dos sujetos conocidos
Una Flor y una araña a solas –
Una mansión de encaje y de Satén –
Que pasen muy felices fiestas y que la casa del 2023 cumpla sus esperanzas.
AQ