Para Beatriz Espejo
Una de las más inusitadas, si no polémicas, figuras de la poesía mexicana del pasado medio siglo fue, sin lugar a dudas, Guadalupe Amor (1918–2000). Desde su meteórico salto al Olimpo, la vida y obra de Pita —alias con el que se refería a su persona física, terrestre— se ha encontrado, desde su primer libro de poesía (Yo soy mi casa, de 1946), rodeada de controversia: por una parte el —si bien efímero— reconocimiento de su enorme talento literario y, por otra, el estigma como símbolo de decadencia y excentricidad generado por su voluntad de no someterse a los atavismos de la mujer en México: pecado que hoy más que nunca pesa sobre ella y su obra poética. En este sentido, debemos señalar que Pita no pertenece a un grupo de “olvidadas” de la historia nacional porque sí se le recuerda, al menos aquí en México, pero no siempre por su extensa obra lírica, agotada desde hace mucho tiempo, sino por el personaje insólito y polémico que ella misma inventó y dentro del cual, algunos dirían, que Pita quedó atrapada como insecto embalsamado en ámbar. Esto quizá se debe a su imagen callejera (¿quién no la vio, ya vieja pero con gran escote, un moño “pescaguapos” y una flor adherida a la frente, asaltar con su bastón a los transeúntes de la Zona Rosa?). Esta imagen ha sido la que se ha preferido difundir en los medios, y el sketch semanal del ya finado programa televisivo Desde gayola llamado “El rincón de Pita Amor” ilustra este fenómeno, si bien su émulo, un hombre disfrazado de Pita, siempre incorporaba algunos de sus poemas como parte del espectáculo. De aquí se desprende que si alguien ha perpetuado la memoria de nuestra “Undécima Musa” han sido los gay, que en ella han reconocido una insignia camp forjada de arrojo y extravagancia. Como veremos a continuación, Pita sí pertenece al grupo de las “excluidas” de la historia nacional porque su obra ha sido sistemáticamente suprimida, ninguneada, ignorada y hasta reprendida, por los llamados dueños de la cultura en México.
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“Nada tengo que ver con lo que siento/ Soy cómplice infeliz de algo más alto”. Con estos versos Guadalupe Amor afirma y a la vez niega su papel en los mismos poemas que traza su pluma “celeste e infernal”. En este breve ensayo, al contemplar su obra poética con la circunspección que se merece, examinaré hasta qué punto podemos considerarla una representación lírica de los estremecimientos íntimos de una mujer, atormentada desde las más profundas regiones de su ser o si, en realidad, ella cree servir como amanuense de una voz a la vez hermética y trascendente. Empleo la palabra “amanuense” para subrayar el aspecto coactivo de este tipo de creación poética, pues el sustantivo proviene del latín (servus a manu) y denomina a “un esclavo con deberes de secretario”, en otras palabras, un sujeto poseído, en todos sus sentidos.
Este “yo poético” constituye el sujeto —la identidad personal de la poeta— sublimado dentro de los versos que escribe. Por lo tanto, esta entidad no se pierde en la voz de una metafísica universal, sino que también incorpora por lo menos el eco o la huella de la experiencia personal de la poeta —poetisa para los reaccionarios, musa para los pitagóricos—. En ambos casos sugeridos por esta afirmación–negación del papel de la poeta en la poesía que escribe, podemos señalar la existencia de una dicotomía de oposición que, en su consolidación, proporciona la estructura tripartita de sus poemas, una organización que prevalece en la mayoría de sus más inspirados versos, proporcionándoles un ritmo de contrapunto barroco y una estructura retórica parecida a la del silogismo clásico. No obstante, esta cualidad no se limita a la forma estructural de la composición: también subyace en los conceptos intelectuales de su poesía. Con respecto a tales características, la poeta y contemporánea de Pita, Margarita Michelena, afirma que: “Poesía más de ideas que de metáforas, la de Guadalupe se mueve bajo una estrella pitagórica. Y como la música de Bach, nada le falta y no le sobra nada. Es poesía cuya esencia pide un vaso esencial. Y así está, sostenida en su pura desnudez, como un astro en su luz infalible” (Poesías completas XIII).
El quinto poema de su primer libro, Yo soy mi casa, ilustra muy bien esta estructura en la cual existe una constante tensión entre tres elementos, en este caso el alma, el cuerpo y el intelecto:
De mi barroco cerebro
mi alma se destila intacta;
en cambio mi cuerpo pacta
venganzas contra los dos.
Todo mi ser corre en pos
de un final que no realiza;
mas ya mi alma se desliza
y a los dos ya los libera,
presintiéndolos ribera
de total penetración.
Aquí no solo descubrimos una relación de tres elementos, sino que también —gracias a la tensión retórica creada por su estructura clásica— esta décima plantea la cuestión de la procedencia misteriosa de estas facultades humanas y la posible, si no inevitable, destrucción de las mismas.
Michelena apunta al respecto: “Ante los poemas de Guadalupe Amor tenemos que reconocer el hallazgo de un raro acontecimiento estético: la confluencia exacta, la coincidencia perfecta del fondo y de la forma”. Lo que no nos dice es que estamos frente a una “coincidencia perfecta” de oposiciones —una aporía conciliable solo por medio de la contradicción— y de ahí la originalidad de la poesía (y, como se demostrará a continuación, la subjetividad) de Pita Amor.
Till Ealling, en su reseña del cuarto libro de la poeta (Polvo, 1949), parece intuir esta tensión al describir la poesía de Guadalupe Amor: “Exhalándose súbitamente de su centro, acaso lastimando crudamente su raíz, mas acertando en no arrancarla ni romperla, Guadalupe Amor dio, un buen día, en desplegarse esfera tras esfera, ofreciendo así uno de los más raros ejemplos del milagro que es la intuición de la Poesía”.
Sin embargo, dentro de esta aparente tensión poética, debemos preguntarnos: ¿dónde se encuentra el sujeto, el mencionado “yo poético”? La presencia de un “yo poético” es precisamente el enigma sublimado en forma de verso que encontramos en un cuarteto que el filósofo español José Gaos dedicó a la poeta:
Poetisa que de hoguera
a dios crees servir, di.
¿Ardes tú por dios entera
o quemas a un dios en ti?
No obstante, Guadalupe Amor parece esquivar tales interpelaciones al indicar que ella no representa ni la numen de una voz todopoderosa ni tampoco encarna a una musa que eterniza sus revelaciones celestiales en versos que siempre siguen las estrictas formas clásicas, formas que, según ella, “podrían haber tenido principio, pero una vez creadas [..] parecen eternas, siempre que el contenido sea lo esencial” (entrevista con Cristina Pacheco). La poeta también manifiesta que “frente a la soledad de Dios yo soy su espejo o él el mío”, una frase aparentemente paradójica que revela uno de los aspectos más esenciales de la poesía de Guadalupe Amor: la paradoja cuidadosamente esculpida dentro de las formas poéticas más tradicionales, que al rozarse una contra otra engendran su arte. En la introducción de su libro intitulado A mí me ha dado en escribir sonetos (1981), Pita explica que: “curiosamente, siendo mi pensamiento así de ordenado, las convulsiones, las circunvoluciones, los estremecimientos de mi sangre, son opuestos a la lucidez de mi entendimiento. Por eso tal vez logro en algún soneto, o en veinte, mezclar en una forma perfecta mi infernal mecanismo sanguíneo con mi diáfano pensamiento”.
La autora evita la reducción de su poesía a meras categorías estilísticas al insistir en la importancia del contenido que, si bien se refleja en las formas del Siglo de Oro español (décimas, liras, tercetos, sonetos, etcétera), debe incorporar “lo esencial” del acto poético, acto para esta poeta siempre contradictoria.
Creadora de un arte sumamente intelectual, Guadalupe Amor deshilvana la engañosa máscara del individuo que cubre el rostro de la verdad al mismo tiempo que vuelve a tejer este mismo antifaz con un gran número de poemas escritos, en su mayoría, en primera persona del singular, logrando así algo semejante a lo que plasmó su amiga Frida Kahlo en sus autorretratos. Pero como apunta Michelena: “Aunque escrita en primera persona, la poesía de Guadalupe Amor no es nunca testimonio del deleznable acaecer biográfico, sino relato estremecido de los sucesos superiores del ser. Es, pues, poesía de carácter universal, y aquí el poeta es siempre intenso, vigilante y fiel protagonista del drama espiritual del hombre, de su nostalgia de origen, de su desamparado terror frente a la muerte y de la espantosa necesidad de Dios”.
Los sentimientos que transmite este “yo poético”, aunque muy particulares, son ecos del mundo que habita su ser que, como hemos observado, refleja y está reflejado a la vez, creando así un duro escudo que prohíbe revelar lo que podríamos llamar el verdadero “yo poético” de su poesía, si es que tal “yo” existe en forma duradera y definible. En una entrevista con Pita Amor, Elvira García señala que “una gruesa e impenetrable puerta de silencio impide llegar hasta ella, penetrar en su intimidad, hablar de su persona, de su vida; un bloqueo mental, intencional, separa la Pita del pasado con la de hoy”. Durante nuestra amistad, que duró casi una década, también pretendí hablar con Pita sobre sus relaciones con iconos culturales como Diego Rivera, Frida Kahlo y María Félix, pero ella siempre insistía que “el pasado no existe, Mike. Solo el futuro”.
Aunque se ha señalado que el aspecto hermético (y huraño) de su personalidad proviene de un acontecimiento personal, ajeno a su poesía (la trágica muerte de su hijo Manuelito, de apenas dos años, ahogado en un aljibe de la casa de su hermana, Carolina Amor de Fournier), se observa la creación de una esfera poética autónoma desde el principio de su producción literaria. Este escudo se erige desde sus primeros versos y se nota particularmente en las primeras y últimas líneas de un poema de Puerta obstinada, su segundo libro de poesía:
Cual un espejo, reflejo
la imagen que está delante;
cambia mi faz cada instante,
tiene infinitas reacciones;
todas ellas son ficciones
espejismos del espejo.
Mi vida está convertida
en un reflejo constante
de mi transcurrir cambiante.
En la “Confidencia de la autora” de sus Poesías completas (1951), Pita describe su primer encuentro con la creación poética como una revelación extraordinaria y casi milagrosa: “Una noche, no sé cómo, ya no puedo recordar por qué, movida por un impulso superior, yo que no tenía cultura ni noción de lo que era la poesía, tomé un lápiz, el único a la mano: el que me servía para pintarme las cejas. Y en un pedazo de papel, empecé a escribir mis primeros renglones: ‘Casa redonda tenía/ de redonda soledad’ ”.
La extraordinaria precocidad exhibida por la joven poeta causó tanta agitación en la comunidad literaria mexicana que, poco después de la aparición de Yo soy mi casa, Alfonso Reyes comentó este prodigioso acontecimiento literario con sus ahora célebres palabras: “Silencio. Y nada de comparaciones odiosas. Aquí se trata de un caso mitológico”. Esta advertencia, vista con la ventaja del tiempo transcurrido, ilustra las características más sobresalientes, no solo de Pita, sino también del mundo poético que crea, distinción para algunos inexistente. De modo que en el prefacio a Las amargas lágrimas de Beatriz Sheridan de 1981, Alberto Dallal afirma que “Pita, a pesar de todo, de todos, de ella misma, es sus libros”. El investigador de la danza en México también presiente que “algún día alguien descubrirá que Pita camina, serpentea, aparece y desaparece en los sitios más nobles, exactos y nítidos de su poesía”.
Pero examinemos un momento el significado de la apelación “caso mitológico”. ¿No implica esta denominación cierta afectación, o, cuando menos, la presencia de una alegoría que sirve para alejar al sujeto artístico del arte que crea y de esta manera convertirlo en una máscara que ya no se relaciona con el “yo” de la poeta al constituir un fenómeno ajeno a ella que, si bien eleva su poesía hacia lo abstracto e inexplicable, reduce el papel de la poeta en su propia obra? Pita nos proporciona la siguiente frase para corroborar tal hipótesis: “La poesía es la esperanza y la desesperanza al mismo tiempo; pero en mi caso, al escribirla, ya no me pertenece: me es ajena” (entrevista con Cristina Pacheco).
Guadalupe Amor también admite cierta contradicción inherente tanto en su poesía como en su vida y es precisamente esta tensión contradictoria que, según Till Ealling, “navega de una a otra opuesta clave de martirio: de la sangre a la muerte, del vuelo al polvo, del infierno a la sublimación”. Esta misteriosa relación entre Guadalupe Amor y el arte que crea se encuentra en una nítida tensión sicológica que se ha trasladado a su propia vida como ser humano, llevando a declarar a este autor que “Guadalupe Amor no es realidad. Guadalupe Amor no existe. Es un mito inventado por ella misma”. No obstante, Pita resuelve, hasta cierto punto, dicha tensión al equipararse a la poesía que escribe: “mis problemas personales son los mismos que mis problemas poéticos”.
Con Guadalupe Amor estamos frente a una serie de dicotomías que forman sus emociones y su intelecto, su voz poética y su vida personal, su estilo clásico y su ser iconoclasta... la razón y la locura.
*Una versión más extensa de este ensayo se encuentra en Pita Amor: la undécima musa (Aguilar, 2018).