La rebelión del cuerpo femenino

Crónica

Dos exposiciones, una en Brooklyn y otra en la Ciudad de México, valoran la ruta más combativa del arte hecho por mujeres en América Latina

'Pasando a través' (Sonia Palacios Whitman)
Guadalupe Alonso
Ciudad de México /

Hace unos días, durante una breve estancia en Nueva York, dediqué una mañana a visitar el Museo de Brooklyn, uno de los más antiguos y el tercero más grande de esta ciudad. Dos excelentes muestras conviven en sus espacios: David Bowie is (David Bowie es) y Radical Women: Latin American Art, 1960–1985 (Mujeres radicales: arte latinoamericano, 1960–1985). La del cantante inglés estaba saturada, mientras que Mujeres radicales contaba con un público selecto que recorría con calma las salas deteniéndose a leer las cédulas en cada bloque temático. Se trata de la primera muestra que reúne el trabajo de mujeres latinoamericanas, y latinas residentes en Estados Unidos, 123 artistas y colectivos de quince países. El periodo es clave, tanto en el terreno histórico como del arte contemporáneo. Muchos países de América Latina enfrentaban dictaduras y guerras civiles con terribles consecuencias para la población. Gran parte de las artistas de esta época fueron víctimas de desapariciones forzadas, censura, autoritarismo, violencia, tortura. Y al refugiarse en el arte como única posibilidad de denuncia, hicieron importantes aportaciones a la renovación de medios tradicionales como la pintura y la escultura. Otras optaron por nuevos formatos como el videoarte, el performance o las prácticas conceptuales. La curaduría, a cargo de Cecilia Fajardo–Hill y Andrea Giunta, consta de siete secciones: autorretrato, lugares sociales, feminismo, resistencia y miedo, cartografiar el cuerpo, el cuerpo en el paisaje y presentando el cuerpo. Entre las artistas, originarias de países como Perú, Panamá, Chile, Venezuela o Argentina, celebré la presencia de las mexicanas, en total dieciséis. Entre ellas, Pola Weiss, Magali Lara, Lourdes Grobet, Graciela Iturbide y Mónica Mayer.

La pintura y la gráfica, el collage, la cerámica, la fotografía, el video y la instalación, son soportes recurrentes en estas aproximaciones al arte como medio de resistencia y acción política. En el núcleo de las propuestas está el cuerpo. Vemos, por ejemplo, en un cuadro de la colombiana Sonia Gutiérrez, Y con unos lazos me izaron, el cuerpo de una mujer colgada de los pies; la argentina Liliana Porter, quien presentó sus primeras exposiciones en México, exhibe la serie Cuarenta años, fotografías de rostros y manos intervenidas con líneas que forman figuras geométricas; o a Margot Römer, venezolana, quien participa con la instalación Aparato reproductor de la mujer, una puerta roja de madera donde enumera óvulos, trompa, útero… y, en el centro, una maceta con un cactus enterrado como símbolo del pene. Como éstas, hay más de un centenar de piezas, cada una de ellas reveladora, tanto por su valor artístico como por el significado que guardan. Destaca también el autorretrato, que en el siglo XX se convirtió en una forma importante de autoexpresión y al mismo tiempo en un cuestionamiento sobre los cánones de la belleza y la identidad femenina. En su conjunto, las piezas hablan de “mujeres que enfrentaron formas de opresión social y política más allá del género, como la agresión que ejercen los regímenes dictatoriales o la represión hacia comunidades indígenas, transgénero y otros grupos”. En muchas de las obras la palabra es un elemento que subraya experiencias de opresión, machismo e invisibilidad.

Parte del recorrido incluye una pieza impactante que, aunque no forma parte de la exposición, coincide con la temática. Se titula The Dinner Party, una instalación de la feminista Judy Chicago que consiste en una extensa mesa triangular puesta con elegancia, dedicada a 1038 mujeres en la historia. En los manteles individuales están bordados los nombres de esas figuras icónicas: Safo, Virginia Woolf, Emily Dickinson, Hypatia o Georgia O’Keefe, entre otras, un total de 39 lugares. Los demás nombres están inscritos en el piso. Los platos de cerámica, diseñados por la artista, van adornados con motivos florales alusivos a la intimidad femenina.

La exposición Mujeres radicales adquiere aún mayor relevancia en el contexto de la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos —un hombre que encarna el machismo y la misoginia— y del estallido del movimiento #MeToo, y la ola de denuncias que surgieron en torno al acoso y el hostigamiento de l que son víctimas muchas mujeres. El silencio que había prevalecido, hoy desenmascarado al grito unánime de “Yo también”, hace pensar en esa larga e intensa lucha que las mujeres emprendieron desde los años sesenta, a través del arte. La batalla continúa, en buena medida bajo el manto de estas precursoras, algunas ejerciendo un feminismo soterrado. “Muchas de ellas no se autodenominaron de ese modo”, se lee en la cédula, “sus experiencias en el patriarcado las llevaron a cuestionar el estatus problemático de las mujeres, tanto biológica como culturalmente. Debido al fuerte sentimiento imperialista de la izquierda, el feminismo fue visto a menudo, en América Latina, como una ideología burguesa y foránea; por ello pocas artistas lo abordaron abiertamente. México fue el único país donde había un movimiento artístico feminista organizado durante este periodo. Las obras expuestas exploran las formas de articular los derechos de las mujeres desde la perspectiva del activismo feminista, ya sea documentando protestas o creando una iconografía radical del feminismo”.

De vuelta a la Ciudad de México, mientras me disponía a escribir sobre este tema, se inauguraba en el MUAC una muestra del trabajo de la cubana Tania Bruguera. Artista del video, el performance y la instalación, nacida en 1968, ha desarrollado conceptos como “arte de conducta”, enfocado en los límites del lenguaje y el cuerpo; y “arte útil”, dirigido a la transformación de cuestiones políticas y legales que afectan a la sociedad. Bajo el título Hablándole al poder, el trabajo expuesto responde al concepto de “arte a largo plazo”, obras que intentan insertarse en el tejido social para ver qué impacto tienen. “Es una manera de preguntarnos si el arte puede cambiar el curso de algo. Tal vez el arte no puede cambiar nada con una exposición que se recorre en una hora, pero si le dedicas cinco años a un proyecto artístico ‘prosocial’, ahí la pregunta tiene más sentido. Quizás influye en la manera como una persona ve el mundo, transforma sus hábitos políticos. El arte puede hacerles ver que hay otras maneras de actuar”. Así lo plantea Tania Bruguera, con quien tuve la oportunidad de platicar delante de una de sus piezas más conocidas: Destierro.

Hablándole al poder es una llamado de atención a la sociedad, una toma de conciencia sobre el poder que tenemos las personas. Aunque no hay piezas específicas relacionadas con la situación que se vive en México, la exposición tiene mucho qué decirle a los ciudadanos de este país, donde la violencia, la inseguridad, las desapariciones forzadas y la impunidad prevalecen. “Y ahora mismo”, añade Bruguera, “sobre lo que pasa en otros lugares, porque desde que salió Trump el eje del mundo se ha complicado. La exposición intenta mostrar que el poder lo tenemos nosotros, que podemos cambiar las cosas, transformar la historia. A veces uno lo olvida o quieren que lo olvidemos, y nos hacen sentir menos. La exposición quiere abrir un diálogo sobre distintos caminos posibles para que uno recuerde que tiene el poder”.

En el recorrido vemos escultura, video, instalación y archivos, pero la disciplina que mejor define el trabajo de Bruguera es el performance. “Me parece un soporte muy útil. Es un lenguaje común. No necesitas saberte la historia del arte para entender de qué va, ni haber leído tres tomos de Kant para entender qué significa una palabra. El performance trabaja con el lenguaje del cuerpo y la conducta social. Si uno grita, la gente sabe qué es un grito; si uno se va a una esquina, la gente sabe que te estás refugiando. Es un lenguaje común, el que hablamos todos, una proposición abierta. La gente interviene, es muy democrático. Por lo general, en las obras de arte hay una pared que no te deja pasar, transparente, y en el performance, si yo estoy haciendo algo y tú vienes y me tocas o me traes una foto o me das un abrazo, eso forma parte de la historia de la pieza. Es un género muy inclusivo”.

¿A qué se debe que el cuerpo se imponga en el arte de las mujeres como vehículo de resistencia? “El cuerpo es lo único que tienes cuando no puedes hablar, cuando no eres valorada. Solo te tienes a ti misma, y creo que es muy bonito decir: ‘Mi cuerpo vale por mil palabras’. Las mujeres trabajamos con pocos recursos, con lo que tenemos a la mano, y creo que nos interesa más implementar nuestras ideas que producir algo acorde, digamos, con el mainstream. No es tanto crear un producto, sino un momento que dure lo más posible para que más gente pueda asimilarlo. Por lo general, en un primer momento el arte hecho por mujeres es considerado insignificante, como una malcriadez, como un problema hormonal. Creo que estas mujeres han logrado espacios que no hubieran podido conseguir desde el ámbito doméstico, e incluso desde los espacios sociales que existen para ellas, porque desgraciadamente fueron concebidos por los hombres. Ha sido una manera de ganar terreno, y no es por gusto que, por ejemplo, el performance y el arte socialmente comprometido tengan en su mayoría a las mujeres, porque así expresan lo que no han podido decir en sus casas o en las calles”.

Ha habido mujeres, sobre todo en los años sesenta, que se expresan contra el patriarcado, la desigualdad o la violencia de género a través del arte; sin embargo, no se consideran feministas. “Últimamente he oído decir: ‘Yo no soy feminista’. ¿Cuál es el miedo? Uno es feminista aunque sea hombre, hay hombres feministas. Ser feminista no es solo querer la igualdad entre hombres y mujeres o reconocer a la mujer, también tiene que ver con la cultura de la otredad, de lo que es diferente. Creo que la percepción del concepto ha cambiado. Cuando era más joven se decía: ‘Ser feminista es ser gay, lesbiana’. En Cuba mucha gente decía: ‘No soy feminista’. ¿Por qué no, si somos mujeres? Hay un estigma, un autoestigma de ser feminista, porque a la gente que ha estado oprimida le cuesta trabajo exigir sus derechos. No se da permiso a sí misma para ese lugar que merece. A veces eso pasa con las mujeres que dicen ser feministas. Yo les diría: Sé orgullosa de ser feminista. No quiere decir que estás en contra de los hombres’ ”.

Tania Bruguera, quien presentó su primer performance en La Habana, en 1986, a los 18 años, ha sido acusada de promover la resistencia y el desorden público. Fue vetada por Fidel Castro y, en 2014, la detuvieron para evitar que presentara sus performances. Hoy vive entre Chicago y Cuba, y su obra ha circulado en espacios como el Museum of Modern Art (MOMA), en Nueva York, y el Tate Modern, en Inglaterra. No obstante que no fue incluida en la exposición Mujeres radicales, en Brooklyn, por no coincidir con ese periodo de la producción artística, dice: “Me parece una exposición histórica, hay un antes y un después. Es importante que se presente en Estados Unidos, donde todavía existe un colonialismo y un imperialismo; un país donde ellos inventaron todo, lo absorben todo, lo reempaquetan y lo devuelven a tu país para que lo consumas. Ha sido muy importante que finalmente se haga justicia a tantas artistas que tienen una obra fantástica, pero que fue difícil entender en su momento, porque el arte de vanguardia no tiene una estética predeterminada, va conociendo una estética en el trayecto. Me parece fantástico que a tantos años de distancia se haya logrado una historia paralela que es igual o más importante que la historia oficial del arte. Y también, que se entienda que los latinoamericanos hemos influido muchísimo en el arte de Estados Unidos. Que se vea de dónde vienen otros artistas famosos —generalmente hombres, americanos, blancos—, cuáles son sus referentes”.

Hoy, cuando la lucha por la igualdad recorre el mundo, acercarse al arte producido por estas mujeres que hace 50 años abrieron el camino para hacerse visibles y reclamar sus derechos resulta indispensable. Es un llamado a comprender la raíz y las dimensiones de este reclamo que sigue en pie. Solo en los últimos días, 82 mujeres subieron al estrado durante el Festival de Cine de Cannes, en una protesta sin precedentes, para exigir igualdad de género en la industria cinematográfica; y, en Chile, decenas de universidades están paralizadas por las protestas de mujeres que reclaman una educación no sexista. Acaso el arte, en efecto, no puede cambiar las cosas, pero sí abre la posibilidad de una reflexión, necesaria sobre todo en un país donde el abuso a las mujeres y el feminicidio son el pan nuestro de cada día.

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