Durante el segundo movimiento de su Haroldo en Italia (1834) —ecléctica sinfonía con espíritu de concierto—, Hector Berlioz (1803–1869) plantea un conflicto irreconciliable entre la viola y la orquesta: sus temas no concuerdan; avanzan en direcciones diferentes y sus longitudes son distintas. Ambos son temas suaves y oníricos, pero avanzan sin escuchar al otro, inmersos en su propio sueño sordo.
En el segundo movimiento de su Concierto para viola y orquesta (2015), Jennifer Higdon (1962) hace lo mismo: la viola y la orquesta se ignoran. Cada una se pronuncia desde la certeza de que su sonido resulta definitivo. La voz de la orquesta pregunta y tiembla, es ambigua y frenética; sus frases se articulan en torno a fragmentos y dudas. La voz de la viola asiente y destruye; es veloz y vigorosa; sus frases se articulan en torno a una afirmación absoluta.
Y, sin embargo, dialogan. A pesar de sí mismas, de sus naturalezas soberbias, sus cantos se mezclan. Al principio, es tensa la atmósfera de semejante conversación impuesta. Luego surge la incredulidad de, por ejemplo, una viola desgarrando siniestros arpegios mientras la orquesta, para no romperse en pedazos, abre las cuerdas del contrabajo con todas sus fuerzas en un libre abrazo que de tan amplio casi resulta jazzístico.
A Hector Berlioz lo motivó el desprecio por las formas existentes y expresó su desdén a través del comportamiento de sus instrumentos. Jennifer Higdon hostiliza las relaciones entre la viola y la orquesta por otros motivos; su único impulso es responder un planteamiento experimental: ¿qué construcciones surgen si impongo colaboraciones entre acontecimientos sonoros que han nacido aislados para morir sin salidas?
@hugorocajoglar