Tom Wolfe era uno de esos personajes cuyo mito se humanizaba en las distancias cortas, cuando conversaba y vibraba con los temas que le apasionaban: la cultura, el periodismo, la política o los problemas de la sociedad actual que observaba con una gran agudeza.
Sus ojos azul celeste eran vivaces y brillaban con esplendor chispeante aun a sus más de 80 años, cuando conversé con él en un bar de Barcelona con motivo de la publicación en español de la que fue su última novela, Bloody Miami.
Sus manos llamaban la atención porque eran enormes, fibrosas, con la piel pegada al hueso, dejando traslucir unas venas poderosas por las que corría la sangre de este autor de una obra canónica de la literatura y el periodismo contemporáneo: Ponche de ácido lisérgico (1968), La izquierda exquisita (1970), El nuevo periodismo (1973), Las décadas púrpura (1982), La hoguera de las vanidades (1987), El periodismo canalla (2000), The Kingdom of Speech (2016).
Wolfe hablaba con ahínco y emoción, imprimiendo a sus palabras un ritmo lento y reposado, mientras salpicaba su conversación con historias y anécdotas que se multiplicaban en su memoria. Ya en ese momento sufría fuertes dolores de espalda, por lo que su columna vertebral se había ido combando, pero no mostraba un solo gesto de amargura. Sonreía a cada momento y se mostraba muy atento con su interlocutor, desplegando su talento como gran conversador y respondiendo a cada cuestión que se le planteaba con la soltura de un boxeador que se había batido en infinidad de combates dialécticos.
Vestía con la elegancia de un dandy, algo que lo había caracterizado a lo largo de décadas de oficio periodístico: traje color hueso, corbata blanca con lunares negros, camisa azul y pañuelo blanco con ribetes oscuros en la solapa. Aquella tarde estaba relajado y afable, y en cuanto comenzó a charlar sus palabras se convirtieron en una lección de periodismo cuya vigencia se mantiene intacta.
La primera pregunta que le hice tenía que ver con Bloody Miami, novela monumental de 617 páginas que había supuesto el regreso de Wolfe al ruedo literario en 2012, en la que contaba la historia de un policía hijo de inmigrantes cubanos que impide a otro cubano que huye de la isla lograr su ansiado sueño: pisar suelo estadunidense. ¿Cuánto había en esa obra del periodista y cuánto del novelista?
“La mayor parte de lo que he hecho”, me dijo, “proviene del periodista que soy. Y cuando la gente habla en términos negativos o despectivos del hecho de que sea periodista, insisto en que sí, que eso es lo que hago. Es algo de lo que no me podría quejar jamás, porque jamás habría podido escribir novelas como Bloody Miami si no lo fuera. Quiero decir que nadie podría escribir sobre, por ejemplo, los mexicanos que cruzan la frontera y van a trabajar a Estados Unidos si no lo hace como periodista, porque hay que ir adonde están y verlo. Cada vez que me piden consejo sobre cómo ejercer el periodismo yo digo: lo primero de todo es salir del edificio del periódico, porque ése es el principio para buscar el conocimiento”.
Wolfe admitió que era posible decir que esa novela se trataba en realidad de una ficción que en realidad no lo era, y me citó el ejemplo de una novela acerca de la guerra en Iraq, The Yellow Birds (Los pájaros amarillos), de Kevin Powers, la cual recomendaba vivamente y estaba basada en la vida de un soldado estadunidense. “Esa obra está a medio camino entre el periodismo y las memorias”, señaló. “Sin embargo, se presenta como una obra de ficción y lo subraya. En ese sentido, creo que muchos novelistas estadunidenses no quieren que se considere que hacen realismo, sino novelas psicológicas, porque parece algo más elegante, algo con lo que estoy en desacuerdo. Yo prefiero el realismo”.
Le pregunté en qué medida la inmigración latina había cambiado el rostro de Estados Unidos, y aseguró que estaría encantado de poder decir que Miami era el futuro de Estados Unidos, “pero no es así”, atajó. “Miami es un caso muy especial, porque no se fundó ni siquiera como una ciudad. Era un gran pantano y así estuvo hasta hace 100 años. Entonces se estableció ahí un hotel, a partir del cual creció. Pero no había ni siquiera nativos, así que ha ido creciendo a partir de oleadas de inmigrantes. Su primera gran población fueron los judíos del norte, y más tarde llegaron familias cristianas. Pero podríamos decir que quien lo cambió todo fue Fidel Castro, porque demostró que no era ni José Martí ni Zapata, sino alguien muy distinto. Y es que en 1959 mucha gente en Cuba se dio cuenta de que Castro no era su amigo y comenzó a dejar la isla para irse a Estados Unidos. Así que en los años sesenta la gente que salía de la isla era gente muy preparada, pero conforme pasaron los años la situación fue haciéndose cada vez más difícil para quien quería dejar Cuba, y había gente que se involucraba en cualquier clase de programa o proyecto con tal de tener un pretexto para irse de la isla y establecerse en varios destinos. Así llegaron a Miami decenas de miles de personas que han ido tomando políticamente la ciudad de forma legal en los últimos 30 años. Miami se ha convertido en la única ciudad del mundo que yo conozca donde la inmigración de solo una generación, proveniente de otro país, con una cultura y una lengua totalmente distinta a la del país donde se asientan, se apodera de la mayor parte del territorio en un periodo tan corto de tiempo. El gobierno de Estados Unidos ha tratado de redistribuir a esa población inmigrante en otras ciudades, ha tratado de dispersarla, pero ha sido imposible. Y ahora han comenzado a llegar también muchos venezolanos, empujados por la situación creada por Hugo Chávez, cuyo sucesor es igual que él, un dictador. Y a esto hay que sumar una nueva oleada de inmigrantes rusos que, tras haber intentado fortuna en Nueva York y fracasar, han ido a Miami y han establecido una gran colonia en el norte de la ciudad”.
En ese contexto, le pedí su opinión sobre la inmigración mexicana en Estados Unidos y admitió no saber mucho sobre ella. “Hay un pequeño pueblo en el norte de Carolina al que fui con mi esposa, un lugar ubicado en una colina muy alta donde no crece prácticamente ningún tipo de vegetación comestible, y lo único que hay son árboles de Navidad, que necesitan doce años para crecer y ser vendidos. Dedicarse a esta labor es muy desagradable, porque para cortarlos no es posible siquiera usar máquinas eléctricas o hachas, y hay que hacerlo a mano con unos cuchillos muy finos para cortar filetes. Me quedé pasmado cuando me di cuenta de que la mayoría de esos trabajadores venían de México. No sé cuántos de esos trabajadores vuelven a México, pero son una fuerza de trabajo. Por otro lado, es muy significativo que en Nueva York la población latina sea muy diversa y numerosa, algo de lo que nos damos cuenta por el censo escolar, que muestra que el 40 por ciento de los alumnos inscritos en colegios públicos son latinos. Así que la inmigración ha cambiado el país”.
Comenté entonces que Carlos Fuentes decía que Estados Unidos era el melting pot del mundo, y observó que en Miami eso era distinto. “Si ponemos en una olla a cubanos, mexicanos, puertorriqueños, rusos, venezolanos, etcétera, y dejamos que se cuezan a fuego lento, jamás obtendremos un guiso, porque nunca se fundirán. El título de mi libro en inglés es Back to Blood, y hace referencia a los sentimientos de linaje. Y es que según he observado, desde hace tiempo la religión ha comenzado a perder influencia y la gente invierte toda la fuerza de su fe en su linaje. Nueva York debe tener ocho o nueve desfiles nacionales al año. Uno de ellos es el que organizan los puertorriqueños, muy grande porque hay muchos en la ciudad, y cuando desfilan uno de sus gritos más rotundos es ‘¡Viva la raza! ¡La raza!’. ¿Se imagina a alguien gritando eso por todo Estados Unidos?”.
Le expuse que los WASP (White, Anglo–Saxon Protestant) tenían la guerra y el dinero para afirmar su linaje, y me contó que hubo un tiempo en que todos los aspirantes al programa espacial, que comenzó en 1957, tenían que ser blancos, protestantes, primogénitos, haber crecido en pequeños pueblos y no tener una familia desintegrada. “Y esto es muy significativo, porque ha hecho que exista un código no escrito entre los militares, sobre todo en la fuerza aérea, que hoy es la franja con más glamur del ejército”.
Llegó el momento de hablar de su forma de trabajar. ¿Cuál era el método que Wolfe había seguido? “Antes”, relató, “solía comenzar a trabajar por las tardes, porque por la mañana trabajaba para periódicos, pero no estaba casado. Me levantaba a las dos de la tarde y trabajaba hasta las diez u once de la noche. Y aunque es para mí muy difícil levantarme temprano para trabajar, ahora debo hacerlo. Trato de comenzar a las diez de la mañana y me pongo el objetivo de escribir unas 12 mil o 13 mil palabras. Y en cuanto las tengo, cierro la carpeta y pienso en otra cosa”.
No escribía con computadora, dijo, algo que incluso a él le parecía extraño. “Como en los viejos tiempos de los periódicos, he usado siempre máquina de escribir. Alguna vez quise usar una computadora, pero jamás me he sentido cómodo con ellas. En parte porque se utiliza muy poca fuerza con los dedos cuando se teclea, y eso no transmite pasión. De todos modos, creo que nací muy pronto para eso y ahí está el verdadero problema. La cuestión es que últimamente he tenido problemas para comprar cintas para mi máquina de escribir e incluso en e–Bay ha sido complicado, así que he decidido volver al lápiz, no a la pluma, sino al lápiz, porque es más fácil corregir los errores. Y es que para crear, para escribir y captar cosas, el ruido que producen las máquinas se acaba metiendo en tu cabeza; en cambio, cuando escribes con un lápiz todo fluye mejor. Los grandes escritores del siglo XIX escribían con tinta y pluma, y lo que hacían nos ha dejado asombrados por la capacidad de concentración que mostraban y la gran producción de la que fueron capaces. Tardé dos años en documentar el tema para Bloody Miami, y luego en escribirla otro tanto, y uno ve a autores de esa época que escribían una gran novela por año. Es fantástico”.
Quise saber cuál era, en su opinión, el futuro del periodismo en la era de internet y el reto al que nos enfrentábamos los periodistas. “Uno de ellos”, afirmó, “es algo que tiene que ver con lo que predijo Marshall McLuhan en 1968: las jóvenes generaciones, a consecuencia de las nuevas tecnologías, se convertirán cada vez más en una especie de tribu. Y esa tribu, que vuelve al pasado elemental, cree cada vez más en las personas que tiene más cerca, especialmente los rumores. Los blogs son sencillamente eso: rumores. Y de eso no se salva tampoco la Wikipedia, que en 2002 publicó que yo había muerto. La historia se convirtió en un gran rumor, al punto que Larry King, el famoso presentador de televisión, me llamó y me preguntó de dónde había salido esa noticia. Yo le dije que no lo sabía, que con seguridad moriría un día, pero que por hoy estaba vivo. Recordé que Mark Twain se vio en una situación parecida y declaró que la noticia de su muerte era considerablemente exagerada. Entonces, Internet, y en particular la Wikipedia, son una especie de memoria en la que unas cosas pueden ser verdad pero, como la memoria, algunas veces falla y crea ficciones de manera muy fácil. Y es que la gente no se toma en serio las cosas simples de la vida y prefiere hablar de escándalos y rupturas y cosas por el estilo”.
Le expuse que era considerado uno de los padres del llamado “Nuevo Periodismo”, y le pregunté qué quedaba de ese género. “Hay algunos escritores que siguen usando el mismo método, la misma técnica que se comenzó a usar en lo que se llamó Nuevo Periodismo. El problema es que cuando algo se bautiza como nuevo, al cabo del tiempo deja de serlo. Y, como sabemos, cada generación tiene sus cosas nuevas. Hoy hay incluso nuevos conservadores. Existen hoy escritores que hacen lo que un día se llamó Nuevo Periodismo, como Michael Lewis, quien escribió una novela sobre beisbol, que en realidad es sobre negocios”.
Lo interrumpí para saber cuál era el secreto para hacer ese tipo de periodismo, y me expuso que había cuatro objetivos. “Uno: crear un texto con lo que se va viendo y comprobando, sin atender a una narrativa histórica. Dos: el uso de citas, muchas citas, especialmente diálogos porque, como prueban algunos estudios, el diálogo es la forma más fácil de leer, y uno se identifica de inmediato con lo que se dice. Tres: lo que Henry James llamó el punto de vista; es decir, cada cosa pasa por una cierta mirada, por el tamiz de una persona particular, y eso hace que el lector pueda identificarse o no con lo que lee. El cuarto objetivo es lo que yo llamo la anotación de los detalles de estatus, aquellas pequeñas cosas que te enseñan el rango social o la escasez de rango social, esas cosas que muestran los personajes que se sienten inseguros de su rango social. Esto es algo que engancha mucho al lector. Y es algo que solo los escritores pueden mostrar”. ¿Dónde está hoy el gran estilo?, inquirí. “La gente joven cree que la tecnología marca cada vez más la pauta, que la velocidad es el efecto. Hoy podemos hablar de alta frecuencia de los negocios y creer que donde realmente se juega todo es en las máquinas, en esos letreros en la bolsa que van a toda prisa corriendo por un lado con las informaciones sobre opciones y estados de las empresas y las acciones. Por desgracia, eso no tiene nada que ver con el verdadero valor de las cosas. Así que el gran estilo es, precisamente, el que muestra el verdadero valor de las cosas”.
Antes de concluir la charla, le pregunté si le gustaría escribir sobre el narco mexicano y respondió que sí, que creía que ese era un gran tema. “Sin embargo, no conozco toda la información y esa sería una buena razón para viajar a México. Tengo unos amigos en Monterrey que me cuentan que el narco ha creado ahí un nuevo mundo, porque ha convertido esa ciudad en uno de los grandes centros del negocio de la droga. Mi impresión, y quizá suene a la impresión que puede tener alguien leyendo la prensa estadunidense, es que el orden político en México se ha venido abajo y que los políticos están asustados”.