Una historia de hostigamiento antes de las redes sociales

Los paisajes invisibles

En la edad de piedra noventera, los celulares y el internet apenas invadían lo cotidiano y el mail no era esencial... reconsiderando, tal vez era un mundo mejor.

Hace 20 años, nadie imaginaba siquiera que habría redes sociales. (Archivo)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Desempolvaré una anécdota: en la edad de piedra de los años 1990, tuve una amarga experiencia de los gajes del oficio. Escribía en El Búho, suplemento cultural de Excélsior, y una ocasión reflexioné sobre el programa radiofónico de un psiquiatra que humillaba sistemáticamente al público, pues parte de su éxito se basaba en el estilo virulento con el que diagnosticaba los casos que exponía la audiencia.

Mi texto cuestionó los insultos que propinaba a los consultantes (mujeres, la mayoría), y le caló hondo al psiquiatra que, embebido de ego, urdió una campaña contra mí. Durante una semana que me pareció infinita, el psiquiatra azuzó el repudio. El método fue leer mi artículo a retazos y sacar frases de contexto para sostener que en vez de opinar sobre su programa, lo vilipendié, y sobre todo, agravié al fiel y vulnerable radioescucha. A diario mencionaba mi nombre, el teléfono, el fax y el domicilio de la Redacción de El Búho, para que recordaran quién era el enemigo y supieran cómo y dónde expresar sus quejas. Me escupió furiosos dicterios, me “psicoanalizó” con resultados delirantes, especuló sobre mis relaciones afectivas, e incluso, afirmó que mi nacionalidad era española, basándose en mis apellidos. Sólo le faltó inventarme algún delito, y tal vez no lo hizo porque en mi siguiente entrega le señalé su alto grado de responsabilidad como comunicador y el abuso que hacía del espacio radioeléctrico para fomentar una vendetta

Mi réplica fue porque su cruzada funcionó: llegó un par de faxes ofensivos, empezó una cadena de raros telefonemas, alguien preguntó por mí en la Recepción del Diario, y sí, lo consiguió: me invadió la paranoia, y no porque entonces yo fuera un joven inexperto sino porque entendí la profunda complejidad receptiva de un público de amplio espectro y sus impredecibles consecuencias. 

Mis amigos me advirtieron que en esa marea de orejas había de sobra justicieros espontáneos, humillados y ofendidos por hipersusceptibilidad o por manipulación, vengadores por ociosidad, quijotes urgidos de molinos o simples bravucones cansados del solitario boxeo de sombra, así que el asunto no era poca cosa y debía ser precavido. Por suerte, ahí terminó el asunto, repito, una alucinante sucesión de hechos desafortunados.

En esa edad de piedra, los celulares y el internet apenas invadían lo cotidiano. El e-mail no era esencial. No había blogs ni chats. Nadie imaginaba, siquiera, que habría redes sociales y sus alcances en las vidas. Aún faltaban unos años para la breve época dorada y la ruina de los punto com. Y, reconsiderando, tal vez era un mundo mejor. Y es que esta época convulsa me remite a esos días extraños en los que a pesar de tantas señas que dio de mí el psiquiatra en su programa en vivo, la muchedumbre no conocía mi rostro, tampoco sabía mi edad o algo de mi biografía, su única referencia era mi artículo criminalizado en su programa favorito pero, de todos modos, alguien se atrevió por persuasión o diversión o por contrato, a alterar más de la cuenta mi habitual estrés.

En la carta de despedida que posteó Armando Vega-Gil en Twitter, una frase llama la atención: “más vale un final terrible que un terror sin final”. En todo lo que se ha escrito o comentado sobre el suicidio del Cucurrucucú, y al margen de la veracidad o falsedad de la acusación anónima porque el estigma ya era indeleble, nadie ha detectado que quizá su decisión fatal provino de malos augurios porque los efectos perniciosos de las redes se escapan velozmente de la compu o del celular o la tableta y salen a la calle para desatar el indeseable terror sin final.

ÁSS

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