“Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país…” –se lee casi al final de Las batallas en el desierto, tal vez una de las obras narrativas breves más y mejor reconocida por el lector mexicano desde su publicación, hace cuarenta años– y las sentencias son más que ciertas.
Permanece, en cambio, la obra misma, autoría de José Emilio Pacheco (1939-2014), un escritor que, insistente en el ejercicio poético, no soslayó la narrativa ni la ocupación de espacios por otros desdeñados. Ocho años después de haber iniciado su columna semanal Inventario (entre el 5 de agosto de 1973 y el 8 de julio de 1976 en Diorama de Excélsior y posteriormente en Proceso) a prolongarse hasta 2014, un cuarentón Pacheco decidió publicar esta “gran novela breve” en el suplemento cultural Sábado del diario Unomásuno.
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Punto de arranque
Concebida como una pieza narrativa libre, Las batallas en el desierto tuvo pronto su editor formal, el sello mexicano ERA, conducido entonces por Neus Espresate y Vicente Rojo, quienes desde el inicio del proyecto a principios de los 60 incluyeron títulos del autor.
¿Novela corta, cuento largo?, se podrá interrogar, Las batallas en el desierto cuenta cuatro décadas después con una docena de ediciones, a la par que traducciones, entre las que destacan las “ilustradas” por el fotógrafo Nacho López (véase también la edición española en el sello Tusquets) y las que con tirajes muy grandes han lanzado algunas instituciones culturales.
Beneficio que no muchas obras de este tipo han tenido durante los últimos años en el canon de la literatura mexicana contemporánea, y un refrendo por la aprobación de la obra completa de su autor, y hasta de un afecto especial hacia él de parte de sus miles y miles de lectores.
Las batallas en el desierto es un libro actual. Se lee en las secundarias y en las prepas; en los medios académicos y entre los conocedores de la literatura. La misma crítica literaria lo ha aprobado sin reservas.
Relato urbano, ¿mejor retrato de la gran ciudad de mediados del siglo XX?; relato de iniciación, ¿otro que nos muestre con tal naturalidad y embeleso el amor de un jovencito por la mujer madura?, Las batallas en el desierto versa sobre los días de Carlos, su amigo Jim, y la madre de este, Mariana.
Carlos, un “niño héroe” que se atreve a entrar “en el más solitario de los combates”, de acuerdo con el crítico Vicente Quirarte (El Colegio Nacional, también “casa” de Pacheco), y al que “cuando el psiquiatra lo interroga sobre aquello que más detesta” responde:
“La crueldad con la gente y con los animales, la violencia, los gritos, la presunción, los abusos de los hermanos mayores, la aritmética, que haya quienes no tienen para comer mientras que otros se quedan con todo; encontrar dientes de ajo en el arroz o en los guisados; que poden los árboles o los destruyan; ver que tiren el pan a la basura”.
40 años después la presencia de esta obra pachequiana en el imaginario colectivo es incuestionable. De ella hay también versiones cinematográficas y musicales (Mariana, Mariana, de Alberto Isaac, y “Las batallas”, de Café Tacvba).
El que se haya publicado originalmente en un medio periodístico (junio, 1981) habla de la cercanía que el autor tenía con los grandes públicos y del valor que le observaba a la difusión cultural y literaria.
Algo también palpable en sus miles de “inventarios” escritos “con religiosidad” semana a semana y que el autor firmaba simplemente JEP y en sus cátedras académicas del mismo Colegio Nacional, donde solía reunir a varios cientos de oyentes.
Heredero de excelencia de la mejor tradición literaria nacional, Pacheco alcanzó una bibliografía básica de alrededor de 50 títulos, enlistados recientemente en El infinito naufragio, una oportunísima antología preparada por Laura Emilia Pacheco.
Las batallas en el desierto permanece al alcance de nuevos lectores; volver a ella sea tal vez una de las pocas maneras de imaginar ahora esa ciudad en la que despliega su sencilla trama (“No hay memoria del México de aquellos años”) y entregar tributo a su autor, el José Emilio Pacheco que el crítico literario Emmanuel Carballo observara como “siempre discreto, sabio y un poco triste”.