Leonard Cohen y yo (una cartografía íntima)

En busca del poeta y a unos meses de su adiós definitivo, recorremos aquí las calles, parques y cafeterías de Montreal donde el genial músico canadiense pasó parte de su vida

Leonard Cohen
Tumba de Leonard Cohen
(Cohen his life.com)
Leonard Cohen
(Christine Muschi/Reuters)
Ciudad de México /

Fui a Montreal a buscar a Leonard Cohen después de leer dos cosas que dijo. Una en 2006: “Cuando estoy en Montreal me siento en casa, de una forma en la que no me siento en ningún otro lugar. No sé por qué, pero el sentimiento se hace más fuerte a medida que envejezco”. La otra es de 1961, aparece en su libro de poemas The Spice-Box of Earth: “Tengo que regresar continuamente a Montreal para renovar mis afiliaciones neuróticas”.

Cohen vivía en Los Ángeles, pero su casa siempre estuvo en Montreal, en esa ciudad nació, creció, se enamoró, se hizo poeta, aprendió a tocar la guitarra con un maestro andaluz y, con el dinero que le dejó su primer disco, se compró una casita de tres plantas en el barrio de Le Plateau, en Little Portugal, una zona donde en 1970 recalaban los inmigrantes europeos, radicalmente distinta de Westmount, el vecindario rico en el que nació y creció. Cohen nunca dejó de regresar a su ciudad y hoy está enterrado ahí, en el cementerio Shaar Hashomayim, en la base de la misma montaña donde nació en 1934.

Fui a Montreal a buscar a Leonard Cohen, a encontrar lo que queda de él, a reconstruir, a partir de su cartografía cotidiana, su fantasma.

Lo primero que hice fue subir esa montaña donde ha quedado para siempre el eje de su vida. Llegué al número 599 de la Avenida Belmont, en Westmount, la casa donde nació y se hizo poeta y que hoy habitan otras personas, quizá parientes suyos, no lo sé porque era de noche y no me atreví a tocar la puerta, me pareció un gesto impertinente y además mi objetivo era el parque King George, que está detrás de la casa, donde el joven Leonard se encontró una tarde a un muchacho andaluz que tocaba la guitarra con una maestría asombrosa. El muchacho estaba sentado en una banca, en la cima de la montaña, concentrado en su música, y tenía media docena de curiosos alrededor. Cohen, según contó varias veces (una de ellas cuando recibió el premio Príncipe de Asturias), fue a su casa por su guitarra y le pidió al muchacho andaluz que le enseñara a tocar. El muchacho le dijo que tocara algo y bastó con que Leonard colocara la manos en su instrumento para que el muchacho le dijera: no tienes ni idea de cómo se toca una guitarra ¿verdad? Cohen recibió unas cuantas lecciones fundamentales de su maestro andaluz, de ahí salieron, según confesaba, todas las canciones que compondría en su vida. Pero una tarde el maestro no apareció, ni tampoco las tardes siguientes; Cohen averiguó donde vivía y fue a buscarlo a una pensión en un barrio marginal de la ciudad. Ahí se enteró de que su maestro se había suicidado. Pensando en esta historia llegué al parque King George, a buscar la banca donde había tenido lugar el encuentro entre el alumno y su maestro; después de recorrer todo el parque me quedó claro que no podía ser más que una vieja banca de madera que está mirando a la ciudad, el resto de las bancas son demasiado nuevas. Me senté ahí un rato a pensar en el muchacho andaluz, en el enorme servicio que nos prestó a los admiradores de Leonard Cohen; sin él la historia de nuestro ídolo hubiera sido distinta, quizá no hubiera hecho canciones y su obra estaría solo en sus libros.

Al día siguiente fui a la casa que compró, en los años 70, en Le Plateau. Rue de Vallieres 28, frente al Parque de Portugal, un pequeño jardín con un quiosco y unas cuantas bancas y que esa mañana estaba cubierto por una nieve endurecida y unas zonas de hielo que invitaban a mirarlo desde afuera. La vida de Leonard Cohen en Montreal tenía como centro su casa, todo lo hacía a pie y siempre iba impecablemente vestido, excepto por las pantuflas que no se quitaba ni para salir a la calle. Unas pantuflas canadienses muy famosas que se llaman Foamtreads slippers. Cuando alguien lo reconocía en los dos o tres sitios que visitaba, siempre alrededor de su casa, advertía: “Si soy yo, pero no digas nada porque vengo en pantuflas”.

Cuando llegué a su casa puse en uno de los escalones que llevan a la puerta una rosa roja que compré para la ocasión. Recorrí por fuera el parque de Portugal, su parque, y fui mirando, desde todos los ángulos, las escaleras de su casa, el sitio donde, según me contaron los vecinos, se sentaba en las mañanas, cuando el frio salvaje de Montreal lo permitía, con su laptop en las rodillas. Se sentaba exactamente en el lugar donde dejé la rosa roja.

La calle de enfrente de su casa, del otro lado del parque, se llama Marie-Anne, no Marianne como su novia histórica, que ahora es una de sus canciones, pero el grado de casualidad es suficiente para poner la carne de gallina. Algún admirador con iniciativa escribió encima del nombre “So long” (Marie-Anne) y después de la muerte del poeta añadió debajo de la placa: “And Leonard”. Después me metí a Bagel Etc, Boulevard St-Laurent 4320, el sitio donde Leonard Cohen tomaba cada mañana un allongé, un café expreso largo que bebía sentado en la barra, en su banco favorito, mientras leía o tecleaba en su inseparable laptop. Simon Rosson, el dueño, me dijo cuál era el banco y me sirvió ahí, en el lugar que ocupaba el poeta, un allongé mientras tecleaba, en mi laptop, las primeras líneas de este artículo. De la ventana del restaurante se ve la casa de Leonard Cohen, a unos veinticinco metros de distancia. Simon me contó que algunas mañanas, muy temprano, Cohen, Lenny como él le dice, se asomaba nerviosamente para ver si ya había abierto el restaurante; entonces Simon, que ya estaba ahí poniendo a punto el negocio, le hacía una seña por la ventana para que el poeta ocupara su lugar en la barra antes de que el restaurante abriera sus puertas.

Casi enfrente de Bagel Etc está la Quincaillerie Azores (Boulevard St-Laurent, 4299), una ferretería donde Cohen compraba algo cada semana, desde un empaque para el grifo hasta una cazuela de barro portugués. Entré a la ferretería, recorrí los pasillos y husmeé en las estanterías mientras me imaginaba al poeta, con su traje negro de Armani y sus pantuflas canadienses, buscando unas pinzas, unas tijeras, un alambre que sirviera de guía para la hiedra que trepaba por la pared. Iba a comprar algo útil pero pensé que lo mejor era comprar algo inútil, algo cuya única función fuera recordarme ese día que pasé siguiendo el rastro de mi amado poeta. Compré un gallo de Barcelós, un gallito rojo de metal, típicamente portugués, que ahora tengo en mi estudio, en un sitio especial. Después fui a otra de sus tiendas predilectas, J. Schreter (Boulevard St-Laurent, 4358) y compré un par de pantuflas Foamtreads, que no pude usar porque a la intemperie hacía un frio que no me permitía deshacerme de las botas. Pasé el día recorriendo ese barrio que Cohen recorrió durante cincuenta años en pantuflas y en la noche fui a cenar a su restaurante favorito, Moishes (Boulevard St-Laurent, 3961). Ahí cenaba el poeta varias veces a la semana y gracias a mi amiga Manon, que era su sobrina, me senté en la mesa que le gustaba y pedí lo que invariablemente pedía: chuletas de cordero y un tinto de Burdeos. Leonard Moishes, el dueño del lugar, me contó que Lenny, también él lo llama así, lo saludaba invariablemente con una fórmula misteriosa: “Nunca van a atraparnos, Leonard, ellos nunca van a atraparnos”.

Al día siguiente, muy temprano, decidí que iría caminando a Bagel Etc, para ver si Simon me abría la puerta antes de tiempo y me servía un allongé como al poeta. La caminata era, de acuerdo con el cálculo de Google maps, de 40 minutos. A las 6.30 de la mañana eché mi laptop y mis pantuflas Foamtreads en la mochila y comencé a andar rumbo Le Plateau, pero el frio intenso que hacía, menos 19 grados centígrados agravados por una permanente ventisca polar, me obligaba a meterme cada diez minutos al vestíbulo de un hotel o a una estación del Metro, para recuperar un poco de calor. Hacía demasiado frío para que cayera nieve y el aire estaba lleno de cristales de hielo. Al final, acosado por el temporal, tuve que tomar un taxi a la casa Cohen. Vi que en el escalón seguía la rosa que había dejado la mañana anterior, momificada por el hielo. Mi idea era sentarme a esperar en los escalones a ver si Simon me llamaba pero el frio me orilló a ir a tocar la puerta de su restaurante. Verme ahí le hizo gracia y me invitó a pasar. Antes de ocupar el banco del poeta y de que me sirviera un allongé, me quité las botas y me puse las pantuflas, idénticas a las que usaba el poeta, que había comprado la tarde anterior. Abrí mi laptop y me puse a trabajar (en este artículo) exactamente como lo hacía Lenny en ese mismo sitio. Cuando pedí un segundo allongé, Simon me contó de una vez que Cohen apareció por ahí con un saco precioso que él tuvo a bien elogiarle. Te lo regalo, le dijo Leonard, tengo varios iguales. Simon le dijo que no, que no iba a usarlo nunca, que le gustaba pero que no era su estilo. Al día siguiente Simon vio venir al poeta con tres sacos, metidos en bolsas de la tintorería. “Elige uno, brother”, le dijo. Simon, conmovido por el gesto, cogió uno. ¿Y lo usas?, le pregunté. Nunca, me respondió, no me queda, Lenny era muy flaco, no me lo puedo abotonar. Antes de despedirme de Simon cambié las pantuflas por las botas y luego tomé un taxi a Westmount, quería volver una vez más al parque donde Leonard Cohen, mi amado poeta, aprendió a tocar la guitarra. Pedí al chofer que me esperara porque no iba a resistir mucho tiempo a la intemperie. Me senté en la banca a contemplar Montreal recién amanecida, hacía una mañana clara, de un azul escandaloso, se veía toda la ciudad y al fondo el río Saint Lawrence, el puerto donde la bella Suzanne le daba al poeta una taza de té y naranjas que venían de China, y también se veían las calles donde los ángeles se olvidaron de rezar por Marianne y por él, y la cama donde la cabellera de aquella hermosa novia suya se extendía sobre la almohada como una estrella dorada.

  • Jordi Soler
  • Es escritor y poeta mexicano (16 de diciembre de 1963), fue productor y locutor de radio a finales del siglo XX; Vive en la ciudad de Barcelona desde 2003. Es autor de libros como Los rojos de ultramar, Usos rudimentarios de la selva y Los hijos del volcán. Publica los lunes su columna Melancolía de la Resistencia.

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