Día del Padre: Rulfo y Pedro Páramo

José Carlo González Boixo reflexiona en su estudio sobre 'Pedro Páramo', del escritor mexicano.

Pedro Páramo, de Juan Rulfo (Especial).
Ciudad de México /

“Me llamo Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados maternos y paternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque sienta preferencia por el verbo arracimar me hubiera gustado un nombre más sencillo.”

José Carlo González Boixo recuerda en su estudio a Pedro Páramo, para editorial Cátedra, que así se presentaba Juan Rulfo y con motivo del Día del Padre, MILENIO ofrece un adelanto de la introducción de esta edición correspondiente a Letras Hispánicas con autorización del sello.

“Vida y obra de un escritor 

Me llamo Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados maternos y paternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque sienta preferencia por el verbo arracimar me hubiera gustado un nombre más sencillo1.

Así se presentaba Juan Rulfo, simplificando esa larga lista de nombres y apellidos a la que, incluso, podría haber añadido el nombre de Carlos, que figuraba en primer lugar en el acta de bautismo. Sin embargo, ese racimo de nombres sí tuvo para Rulfo una importancia capital, pues al quedarse huérfano muy tempranamente sintió la necesidad de enraizar con unos orígenes, lo que le llevó a investigar profusamente en sus antecedentes familiares. Aparece así, ya en el comienzo de su biografía2, uno de los temas más desarrollados en su obra literaria, el de la orfandad, aspecto que se refleja en su obra ampliamente, desde esa frase tremenda que exclama uno de los personajes del cuento «¡Diles que no me maten¡» («Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta»), hasta la necesidad de Juan Preciado por encontrar sus orígenes en Pedro Páramo.

Juan Rulfo nació en Sayula (estado de Jalisco) el día 16 de mayo de 1917. En tiempos pasados hubo cierta confusión sobre el año de nacimiento, derivada de las confesiones del propio Rulfo que solía indicar a tal efecto el año 1918. Sin embargo, las investigaciones de Munguía Cárdenas (1987)3, que aporta las actas de nacimiento y bautismo, no dejan lugar a dudas. Hasta el momento, no ha sido posible explicar la actitud de Rulfo, que utiliza también la fecha de 1917 en algunos documentos. Atribuirlo a un error por su parte, no parece factible; tal vez se pudiese encontrar alguna justificación en intereses de tipo administrativo. De manera sorprendente, una situación similar se produce en relación al lugar de nacimiento. Rulfo, de manera reiterada, en las numerosas entrevistas que concedió, aludía a San Gabriel o a Apulco, justificando la mención a ambos lugares de la siguiente manera: «lo que pasa es que [Apulco] es un pueblo perteneciente a San Gabriel, y San Gabriel a su vez es del distrito de Sayula, y como es pueblo no aparece en los mapas. Siempre se da como origen la población más grande» (Soler Serrano, 1977). Respecto a Sayula, negó que fuese el lugar de nacimiento: «Pero yo nunca he vivido allí en Sayula. No conozco Sayula. No podría decir cómo es [...] Mis padres me registraron allí» (Harss, 1966: 304). Sin embargo, la publicación del facsímil del acta de nacimiento (Munguía Cárdenas, 1987: 20) ratifica a Sayula como el lugar de nacimiento. Lo más probable es que existiese una razón sentimental por parte de Rulfo: tal como interpreta Vi tal (2017: 57), «Si bien Juan Rulfo nació en Sayula, su lugar electivo fue Apulco». Tanto Apulco como San Gabriel son lugares ligados a su infancia. En realidad, no se trata de “mentiras” ni de “errores”; más bien hay que considerar estas variaciones como lícitas formas de construcción del relato auto biográfico, “ficcionalizado” en más de una ocasión con toques humorísticos que buscaban la amenidad. 

De ningún otro aspecto de su biografía habló Rulfo tan ex tensamente como de sus antecedentes familiares, remontándose al año 1790, fecha en la que, procedente de España, llegaría a México su antepasado directo, Juan del Rulfo: «fue monje de un convento, era el mayor de la familia, y el padre no lo quería y lo metió de monje; entonces se fue a México a un convento, de ahí se huyó...» (Soler Serrano, 1977). Rulfo, que parecía disfrutar al referirse a estos nebulosos comienzos familiares, añadiría, sin duda, buenas dosis de fantasía. Prescindiré del relato de la saga familiar, al que aludió en diversas entrevistas (Vital, 2017: 35, rastrea esos orígenes desde el año 1762) y me centraré en los primeros años de la vida de Rulfo, ya que los acontecimientos históricos que se vivían en México —la Revolución— marcarían su biografía, quedando reflejadas en su obra literaria, igualmente de manera sustancial, las vivencias de aquellos años.

Sus padres fueron Juan Nepomuceno Pérez Rulfo y María Vizcaíno Arias, pertenecientes a familias acomodadas (su abuelo paterno era abogado y el materno, hacendado). En Apulco se casaron sus padres en 1914 (lugar en el que fundó Carlos Vizcaíno, su abuelo materno, la hacienda en la que Rulfo vivió en diversos momentos de su juventud), pero la familia se vio obligada a abandonar la hacienda a causa de la inseguridad de la zona, azotada por incontroladas bandas revolucionarias. Estos acontecimientos y la posterior revolución cristera, que nuevamente asoló la región, determinaron la ruina familiar. La familia se traslada a Sayula en 1917 y, más tarde, a Guadalajara. Detengámonos en el trazado biográfico para comentar ciertos datos que pueden tener interés. Algunos de los lugares citados aparecerán en la obra literaria de Rulfo: Tuxcacuesco, en la primera versión de Pedro Páramo en vez de Comala; San Gabriel es el pueblo en el que transcurren los acontecimientos narrados en el cuento «En la madrugada»; Sayula aparece también en la novela. Son, simplemente, ejemplos de una constante en la obra de Rulfo: la ubicación de sus historias en esta región de Jalisco donde nació y vivió su infancia. Y un dato más que ratifica la importancia que esta etapa biográfica tiene respecto a su obra literaria: En el cuento «El Llano en llamas» todo gira en torno al persona je de Pedro Zamora, que no es otro que el cruel revoluciona rio que obliga a su familia a abandonar Apulco y que provocó su ruina.

Pasado ese periodo de gran inestabilidad, la familia puede regresar a San Gabriel a finales de 1920 o principios de 1921, aunque la situación política siguió siendo conflictiva en los años siguientes debido a la guerra cristera. La infancia de Rulfo transcurriría en este lugar hasta el año 1927. Dos sucesos luctuosos marcarían esos años infantiles. En 1923 el padre de Rulfo es asesinado y a fines de 1927 fallece su madre, a los treinta y dos años. Su orfandad quedaría reflejada en su obra literaria, tanto en la novela, cuando el joven Pedro Páramo recibe la noticia del asesinato de su padre, como en el cuento «¡Diles que no me maten!», versión que, aunque alejada de la realidad, juega con el nombre del asesino, Guadalupe Nava. El asesinato del padre hubo de marcarle profundamente y, a pesar de que los hechos reales fueron bien conocidos, Rulfo recreó el episodio de manera imprecisa y con toques legendarios, como si necesitase añadir una cierta heroicidad al absurdo de una muerte en la que el asesino se comportó de manera cobarde, disparando a su padre por la espalda:

A mi padre lo mataron unas gavillas de bandoleros que anda ban allí, resabios de gente que se metió a la revolución y a quienes les quedaron ganas de seguir peleando y saqueando. A nuestra hacienda de San Pedro la quemaron como cuatro veces, cuando todavía vivía mi papá. A mi tío lo asesinaron, a mi abuelo lo colgaron de los dedos gordos y los perdió; era mucha la violencia y todos morían a los treinta tres años. Como Cristo, sí.

En la familia Pérez Rulfo nunca hubo mucha paz; todos morían temprano a la edad de 33 años y todos eran asesina dos por la espalda. Solo a David, el último, víctima de su afición, lo mató un caballo. Tenía seis años cuando asesinaron a mi padre porque, tu sabes, quedaron muchas gavillas. Mi padre tenía autorización para confirmar del obispo de Papantla, pues en tierras agita das podían delegar ese sacramento en los seglares. Recaudaba el dinero de las confirmaciones y lo daba a los curas. Regresaba de una gira cuando fue asaltado y muerto por los gavilleros6.

La rebelión de los cristeros, entre 1926 y 1929, especialmente virulenta en aquella zona de Jalisco, acentuó los problemas económicos de una familia sin padre (la hacienda paterna, San Pedro Toxín, que aparece mencionada en el cuento «El Llano en llamas» quedó arrasada después de su muerte). Estos sucesos de los cristeros fueron frecuentemente objeto de reflexión para nuestro autor. Rulfo la consideró una rebelión estúpida, y no tanto por los males que acarreó a su familia, sino porque en el fondo era la expresión de unos «pueblos muy reaccionarios, pueblos con ideas muy conservadoras, fanáticos» (Harss, 1966: 308). Rulfo pensaba en un constante engaño, desde la conquista española, la independencia, la revolución, lo que había derivado en un pueblo reconcentrado, que se inhibía al exterior; por eso el ambiente de los cuentos, el ambiente de Comala, un pueblo que se deja morir, es la fiel ex presión de un pasado que cae inexorablemente sobre esas gentes que Rulfo refleja. Como un símbolo más de ese proceso de destrucción veía Rulfo la rebelión cristera:

Es que hubo un decreto en donde se aplicaba un artículo de la Revolución, en donde los curas no podían hacer política en las administraciones públicas, en donde las iglesias eran propiedad del estado, como son actualmente [...] Claro, protestaron los habitantes. Empezaron a agitar y a causar conflictos (Harss, 1966: 308).

La Cristiada se caracterizó más que nada por el saqueo, tanto de un lado como del otro. Fue una rebelión estúpida porque ni los cristianos tenían posibilidades de triunfo, ni los federales tenían los suficientes recursos para acabar con estos hombres que eran de tipo guerrillero (Soler Serrano, 1977).

Uno de sus cuentos, «La noche que lo dejaron solo» recrea esas luchas de los cristeros, lo mismo que en la novela y en algunos cuentos se alude a la Revolución mexicana. Parte de la educación primaria la realiza Rulfo en el colegio de las monjas josefinas, hasta su clausura en 1926 debido a las leyes anticlericales dictaminadas por el gobierno del presidente Calles. La persecución obliga al cura Irineo Monroy a ocultarse en casa de la abuela materna, Tiburcia Arias, persona muy religiosa. Allí traslada su extensa biblioteca, lo que dará ocasión a Juan Rulfo de iniciar su vocación lectora, en aquellos meses de obligada reclusión en un San Gabriel azotado por la guerra cristera:

Cuando se fue a la Cristiada, el cura de mi pueblo dejó su biblioteca en la casa [...] Tenía muchos libros porque él se decía censor eclesiástico y recogía de las casas los libros de la gente que los tenía para ver si podía leerlos. Tenía el índex y con ese los prohibía, pero lo que hacía en realidad era que darse con ellos, porque en su biblioteca había muchos más libros profanos que religiosos, los mismos que yo me senté a leer, las novelas de Alejandro Dumas, las de Víctor Hugo, Dick Turpin, Buffalo Bill, Sitting Bull. Todo eso lo leí yo a los diez años, me pasaba todo el tiempo leyendo; no podías salir a la calle porque te podía tocar un balazo. Yo oía muchos balazos. Después de algún combate entre los federales y los cristeros había colgados en todos los postes. Eso sí, tanto saqueaban los federales como los cristeros (Vital, 2017: 95).

Parece razonable vincular estas experiencias infantiles, lo mismo que sus vivencias juveniles jaliscienses, con su obra literaria, ya que esta refleja episodios concretos, lugares y ambientes. El conocimiento de estos datos es, sin duda, útil para el análisis literario, pero no son por sí mismos relevantes del proceso creativo. Aunque sea una obviedad, cabe recordar que esas mismas experiencias las tuvieron el resto de personas de su generación, sin que revirtiesen en experiencia literaria. De manera paralela, deberíamos considerar que la experiencia lectora de Rulfo, que pudo ser similar en otros lectores, no justifica por sí misma el nacimiento de un escritor, aunque es indudable que sí forma parte sustancial de la formación de un escritor. La anécdota anterior, esas lecturas infantiles de Rulfo, simboliza una actitud constante a lo largo de toda su vida. Antonio Alatorre, que llegaría a ser un prestigioso filólogo, comentaría con admiración su encuentro con Juan Rulfo en Guadalajara, a comienzos de los años cuarenta, sorprendido ante aquel joven melómano y ávido lector que le recomendaba la lectura de novelistas norteamericanos cuya existencia desconocía. Múltiples anécdotas jalonan la vida de Rulfo, ligadas a espacios míticos, como la librería-cafetería El Juglar, su desmesura en la compra de libros, sus lecturas de autores minoritarios y, en definitiva, cualquier lector quedará sor prendido ante la ingente cantidad de lecturas que mencionó en conferencias, en textos escritos o en entrevistas. El mejor ejemplo, los quince mil volúmenes de su biblioteca7.

Si la Cristiada fue motivo suficiente para que Rulfo desarrollara una visión crítica de la realidad de su entorno, otros acontecimientos vitales le afectaron en aquellos primeros años, dejando una huella profunda en su carácter y que no fueron ajenos a la personalidad que dota a sus personajes literarios. En 1927, los dos hermanos mayores, Severiano y Juan, ingresaron en el Instituto Luis Silva de Guadalajara, centro religioso que funcionaba como escuela e instituto y que admitía alumnos internos (situación en la que quedaron los dos hermanos) y que, en sus orígenes, había sido también orfanato. Rulfo permaneció en dicha institución hasta el año 1932, completando los estudios de primaria. Su vida en el orfanato le dejará una huella muy personal: su soledad. Los recuerdos de esta etapa de su vida son muy tristes:

Era el único orfanato que existía en Guadalajara y a los ricos de Guadalajara los encerraban allí como cárcel correccional. Nosotros, que no éramos de allí, veníamos de los pueblos, pues lo tomábamos todo como cosa natural, pero para muchas personas, sobre todo hijos de gente pudiente de Guadalajara, la forma de castigar a los hijos era metiéndolos en ese orfanato...era terrible la disciplina, el sistema era carcelario...Lo que aprendí fue a deprimirme, fue una de las épocas en que me encontré más solo y donde conseguí un estado depresivo que todavía no se me puede curar (Soler Serrano, 1977).

Llegamos ahora a un momento de su vida, conocido a raíz de su fallecimiento, que llena el hueco que se tenía respecto a los años 1932-34. Tal como explica minuciosamente Alatorre:

Terminado en 1931 el sexto año de primaria en el “Luis Silva”, Juan hizo allí mismo lo que se llamaba “sexto año doble”, que era una como mini-escuela de comercio [...] Y, ter minado el “sexto año doble” en 1932, Juan pasó en noviembre del mismo año al seminario de la arquidiócesis de Guadalajara [...], lo pusieron en segundo año [...] pasó a tercero (año escolar 1933-1934), y en el examen final quedó reprobado en latín [...]. Para pasar a cuarto año Juan hubiera tenido que dedicar las vacaciones de verano de 1934 a estudiar y más estudiar latín para presentar un examen extraordinario. Y, si hubiera tenido deseos ardientes de ser cura, sin duda lo hubiera hecho. Pero no lo hizo. En agosto de 1934 acabó la etapa seminarística (Alatorre, 1998: 171).

¿Por qué Rulfo nunca mencionó públicamente su estancia en el seminario? Lo más probable es que para él careciese, simplemente, de interés hablar de una etapa breve en su vida que tal vez no le reportó ninguna experiencia nueva. Tal vez, también, no resultaba conveniente en los años treinta y cuarenta resaltar este hecho en un país marcado entonces por una política laicista. No parece que él tuviese ninguna vocación sacerdotal y sabemos que fue su abuela Tiburcia, tan religiosa, quien propició su entrada en el seminario. Cubría así, de todas formas, estudios de secundaria que le permitían el acceso a la universidad, en cuyos cursos de preparatoria intentó matricularse en 1933, aunque el cierre de la Universidad de Guadalajara debido a las huelgas lo impidió. Si a nivel personal pudo ser una etapa gris, sin interés, en cambio, en relación a su literatura, es fácil imaginar su trascendencia. Se culminaba así una educación en instituciones católicas —antes, las josefinas y el colegio Luis Silva— que le permitió a Rulfo empaparse de esa religiosidad vivida de manera angustiosa por sus personajes literarios.

A fines de 1935 se traslada a la ciudad de México, viviendo en casa de un tío paterno, David Pérez Rulfo, coronel de las guardias presidenciales del general Lázaro Cárdenas, gracias a cuya influencia entra a trabajar en la Secretaría de Gobernación. Se inicia así una larga etapa de su vida, en puestos relacionados con los archivos, que llega hasta mediados de 1947. Las menciones de Rulfo a esta etapa son abundantes. Señalaré algunas que nos permitirán apreciar la trayectoria de aquellos años en los que Rulfo se convierte en escritor:

Estaba en D.F., en el archivo de Migración, en Gobernación, es el mejor modo de que a uno le dejen tranquilo, en un archivo, cambian los ministros y cambian los empleados importantes, pero de nosotros los archiveros se olvidan [...]. Recuerdo con cariño esa etapa burocrática; la burocracia mexicana eso tiene de bueno, fomenta la amistad.

Allí estuve un tiempo, y en 1939 pasé a ser agente del Departamento de Inmigración. Tú sabes que cada tanto tiempo, por escalafón, se cambian los trabajos; por eso llegué a ser agente y en 1940 me trasladaron a Guadalajara, encargado de la vigilancia de los marinos italianos y alemanes de los barcos incautados en los puertos mexicanos: México había entrado en la guerra. Después trasladaron a los marinos a la cárcel de Perote, pero yo me quedé allá en Guadalajara, sin hacer nada. Me quería venir a México, hice todo lo posible y al fin lo logré (Ruffinelli, 1992: 469).

Los comienzos de Rulfo como escritor coinciden con su llegada a la ciudad de México. La imagen —más o menos real— de un oficinista al que nadie exige demasiado, recluido en los archivos del Departamento de Migración, y que dedica buena parte de su tiempo a leer y a escribir, nos la ofrece el propio Rulfo y el testimonio del escritor Efrén Hernández, que por aquella época fue compañero de trabajo y que comentó:

Nadie supiera nada acerca de sus inéditos empeños, si yo, un día, pienso que por ventura, adivino en su traza externa algo que lo delataba; y no lo instara, hasta con terquedad, primero a que me confesase su vocación, enseguida a que me mostrara sus trabajos y, a la postre, a no seguir destruyendo. Sin mí, lo apunto con satisfacción, ‘La Cuesta de las Comadres’ habría ido a parar al cesto (cit. en Ruffinelli, 1992: 449).

El resultado de esos primeros tanteos literarios de un escritor que no quiere darse a conocer sería una larga novela titulada El hijo del desaliento, destruida por Rulfo. Lo único que se salvó de esta novela fue un fragmento fechado en enero de 1940 y que con el título de «Un pedazo de noche» se publicó en 1959 en la Revista Mexicana de Literatura, núm. 3. Por el testimonio del propio autor, sí parece que esta fue su primera obra, «lo primero que escribí fue esa novela, una novela bastante grande, sí, bastante extensa sobre la ciudad de México» (Soler Serrano, 1977); menos seguro es el cálculo del tiempo que empleó en su gestación, que podría abarcar desde 1936, ya que Rulfo mencionó que había comenzado a escribirla recién llegado a la ciudad de México, hasta 1942 (Efrén Hernández se refiere a ella en su proceso de escritura en carta dirigida a Rulfo en noviembre de 1941, cfr. Vital, 2017: 148). Cuando J. Soler Serrano le preguntó, «y por qué la destruyó, ¿no estaba contento con ella?», respondió:

Era muy mala. Me sigue pareciendo muy mala. Retórica, alambicada, [...] le di una vez a Juan Rejano, cuando ellos llegaron, un capítulo de esa novela, para que lo publicara en una revista que hicieron ellos que se llamó Romance. Era una revista donde publicaban los españoles, y nunca lo publicó por malo [risas]. Así era de mala, así (loc. cit.).

El principal motivo por el que Rulfo decide escribir esa novela es la “soledad”, siempre esa presencia constante. Al carecer de la novela, lo único que podemos valorar es el fragmento publicado, «Un pedazo de noche». En un ambiente depresivo se nos presenta el encuentro de un sepulturero, acompañado de un niño que es hijo de un “compadre”, con una prostituta. Ambos compartirán su tristeza y soledad. A pesar de la negativa opinión que a Rulfo le mereció este primer ensayo literario, se trata de una buena narración, merecida mente recuperada en las últimas ediciones de su obra (Rulfo, 2017).

Caso bastante distinto es el del cuento «La vida no es muy seria en sus cosas» publicado en la revista América (núm. 40, junio de 1945), al que Rulfo descalificó en términos absolutos. Este segundo intento literario no resultó mucho más brillante que el primero para Rulfo, quien señaló: «Dios nos libre. Por fortuna casi nadie lo conoce y el olvido que ha caído sobre él no me parece suficiente»9. Efectivamente, se trata de un cuento fallido. Cargado de sentimentalismo, poco tiene que ver con el resto de su obra literaria.

Estos inseguros comienzos literarios acabarían poco después con la publicación de algunos cuentos que pasarían a formar parte de la colección El Llano en llamas. Nos podemos preguntar ahora por la preparación literaria de Rulfo. Aunque ajeno toda su vida a grupos literarios organizados, sí que pudo resultar fructífera su relación con escritores de su entorno como Arreola, Alí Chumacero, Efrén Hernández o Emmanuel Carballo. Probablemente, sin embargo, fue más lo que él dio que lo que recibió. Lector impenitente desde muy joven, tuvo una formación que podemos considerar autodidacta. Sabemos que en 1936, a su llegada a la ciudad de México, asistió como oyente a clases de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras, aunque su primer intento —no muy convencido— fue estudiar Derecho. De manera más precisa le comentó a Fernando Benítez:

Llegué a México debido a la huelga de la Universidad de Guadalajara, que duró de 1933 a 1935. En la Preparatoria no me revalidaron los estudios y me iba como oyente a Mascarones. Asistía a los cursos de Antonio Caso, Lombardo, Menéndez Samará, González Peña, Julio Jiménez Rueda; pero aprendimos literatura en el café de Mascarones, donde se reunían José Luis Martínez, Alí Chumacero, González Durán, gente toda venida de Guadalajara. Comentaban a los Contemporáneos que eran nuestros gurúes10.

En la época en que comienza a escribir ya tiene una sólida formación literaria y es consciente de la necesidad de imprimir un nuevo rumbo al regionalismo imperante en la novelística de la revolución mexicana, de moda por aquellos años en México. La lectura de los novelistas norteamericanos pudo ser determinante. Como señala Alatorre:

Mi introductor a la [literatura] norteamericana fue Juan Rul fo. Por él supe de la existencia de John dos Passos, de Willa Cather, de John Steinbeck, de Hemingway. Estuve varias ve ces en su casa, casa de gente acomodada; Juan tenía un buen tocadiscos, y música clásica (lujo inalcanzable para Arreola y para mí): y tenía, limpiamente ordenados en la estantería, muchos libros, de los cuales recuerdo en especial las novelas norteamericanas, en traducciones impresas en Buenos Aires y Santiago de Chile (Alatorre, 1998: 173).

Además, Rulfo siempre señaló, entre sus escritores predilectos, a autores del norte de Europa: Knut Hamsun, Boyer sen, Jens Peter Jacobsen, Selma Lagerlöf, Sillanpää, Haldor Laxness. También a los rusos Andreyev y Korolenko, al suizo C.F. Ramuz y al francés Jean Giono.

Los inseguros comienzos literarios de Rulfo finalizan en 1945, año en que publica dos cuentos, «Nos han dado la tierra» (revista Pan, núm. 2, en Guadalajara) y «Macario» (Pan, núm. 6). El autor ha encontrado su forma de expresión y la calidad literaria de ambos se perpetuará en las sucesivas publicaciones. Se inicia así una década fructífera que culminará con la aparición de Pedro Páramo. Sucesivamente irán publicándose diversos cuentos en la revista América, de cuyo consejo editorial formaría parte: «Es que somos muy pobres» (agosto de 1947), «La Cuesta de las Comadres» (febrero de 1948), «Talpa» (enero de 1950), «El Llano en llamas» (diciembre de 1950) y «¡Diles que no me maten¡» (agosto de 1951). Todo ellos formarán parte de la colección El Llano en llamas (1953), que se completó con otros cuentos inéditos hasta un total de 15. Su trabajo de aquellos años no guarda relación con su faceta de escritor. Después de su etapa en Guadalajara, asentado nueva mente en la ciudad de México, deja su puesto de funcionario para trabajar en una empresa multinacional, la firma Goodrich, dedicada a la fabricación de llantas de automóviles. En ella permanecerá entre los años 1947-1952, en los departamentos de venta y publicidad: «estuve muy poco tiempo en publicidad, después fui agente viajero, agente vendedor. Vendedor de llantas por todo el país» (Soler Serrano, 1977). Aun que resulta un poco difícil imaginarse a Rulfo de vendedor, ante la pregunta del entrevistador sobre si se le daba bien la venta de neumáticos, contestó: «muy bien, muy bien, se ven den solos» (loc. cit.). Pero más allá de su comentario humorístico, fue una etapa de duro trabajo, algo que nos interesa tener presente para contextualizar el momento de la escritura, ya que Rulfo desarrolló en estos años su máxima actividad como escritor y su experiencia laboral no fue buena, tal como relató en diversas ocasiones. Sirva de ejemplo este amargo comentario:

Cuando escribí Pedro Páramo yo atravesaba por un estado de ánimo verdaderamente triste. Me sentía desgastado física mente como una piedra bajo un torrente, pues llevaba cinco años de trabajar catorce horas diarias, sin descanso, sin domingos ni días feriados. Corriendo como un condenado a lo ancho y largo del país para que la fábrica, por la cual me deslomaba, vendiera más que sus competidoras [...] yo estaba cansado, no solo física y moralmente cansado, sino también estaba cansado de mentarles la madre todos los días, aunque no encontraba la forma de decírselos en su cara (Vi tal, 2017: 178).

La aparición de El Llano en llamas (FCE, 1953) fue muy bien acogida por la crítica11. Así lo demuestran la media do cena de reseñas y dos artículos que se publican en México en 1953 y 1954 (se analizan con minuciosidad en Gerald Martin, 1992: 478-483). Como no podía ser de otra manera, se destacan su estilo y fuerza narrativa, originales en unas composiciones que por su tema continuaban aparentemente la moda regionalista imperante en la época (y que, en realidad, suponían su fin). Contrasta esta recepción objetiva con la opinión de Rulfo: «en realidad, al principio me sentí frustrado porque las primeras ediciones no se vendieron nunca. Eran ediciones de 2000 ejemplares, el máximo de 4000; los únicos que circulaban era porque yo los había regalado, regalaba la mitad de la edición» (Soler Serrano, 1977). Estas declaraciones, toma das al pie de la letra, son exageradas: ninguna editorial es tan generosa ni es previsible que el autor costease de su bolsillo tantos libros regalados. Más bien parece reflejar, después de muchos años, la sensación que Rulfo recordaba de aquel momento y el deseo de quitarse importancia ante el peso de una fama que sobrellevaba fatigosamente. El éxito de la obra que da atestiguado por la continuidad de las ediciones y por los elogios de escritores y críticos.

La novela Pedro Páramo, según Rulfo, la tenía planeada des de hacía años; son los recuerdos de sus vivencias infantiles, como en los cuentos, el activador que la hace pasar de la mente a la escritura:

No había escrito una sola página, pero le estaba dando vueltas a la cabeza. Y hubo una cosa que me dio la clave para sacarlo, es decir, para desenhebrar ese hilo aún enlanado. Fue cuando regresé al pueblo donde vivía, 30 años después, y lo encontré deshabitado. Es un pueblo que he conocido yo, de unos siete mil, ocho mil habitantes. Tenía 150 habitantes cuando llegué [...]. La gente se había ido, así. Pero a alguien se le ocurrió sembrar de casuarinas las calles del pueblo. Y a mí me tocó estar allí una noche, y es un pueblo donde sopla mucho el viento, está al pie de la Sierra Madre. Y en las no ches las casuarinas mugen, aúllan. Y el viento. Entonces comprendí yo esa soledad de Comala, del lugar ese12.

El proceso de escritura fue rápido, «como cuatro o cinco meses» (Soler Serrano, 1977), aunque Rulfo debía referirse a la escritura de la versión definitiva, ya que tenemos otros datos que muestran un proceso mucho más lento. En una entrevista realizada hacia 1970, Rulfo señalaba que «Pedro Páramo está pensado y concebido mucho antes de El Llano en llamas» (Vi tal, 2017: 392), lo que indica que era un tema que le obsesionaba muchos años antes de que comenzase su escritura que, tal vez, podría datarse hacia 1947, ya que en una carta fechada el uno de junio y dirigida a Clara, que un año más tarde se convertiría en su esposa, le habla de sus frustrados intentos por escribir Una estrella junto a la luna, inicial título de la no vela (cfr. Vital, 2017: 185). Entre los años 1952 y 1954 fue be cario del Centro Mexicano de Escritores (del que sería nombrado asesor literario en 1961), lo que le permitió dedicarse con intensidad a la escritura de esa novela que, después de varios títulos provisionales, se editaría con el definitivo de Pedro Páramo. Ruffinelli recoge una información muy precisa al respecto que le permite datar entre el 15 de agosto y el 15 de septiembre de 1953 el comienzo de la escritura de la novela. Rulfo emite un informe al Centro de Escritores Mexicanos en el que señala:

he escrito varios fragmentos de la novela a la que pienso de nominar Los desiertos de la Tierra. Estos fragmentos escritos hasta la fecha, aunque no guardan un orden evolutivo, fijan determinadas bases en que se irá fundamentando el desarrollo de la novela; algunos de estos fragmentos tienen una extensión hasta de cuatro cuartillas, pero como es lógico, no siguen un orden determinado. Considero que en cambio me servirán de punto de partida para varios capítulos (Ruffinelli, 1992: 452).

En noviembre de 1953 escribe otro informe:

He realizado ya los primeros dos capítulos de la novela, aunque no de forma definitiva, pues algunas cosas tienen que ser rehechas para dejarlos por terminado. También tengo formados varios fragmentos de partes que irán en los capítulos subsecuentes. Lo importante en sí, es que al fin he lo grado dar con el tratamiento en que se irá realizando el trabajo [...]. Considero que si no tengo ninguna dificultad para seguir en continuidad los hechos de la historia, posiblemente pueda entregar en el próximo informe los primeros capítulos ya formados (ibíd., pág. 453).

La siguiente cita confirma en lo esencial cómo fue la gestación de la novela. A pesar de su extensión, merece la pena reproducirla porque aporta datos muy minuciosos. Señala Rulfo:

Acababa de establecerse el Centro Mexicano de Escritores. Formé parte de la segunda generación de becarios, con Arre ola, Chumacero, Ricardo Garibay, Miguel Guardia y Luisa Josefina Hernández. Cada miércoles por la tarde nos reuníamos a leer y criticar nuestros textos en una casa de la avenida Yucatán. Presidían las sesiones Margaret Shedd, directora del centro y su coordinador, Ramón Xirau.

En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante muchos años, había ido tomando forma en mi cabeza. Sentí, por fin, haber encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules.

Al llegar a casa después de mi trabajo en el departamento de publicidad de la Goodrich, pasaba mis apuntes al cuaderno. Escribía a mano, con pluma fuente Sheaffers y en tinta verde. Dejaba párrafos a la mitad, de modo que pudiera dejar un rescoldo o encontrar el hilo pendiente del pensamiento al día siguiente. En cuatro meses, de abril a agosto de 1954, reuní trescientas páginas. Conforme pasaba a máquina el original, destruía las hojas manuscritas.

Llegué a hacer otras tres versiones que consistieron en reducir a la mitad aquellas trescientas páginas. Eliminé toda di vagación y borré completamente las intromisiones del autor. Arnaldo Orfila me urgía a entregarle el libro. Yo estaba con fuso e indeciso. En las sesiones del centro, Arreola, Chuma cero, la señora Shedd y Xirau me decían: “Vas muy bien”. Miguel Guardia encontraba en el manuscrito sólo un montón de escenas deshilvanadas. Ricardo Garibay, siempre vehemente, golpeaba la mesa para insistir en que mi libro era una porquería...

El manuscrito se llamó, sucesivamente, Los murmullos y Una estrella junto a la luna. Al fin, en septiembre de 1954, fue entregado al Fondo de Cultura Económica, y se tituló Pedro Páramo13.

La obra tardaría algunos años, pocos, en consolidarse entre los lectores, pero su recepción entre los críticos literarios fue inmediata y muy positiva. Aunque algunas críticas fueron negativas, cuestionando su estructura que, por su novedad, rom pía con los moldes tradicionales, el resto comprendió perfectamente que la novela iba a ser considerada como una de las más relevantes de la literatura del siglo XX. Por su agudeza merece citarse el largo artículo de Carlos Blanco Aguinaga, «Realidad y estilo de Juan Rulfo» (1955), luego reproducido en di versas publicaciones, y la reseña, también en ese año, que Carlos Fuentes publica en París, con lo que la internacionalización de Rulfo se inicia muy pronto, como también puede comprobarse por la primera traducción que de la novela se hace al inglés en 1955 (cfr. para la recepción crítica de la no vela el exhaustivo análisis de Zepeda (2005)).

Como en el caso de El Llano en llamas, Rulfo pretendió quitar importancia a una obra cuya fama se convirtió para él en un peso difícil de llevar.

Es difícil encontrar, en el marco de la novelística hispanoamericana, una obra que haya suscitado tal cascada de elogios y una veneración semejante. La belleza de su estilo, su profundidad temática, la novedosa técnica narrativa deslumbra ron a los más grandes escritores que no escatimaron sus alabanzas. Carlos Fuentes diría, en el año 2001, que era «para mí, la mejor novela mexicana de todos los tiempos» (Vital, 2017: 264) y Gabriel García Márquez la consideró «la novela más bella que se ha escrito desde el nacimiento de la literatura en español»14. El testimonio del Premio Nobel no deja lugar a dudas sobre el impacto de su lectura:

Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka, en una lúgubre pensión de estudian tes de Bogotá —casi diez años antes—, había sufrido una conmoción semejante [...]. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores. No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo (loc. cit.).

La publicación de sus dos obras en un corto espacio de tiempo evidenciaba que Rulfo había encontrado su modo de expresión literaria. Pero fue un espejismo. Las nuevas obras, tantas veces prometidas, nunca llegaron a ver la luz. ¿La razón? Imposible de saber. Como confesó a Fernando Benítez, recordando la época en que escribió Pedro Páramo: «En una noche escribía un cuento. Traía un gran vuelo, pero me cortaron las alas. Ahora algo madura, algo se forma y necesito de paz y de silencio para reanudar mi trabajo. Espero la magia de otras noches porque yo soy un tecolote. Todo lo hago de no che» (Benítez, op. cit., pág. 9). Ese mismo año de 1955 publicaría dos cuentos que, más tarde, se incorporarían a El Llano en llamas, «El día del derrumbe» (México en la Cultura, núm. 334) y «La presencia de Matilde Arcángel» (Cuadernos Médicos, I, núm. 5). Rulfo, sin embargo, no hacía referencia en su con versación con Benítez, a su tercera gran obra, El gallo de oro, escrita en fecha indeterminada entre 1956 y finales de 1958. Rulfo, en una época en la que se interesó mucho por el cine (desde mediados de los años cincuenta hasta mediados de los sesenta), recibió el encargo de escribir el argumento de una película. El resultado fue esta novela, cuyo guion cinematográfico fue realizado por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. La película se estrenó en 1964 (poco le gustó a Rulfo, siempre tan exigente) y la novela quedó olvidada en algún cajón de su escritorio. Solo, muchos años después, en 1980, transigiendo ante la insistencia de algunos allegados, Rulfo dio permiso para su publicación, aunque se desentendió de la edición y, según su costumbre, no dejó pasar la ocasión de infravalorarla. Es seguro que si Rulfo hubiese decidido su publicación en 1959 habría realizado cambios, a tenor de las numerosas variantes que introduce en sus textos en versiones previas a la definitiva. La edición de 1980 se limitó a publicar la copia depositada en el registro cinematográfico correspondiente; es decir, Rulfo no modificó nada con res pecto a su texto depositado en enero de 1959. El hecho de que se publicase un texto escrito más de veinte años antes (presentado como texto cinematográfico y desvinculado de una finalidad literaria) y sobre el que cabían dudas sobre su carácter “definitivo”, eclipsó la que debía haber sido la gran noticia editorial del año. La tibia recepción de los lectores, condicionada por estas circunstancias, no fue obstáculo, sin embargo, para que algunos críticos literarios —nada más editada— se diesen cuenta de su valor. Las ediciones recientes hacen justicia a esta segunda novela de Rulfo que debe ser considerada una de sus obras “canónicas” (véase González Boixo, 2018: 255-273).

Durante mucho tiempo Rulfo mantuvo la esperanza de los lectores —y probablemente la suya propia— acerca de la publicación de una nueva obra. De la novela La cordillera comienzan a aparecer referencias a partir de 1963 (Ruffinelli, 1992: 453-458). Basándose en las múltiples declaraciones de Rulfo pudo saberse su argumento y las características de di versos personajes. Sería la historia de una familia jalisciense desde sus orígenes encomenderos en el siglo XVI hasta la actualidad. Algunos supuestos fragmentos de la misma pueden leerse en Los cuadernos de Juan Rulfo. Tal vez la novela llegó a ser desarrollada por Rulfo con cierta extensión, pues en el avance editorial de Siglo XXI de otoño de 1968 figuró como próxima publicación. Sin embargo, después de haber señala do en tantas ocasiones que estaba trabajando en ella, Rulfo declaraba en 1982 que había abandonado el proyecto, aun que aseguraba que se encontraba escribiendo una colección de cuentos: «Estoy terminando un nuevo libro de relatos cortos que, provisionalmente, se titula La vena de los locos. Hasta ahora no había tenido tiempo para escribir. En este libro vuelvo a incidir sobre el tema rural, aunque en el mismo se plantean también otras tesis»15. En ocasiones anteriores había manifestado su proyecto de alguna nueva colección de cuentos, como la que iba a titularse Días sin Floresta, sin que se tengan más datos al respecto. Algunos cuentos inéditos, cuya fecha de escritura no ha sido establecida, se publicaron en la prensa en los días posteriores a su muerte y se incluyeron, junto con otros numerosos textos literarios inéditos en Los cuadernos de Juan Rulfo (1994). De acuerdo con Jiménez (2018: 41), «El último relato de Rulfo que se puede fechar [...] se titula “El descubridor”», texto que escribiría en 196816. Estos datos permiten calibrar que la escritura literaria no se cortó abruptamente a finales de los años cincuenta y que, si bien no publicó nuevos textos literarios, fueron numerosos los esfuerzos creativos en los años posteriores, aunque hasta el momento no se haya podido establecer una fechación de los mismos. La deseada aparición de un nuevo libro se fue alargando in definidamente, dando motivo a comentarios y creando un mito en torno a su figura. Tal vez nunca se decidió a volver a publicar porque cuando creó Pedro Páramo penetró tan pro fundamente en la esencia del hombre que, como señala Rafa el Conte, quedó consumido para siempre:

Con solo esta novela, de apenas 150 páginas, la escritura mexicana alcanzó su cota más alta, y México otorgó al arte universal una de sus mejores fábulas. Pedro Páramo es un hito, un resumen, la culminación de toda una literatura. No es de extrañar que desde entonces Juan Rulfo no haya publicado nada más. Rulfo salió del milagro como consumido para siempre17.

Apenas se detallan en estas páginas otros datos biográficos de Rulfo, posteriores a la escritura de sus obras canónicas, porque la finalidad de las mismas ha sido la de estudiar la relación que puede establecerse entre los acontecimientos vita les y la obra literaria. El lector puede completarlos acudiendo a la cronología de Jiménez (2018) y a la biografía de Vital (2017). Mencionaré, pues, para satisfacer la natural curiosidad del lector, solo algunos aspectos de la vida de Rulfo después de su consagración como novelista en 1955. La mala experiencia laboral de vendedor de llantas había finalizado con el disfrute de la beca en los años 1953-1954. Durante los dos años siguientes trabajará para la Comisión del Papaloapan, un proyecto regenerativo de la cuenca del río, que trataba de evitar inundaciones y de reorganizar las zonas agrícolas. Afectó a comunidades indígenas de los estados de Oaxaca y Vera cruz, y la actividad de Rulfo tuvo que ver con «los campos de la antropología, la edición, la fotografía y una política de conservación ambiental» (Jiménez 2018: 36). Los años comprendidos entre 1957 y 1962 resultaron complicados para Rulfo, que sufrió crisis anímicas que no serían ajenas al sentimiento de ir a contracorriente de una vida intelectual y literaria mexicana “gregarias” (cfr. Vital, 2017: 277). Sus trabajos durante estos años no son muy estables y el éxito de Pedro Páramo no se evidencia en términos económicos. Un dato poco difundido, pero muy relevante para entender su menesterosa situación económica de aquellos años, es el relativo a la nueva beca que la Fundación Rockefeller le concedió durante el año 1958. Gracias al historiador Servando Ortoll tenemos acceso a la documentación y a la correspondencia que Rulfo estableció con el responsable de la institución norteamericana en México, John P. Harrison18, quien tuvo el acierto de ver la excepcionalidad de Rulfo en el contexto de los escritores mexicanos de la época y puso su empeño en ayudarle para que pudiese dedicarse a la escritura sin agobios económicos. Es Harrison quien le propone que solicite una beca y Rulfo le escribirá al respecto, indicando que: «Las razones principales son de carácter económico. La situación de un escritor en México es precaria. Estoy obligado a tener hasta cinco trabajos. No cuento con tiempo suficiente para escribir»19. En el formulario de solicitud, Rulfo indica sus propósitos:

Escribir una novela y una nueva serie de cuentos. La no vela versará sobre la desintegración de la familia mexicana, causada por la Revolución y sus consecuencias. El desarrollo de este trabajo requiere una dedicación constante por la amplitud de su tema y su extensión. Si al otorgárseme la beca esta queda supervisada por el Centro Mexicano de Escritores, teniendo yo la obligación de informar regularmente del desarrollo de mi trabajo a esa institución estoy seguro de llevar a cabo la obra a que me comprometo (loc. cit. pág. 101).

«En respuesta a su solicitud, Juan Rulfo recibió de la Fundación Rockefeller una beca especial (“Special Fellowship”)» (Ortoll, págs 101-102). Se trataba de una beca20, bien dotada (3500 pesos mensuales; el equivalente al salario de un profe sor en una universidad mexicana en aquella época) (loc. cit., pág. 104), que empezó a disfrutar desde enero de 1958 y que debió recibir durante todo el año, tal como estaba establecido en el acuerdo.

A finales de 1959 dirige la colección de discos Viva Voz de México, amplio proyecto que iniciaba la Universidad Nacional Autónoma de México, en la que autores literarios leían fragmentos de sus propias obras (Rulfo participó en más de treinta grabaciones). A comienzos de 1960 va a trabajar para Televicentro, empresa recién inaugurada en Guadalajara. Allí le brindan la posibilidad de hacer unos anuarios históricos, y nada mejor le podían ofrecer a Rulfo, siempre en busca de sus antecedentes familiares, que la posibilidad de ahondar en el pasado de Guadalajara:

Es que allí en Guadalajara la única actividad cultural es un banco, el Banco Industrial de Jalisco, que publica cada año, como obsequio a sus clientes, libros de historia sobre Guadalajara. Entonces tuve la idea de abarcar la historia de Jalisco desde las crónicas de la conquista, y también hacerlo así en esa forma, que cada año, así como se le daba veneno por la televisión, se le obsequiara un libro (Harss, 1966: 310).

El proyecto de que la televisión regalase libros a sus espectadores no llegó a realizarse, aunque sirvió para que Rulfo disfrutase de otra de sus aficiones, la lectura de los cronistas de Jalisco. Regresa a la ciudad de México en 1962 y empieza a colaborar con el Instituto Nacional Indigenista, donde sería contratado a partir de octubre de 1963, permaneciendo en di cho organismo hasta su jubilación. Allí llegó a ser responsable de ediciones, ejerciendo un trabajo importante y muy relacionado tanto con el mundo de los libros como con su interés por la historia, la antropología, la cultura y las sociedades indígenas mexicanas: «En total, Rulfo trabajó en la enorme suma de 70 volúmenes durante 23 años» (Vital, 2017: 283). Con la sorna que le caracterizó, muchos años después comentaría recordando aquella época:

Era, ya no, ya me corrieron, director del departamento de publicaciones del Instituto Nacional Indigenista. Ahora soy sólo asesor. Me echaron porque seguro que les pareció que ya no servía. ¿Que qué escribía? Pues lo que hace un editor cualquiera. Escribía las solapas de los libros, las introducciones, los prólogos [...]. No, no era un lujo, era un trabajo que debía cumplir diariamente. Era de lo que vivía. Y no tenía tiempo de realizar otras cosas21.

Las dos últimas décadas de la vida de Rulfo estuvieron muy condicionadas, como es lógico, por el prestigio literario que alcanzó. Considerado como uno de los grandes escritores hispanoamericanos contemporáneos, tuvo que convivir con su propia fama, con la gratitud del elogio, pero también con el peso de las obligaciones que conlleva. Los libros de homenaje se sucedieron desde el editado por La Casa de las Américas en 1969 en La Habana, las universidades compitieron entre sí para celebrar congresos y reuniones de reconocimiento y los galardones no faltaron. En 1970 recibe el Premio Nacional de Literatura, en 1980 ingresa en la Academia Mexicana de la Lengua, con un discurso sobre José Gorostiza y, también ese año, fue objeto de un Homenaje Nacional en el Palacio de Bellas Artes. Entre otros galardones, recibió el Premio Príncipe de Asturias en 1983, el doctorado “Honoris Causa” por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1985, y el Premio Gamio, en 1986, por su labor en el Instituto Indigenista (que recogería su viuda, Clara Aparicio). Juan Rulfo falleció el día 7 de enero de 1986, dejando la imagen mítica del escritor para quien la obra literaria debe cumplir dos requisitos irremplazables: la exigencia de su perfección “artística” y el “compromiso” crítico frente a la realidad. Irremediable mente, en ese momento, los lectores tomamos conciencia de nuestra orfandad, sabedores de que esa literatura prodigiosa, como los milagros, rara vez se hace visible.

Finalizaré este esbozo biográfico del escritor con dos breves apartados. En Otros textos, se alude a los numerosos escritos de Rulfo al margen de la creación literaria, que nos ayudan a tener una perspectiva más completa de este creador multifacético, que abordó la crítica literaria y, sobre todo, la investigación histórica, una de sus grandes pasiones. Otras de las facetas creativas de Rulfo fueron la fotografía y el cine, presentadas en el apartado Rulfo fotógrafo y sus proyectos en el cine. Especialmente su fotografía tiene una relevancia enorme, ya que Rulfo está considerado como uno de los fotógrafos latinoamericanos más relevantes de la primera mitad del siglo XX (véase González Boixo, 2018: 277-325). La imagen final es la de un humanista muy comprometido con la realidad mexicana y muy crítico con el discurso histórico del poder, algo bien reflejado en su obra literaria, fotográfica y fílmica.

Otros textos

Al margen de la obra canónica de Rulfo, numerosos textos suyos han terminado por ver la luz editorial. Para afrontar su análisis es necesario dividirlos en dos grupos: los de carácter literario y los ensayísticos o históricos.

En primer lugar hay que destacar Los cuadernos de Juan Rulfo (Rulfo, 1994), una extensa publicación de 180 páginas que recupera manuscritos y mecanuscritos, entre los que se encuentran relatos que podría considerarse que alcanzaron la versión definitiva («Mi tía Cecilia»”, «Clotilde» o «Se nos enfrió el comal»), versiones previas de Pedro Páramo y fragmentos de la proyectada novela La cordillera22. Se trata de un material muy valioso, pero difícil de analizar al carecer de datos sobre su proceso de escritura, entre ellos su secuencia crono lógica. Es posible que no podamos ir más allá de la admiración que produce la belleza literaria de estas páginas, historias truncas que no sabemos ubicar en muchos casos, pero que ofrecen la posibilidad de analizar el proceso creativo de Rulfo al comparar las distintas versiones de un mismo relato.

En segundo lugar merece destacarse el texto Castillo de Teayo, un relato de cinco páginas escrito hacia 1952, editado por primera vez por Víctor Jiménez (Rulfo, Letras e imágenes, 2002: 47-55), en el que se aúnan las experiencias personales del viaje a esas ruinas arqueológicas con la reflexión sobre el ejercicio despótico del poder a lo largo de la historia23. Se trata de una narración de gran calidad literaria que ha sido incorpora da a las ediciones que recogen la obra literaria completa de Rulfo.

En tercer lugar, ha despertado un llamativo interés la versión que Rulfo realizó, entre los años 1945 y 1953, de las Elegías de Duino de Rainer María Rilke. Los cuadernos manuscritos y las hojas mecanografiadas fueron descubiertos en el archivo personal del escritor por Alberto Vital y, bajo su dirección, se publicó la versión rulfiana en el año 2006, en una edición de gran rigor académico. Rulfo se basó en las ediciones en español de Juan José Domenchina (1945) y Gonzalo Torrente Ballester (1946)24, para realizar su propia versión que, si bien en algunas partes es mera trascripción, puede considerarse una recreación personal de gran altura poética. Considerada por algunos críticos como la versión al español más bella de las elegías de Rilke, ha vuelto a ser editada en formato comer cial25. No tenemos ningún testimonio del motivo que le llevó a Rulfo a efectuar el laborioso trabajo de apropiación del poema de Rilke, pero puede entenderse como parte de una natural vocación lectora y de su interés por el mundo literario de Rilke, cuyos grandes temas universales —soledad, amor, muerte, humanidad— muestran una afinidad evidente con Rulfo y, de manera especial, en lo relativo al concepto de desilusión ante la realidad. Al margen, no cabe duda de que para Rulfo fue un ejercicio de estilo, en esa constante búsqueda de la perfección del lenguaje literario que apreciamos en las distintas versiones de sus propios textos.

Por último, cabe incluir entre sus textos literarios la colaboración que desarrolló para El cuento. Revista de imaginación entre los años 1964 y 1966. Bajo el título de Retales, seleccionó diecisiete textos, la mayoría de tipo literario, de autores muy conocidos, como Faulkner, o, en otros casos, absoluta mente desconocidos. El interés radica tanto en que, en ocasiones, somete al texto a un proceso de reescritura, como por que esa gavilla de autores puede indicar las variadas preferencias de sus lecturas. La excelente edición de estos textos (Rulfo, I B, 2008) nos permite indagar en su faceta de “lector profesional”, tal vez lo único de lo que Rulfo se sentía orgulloso.

En cuanto a los textos de Rulfo de carácter no literario nos encontramos lejos de poseer una relación precisa y, menos aún, de un análisis crítico que nos permita una mejor valoración de la que en este momento puede hacerse. Habría que distinguir entre los textos publicados por él y los que, póstumamente, han ido apareciendo, realizar una catalogación de los mismos (Rulfo escribió reseñas de libros, ensayos históricos y de crítica literaria), recuperar sus artículos, generalmente relacionados con la arquitectura o la historia de México, en revistas con las que colaboró, analizar la importancia de los textos manuscritos o mecanografiados que se encuentran en su archivo personal. No es escaso el material publicado, pero su dispersión dificulta su estudio, tema que queda pendiente. El principal corpus se recogió, bajo el título «Ensayos, discursos, conferencias y prólogos» en Toda la obra (1992), ampliado en la 2ª edición (1996: 369-447). Allí encontramos dos textos fundamentales para entender la concepción literaria de Rulfo: «Situación actual de la novela contemporánea» y «El desafío de la creación». Especial interés tiene el libro Juan Rulfo. Letras e imágenes (Rulfo, 2002), tanto por el estudio introductorio de Víctor Jiménez (págs. 17-27) que nos muestra las grandes posibilidades de investigación que al respecto ofrece el archivo personal de Juan Rulfo, como por la publicación de algunos textos sobre historia y arquitectura mexicanas (que Rulfo fue recopilando de otros autores, a modo de materiales de trabajo para algún proyecto que no culminó), en los que añadió comentarios, algunos de carácter literario (págs. 30-46).

Rulfo, fotógrafo y sus proyectos en el cine

Desde que en 198026 se “descubrió” que la conocida afición de Rulfo a la fotografía era, en realidad, una manifestación artística de suma importancia, han sido muchas las ex posiciones de su obra fotográfica que han podido verse en di versos países y, también, numerosos los libros que han reproducido sus fotografías. Hoy puede afirmarse que en el campo de la fotografía tiene un lugar importante que debemos desligar de su fama literaria. Sin alcanzar, por ceñirnos al ámbito latinoamericano, la significación de Martín Chambi o Manuel Álvarez Bravo, ni la difusión de Sebastiâo Salgado o de Marcos Zimmermann, su nombre figura de igual a igual con la mayoría de los fotógrafos más reconocidos. La abundante bibliografía sobre esta nueva faceta del escritor ha permitido descubrir, además, las confluencias temáticas con sus obras narrativas.

amt

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