A principios de los años noventa, la generación en turno se descubrió sin ideales. Herederos de otras proles en donde la guerra había sido parte del orgullo y la desgracia de la juventud, no querían ir más a un campo de batalla, pero tampoco sabían de qué manera ganarse la aceptación de una colectividad de padres que deseaba seguir el esquema baby boomer.
Aún no llegaban los tiempos de la lucha ecológica ni el culto al cuerpo que dan sentido a la existencia actualmente. Tampoco el entretenimiento de la tecnología. Lo que tenían a su alcance era el desempleo, la falta de oportunidades tras salir de la universidad, el amor como una ilusión que servía cuando se unía a la música, las fiestas, las drogas y un ejercicio del placer que aún no se quitaba los amarres conservadores de otras décadas pero comenzaba a levantar el vuelo a pesar del temor latente de contraer VIH o tener un hijo no deseado.
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La Generación X se enamoró de la rebeldía beat y se apropió de Kerouac, Ginsberg y Burroughs, llevando a los altares a Charles Bukowski, pero había algo que no cuadraba: a pesar de la identificación con la rebeldía de los de antaño, la realidad era otra, los miedos eran diferentes, la búsqueda era similar pero no idéntica.
Había un hueco hasta que comenzaron a surgir nuevos escritores jóvenes, destacando Douglas Coupland que, con su novela Generación X (1991), bautizó con un concepto previamente utilizado en la sociología, la fotografía y la música a la dinastía de los nacidos entre 1968 y 1980. Eran los sinsentido, la generación perdida, los apáticos, los que no querían crecer. Así se veían hacia afuera, sin ideales, sin metas, sin oficio ni beneficio, pero dentro del núcleo juvenil era claro que eso afectaba en lo particular y en lo colectivo. La tristeza, la desesperanza, una nueva forma de “no futuro” se volvieron esenciales de esas chicas y esos chicos perdidos.
Elizabeth Wurtzel, aparentemente hija de padres divorciados (después supo que su padre biológico era en realidad el fotógrafo Bob Adelman), lo sentía cuando deambulaba en las calles de Nueva York o se metía a un antro de música electrónica para perderse en un mundo de éxtasis y cocaína. ¿Había algo por lo cual luchar? ¿Un destino, una guía, un ejemplo? No, no había nada. Tan solo una depresión que la inundaba y la ensordecía hasta llevarla al filo del suicidio.
Una estrella del dolor
A sus 27 años de edad, Wurtzel publicó Prozac Nation, una novela basada en sus memorias hasta entonces que describe su realidad enfrentando una depresión atípica que la llevó a consumir a destajo un fármaco que se volvería clásico en aquellos años: el Prozac, nombre comercial del antidepresivo fluoxetina.
La crítica destrozó tanto al libro como a su autora. La tacharon de cursi, de candorosa, de ser “exhibicionista emocional” y una chica que merecía unas cuantas nalgadas seguidas de una matrícula en Harvard. Sin embargo, los lectores tuvieron la última palabra. El libro, que en su portada mostraba a una Elizabeth veinteañera de cabello largo y ojos melancólicos, cuerpo esbelto y una belleza grunge, impactó en los lectores de la generación de la escritora, que pasaron de las fiestas de niños ricos de Coupland y el horror de Bret Easton Ellis a una odisea en antros, calles y soledades compartidas donde abundaban las drogas, el desamor, el sexo casual y, bajo todo esto (o encima, quizá), una perra depresión inmovilizante.
En la televisión la rechazaron, en los diarios. ¿Cuál era el propósito de esa novela?, se preguntaban los reseñistas de mayor edad que seguían sin entender aquello que aquejaba a sus hijos y sus nietos. Ella, como ya lo hacía en su humilde pero poderosa trinchera de crítica musical en The New Yorker, siguió haciendo reír a quienes la comprendieron o, yendo más lejos, se sintieron identificados con sus vivencias.
No había en sus escritos esperanza alguna, pero no era algo que se estuviera buscando. Lo que no entendieron los primeros críticos fue que, curiosamente, le estaba dando sentido al sinsentido de la Generación X. El enemigo tenía un nombre, “depresión”, y ésta se volvió una constante que prevalece hasta nuestros días convertida en una profunda tristeza frente al oscuro destino de la humanidad.
Después de este hit, Elizabeth Wurtzel siguió escribiendo. No volvió a tener el mismo éxito ni siquiera con Bitch, sobre ser mujer, ni con More, Now, Again, que habla sobre el siguiente “mejor amigo” de los depresivos: el Ritalín. La chica del pelo largo creció, estudió derecho en Yale, se casó y se divorció, siguió escribiendo artículos en revistas, comenzó un juicio contra su casa editora, Penguin, y en febrero de 2015 anunció que tenía cáncer de mama.
Casi cinco años después, el 7 de enero de 2020, la cabizbaja hija de una generación que aprendió a vivir sobre la marcha cantando el “Loser” de Beck, murió por una metástasis de su enfermedad, que no tuvo droga alguna que la curara.
lnb