'Saramagia: Testimonios y recuerdos sobre José Saramago en su paso por México' | Fragmento

Presentamos el capítulo El portugués más mexicano, escrito por Marisol Schulz Manaut, directora de la FIL Guadalajara. El libro fue coordinado por Alma Delia Miranda, una cortesía de Editorial Grano de Sal.

El escritor portugués. | Cuartoscuro
Marisol Schulz Manaut
Ciudad de México /

“Para ser grande sé entero. Pon cuanto eres en lo más pequeño que hagas”, Fernando Pessoa

Las dos últimas décadas de su vida, por diversos motivos, José Saramago estuvo muy unido a México. Primero, porque su literatura se publicó y difundió en gran parte gracias a las ediciones de Alfaguara México y, segundo, porque su postura política lo acercó a las comunidades indígenas mexicanas, en particular al movimiento encabezado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y su búsqueda de justicia.

En esa época tuve la fortuna de atestiguar de primera mano ese acercamiento, lo que me valió el cariño y la amistad del escritor portugués y de su compañera, Pilar del Río, con quien todavía mantengo una relación muy estrecha, que se fortalece con el paso de los años. Por ello, recordar los vínculos de José Saramago con México me lleva por necesidad a escarbar en el baúl de los recuerdos personales y a teñir este texto de anécdotas en primera persona.

No recuerdo bien el año, pero en definitiva fue antes de que obtuviera el premio Nobel de Literatura (que se le otorgó en 1998). Tal vez fue en 1996 o 1997, cuando en las oficinas de Alfaguara México, a la sazón dirigida por Sealtiel Alatriste, se contrató lo que en la jerga editorial se conoce como el backlist, o catálogo, de las obras de Saramago. A la editora Freja Cervantes y a mí —como gerente editorial de Alfaguara, que por aquel entonces pertenecía a Grupo Santillana— nos asignaron la edición de El año de la muerte de Ricardo Reis.

En aquellos años —aunque suene a que pasó en la Edad de Piedra—, para poder consultar a un autor sobre nuestros comentarios y correcciones a cualquier edición teníamos que recurrir al fax, el teléfono o, en menor medida, el correo electrónico. La premura de la publicación nos hizo entrar en contacto vía telefónica con Saramago y, muy en particular, Pilar del Río, quien además de su esposa era su traductora al español. Ahí comenzó la relación.

A finales de ese año, el 28 de diciembre de 1997, ocurrió una de las matanzas más vergonzosas y dolorosas que han tenido lugar en México: 45 hombres y niños del pueblo de Acteal, en el estado de Chiapas, fueron masacrados por un grupo paramilitar opuesto al EZLN. Ese mismo mes, con Chiapas en la mente, José Saramago escribió en su diario, publicado bajo el título Cuadernos de Lanzarote II (1996-1997):

En marzo iré a México, donde estaré dos semanas, primero impartiendo un curso en la Universidad de Guadalajara, luego participando en un ciclo de conferencias en la capital. Menciono estas obligaciones profesionales de escritor simplemente para decir que, en el mismo viaje, otra obligación me conducirá a Chiapas. Esa obligación es moral.

Y más adelante, señala:

La vida […] está donde suele estar, abajo, perpleja, angustiada, murmurando protestas, rumiando cóleras, a veces bramando indignaciones, otras veces soportando callada, torturas inimaginables, humillaciones sin nombre, desprecios infinitos. Por eso iré a Chiapas. […] Llevan ya cinco siglos de existencia esos desprecios, esas humillaciones, esas torturas, y siento que es mi deber de ciudadano del Mundo (asumo la retórica) escuchar los gritos de dolor que de allí salen. Y también sus protestas y sus cóleras.

Tres meses después de los sucesos de Acteal, en marzo de 1998, Carlos Fuentes organizó un encuentro que marcó la vida intelectual de finales de siglo en nuestro país: el foro Nueva Geografía de la Novela, al que invitó a destacados intelectuales de todo el mundo —entre quienes se encontraban Juan Goytisolo, Nadine Gordimer, J. M. Coetzee, Susan Sontag y por supuesto José Saramago—. El escritor portugués aceptó, con la intención de aprovechar el viaje para ir a Chiapas, y en efecto, siempre de la mano de Pilar, visitó el estado en esos días en compañía de Carlos Monsiváis, Sealtiel Alatriste y el periodista y poeta mexicano Hermann Bellinghausen. Ese viaje y enfrentar la realidad indígena mexicana, así como el dolor de los deudos de la matanza de Acteal, habrían de cimbrarlo hasta la médula por el resto de sus días.

El propio Sealtiel Alatriste, en un artículo que escribió para el diario español El País, narra los acontecimientos que atestiguaron en Chiapas:

Vimos a los niños sobrevivientes, las heridas cicatrizadas en sus cuerpecitos, hablamos con los pocos adultos que pudieron escapar a las balas y nos enteramos de que, cuando los paramilitares fueron cercando el caserío, ellos, sus pobladores, estaban rezando en la iglesia. “No se muevan”, dijo el sacerdote cuando escuchó los disparos, “que nos maten juntos”. Eso les dijo, esos nos dijeron a nosotros. Pasó un rato y salieron de la iglesia todos juntos, y juntos se fueron a una hondonada creyendo que ahí estarían más seguros, pero ahí, rezando, los cazaron. No hay otra expresión para describir lo que hicieron: los cazaron.

Al regresar Saramago de aquel viaje por Chiapas —al que, aclaro, no pude acompañarlo—, desde Alfaguara organizamos un encuentro con la prensa en Casa Lamm, donde el escritor, conmovido, lloró en público al recordar la experiencia que acababa de vivir. Chiapas y México se quedarían para siempre en su memoria, en su vida y en su preocupación por un mundo más justo, un mundo mejor. Esta convicción se refrendó cuando, a finales de 1998, después de la ceremonia de recepción del premio Nobel de Literatura, José Saramago regresó a nuestro país, para una vez más encontrarse con los dirigentes zapatistas. Ese compromiso y su solidaridad con los desheredados de la tierra mexicana habrían de reiterarse muchas veces más.

Su presencia en distintos actos públicos, ya fuera en Chiapas, Guadalajara, Ciudad de México, Morelia, o el Estado de México, siempre estuvo aderezada por el inmenso cariño que el público mexicano le tuvo. Y por supuesto, en cada ocasión volvió a hablar siempre de su compromiso y deber para defender las causas más justas y las luchas por los derechos humanos de la población indígena, en especial la de Chiapas, aunque eso le trajera muchos roces con el gobierno mexicano.

La portada del libro | Cortesía de la Editorial Grano de Sal

Me cuesta trabajo enumerar cuántas veces participó José Saramago en actividades políticas y literarias en nuestro país, pues lo hizo en muy diversas ocasiones, y en la mayor parte de ellas tuve el privilegio y la fortuna de acompañarlo. Una de ellas fue la celebración de los 40 años de La región más transparente, de Carlos Fuentes, acto que la editorial Alfaguara organizó en el Salón Los Ángeles de la capital mexicana, y que contó con la presencia de numerosas personalidades, entre las que se encontraban el propio Saramago y Gabriel García Márquez. Cuenta el periodista y editor español Juan Cruz una anécdota referida por nuestro escritor portugués, precisamente narrando lo acontecido en aquella velada de festejo de la obra de Fuentes:

Cuando Saramago tomó contacto con el mundo literario mexicano fue cuando Fuentes celebró los 40 años de la aparición de La región más transparente; ahí fue cuando se declaró “portugués y mexicano”; después, cuando firmó libros y las colas se hacían interminables, de modo que ya no podía seguir firmando, se paseó saludando a todos los que esperaban su autógrafo. Al irse le gritaron todos: “¡Jo-sé, Jo-sé, Jo-sé!” Entonces fue cuando Saramago dijo: “En México gané mi nombre.”

Como se ha afirmado muchas veces, a partir de entonces Saramago estableció con el México de los de abajo una relación permanente. Ese cariño de la gente a un escritor que, aunque estaba en lo más alto de la literatura universal, nunca perdió su lado humano ni su sencillez, lo atestigüé muchas veces no sólo en los actos académicos y literarios, sino en el día a día. Puedo narrar muchas historias que nada más darían cuenta de su humildad y modestia, de todo lo que definió a un hombre que antes que nada era un gran ser humano, despojado de todo aquello que la investidura de ser premio Nobel le otorgaba. Cada vez que se anunciaba una firma de sus libros, el público lector —conformado mayoritariamente por jóvenes— abarrotaba las filas gritando su nombre. Para un hombre de la edad de Saramago, esas firmas eran extenuantes, pero él no se iba hasta firmar los ejemplares de todos aquellos que habían acudido. Daba lo mismo que fuera en una librería, en una lectura pública o en una feria del libro.

Cuando en una ocasión se anunció la firma de ejemplares de El hombre duplicado en la librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica, en la avenida Miguel Ángel de Quevedo, antes de llegar se nos avisó que la fila de quienes esperaban a Saramago para un encuentro personal llegaba más allá de la avenida Insurgentes, a varias cuadras de distancia. Miles de personas lo esperaban, entre ellas muchos niños.

Sus gestos de generosidad con los lectores eran de verdad conmovedores, como era enternecedora la manera en que trataba a cada una de las personas con las que se topaba, con independencia de su cargo o situación. Recuerdo que era de las pocas personalidades literarias que, cuando entraba a las oficinas de Grupo Santillana, recorría uno a uno los escritorios de los trabajadores para darles la mano.

A partir de 1998 me tocó conocer y convivir con un ser humano extraordinario, el José Saramago —si se me permite la expresión— más íntimo, con quien tuve el privilegio de intercambiar ideas y sueños. Un ser humano que siempre recordaba que la persona más sabia que conoció era su abuelo Jerónimo, quien había sido analfabeto:

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, para llevar a pastar a la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del destete eran vendidos a los vecinos de la aldea, Azinhaga de nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro.

Un episodio donde la figura de José Saramago cobró particular relevancia ocurrió en la marcha zapatista de marzo de 2001. Encabezados por el subcomandante Marcos y los 23 comandantes del EZLN, los zapatistas culminaron el 10 de marzo de ese año una larga marcha, que recorrió más de tres mil kilómetros, desde San Cristóbal Las Casas, Chiapas, hasta la Ciudad de México, en busca del reconocimiento de los derechos indígenas y la “paz con dignidad”.

José Saramago viajó a México y acudió al Zócalo acompañado por un grupo importante de intelectuales y artistas de distintas nacionalidades, entre los que se encontraban el escritor español Manuel Vázquez Montalbán, el cantante español Miguel Ríos y el periodista mexicano Ricardo Rocha. En esa oportunidad, tanto Saramago como Pilar del Río sostuvieron encuentros con los dirigentes zapatistas para manifestarles su apoyo. Su voz, su presencia que a veces lo hacía parecer incansable, lo volvieron la conciencia social de aquellos tiempos.

Juan Gelman, el gran poeta argentino exiliado en México, dio cuenta de aquella presencia en un artículo publicado en el diario argentino Página 12, donde señala:

Parece inmune al cansancio. De regreso de una nueva gira de presentación de La caverna, su novela más reciente, por República Dominicana, Colombia, Guatemala y México, este hombre de 78 años insiste en demostrar que la palabra del escritor puede y tal vez debe rebasar los límites de la hoja impresa para imprimirse además en la conciencia social de nuestro tiempo. Con voz pausada, José Saramago expuso así sus convicciones y opiniones en torno de la marcha zapatista, pocas horas antes de que los 23 comandantes del EZLN y el subcomandante Marcos llegaran al Zócalo o corazón prehispánico, hispánico y mestizo de la inmensa ciudad de México.

Y enseguida Gelman da voz al propio Saramago, quien enfatiza su postura en relación con la opresión de los pueblos indígenas:

Supongo que nadie tiene el derecho de ignorar una situación cuya gravedad se ha tratado de minimizar y aun desconocer. En principio, nadie debería ignorar que los pueblos indígenas, no sólo de México, sino también de toda América, hasta el sur de Chile, han sido humillados, explotados, reducidos a una condición casi infrahumana, abandonados a su suerte. Los avances sociales que a lo largo de los años se han ido introduciendo en la sociedad mexicana, por ejemplo, ya que de ésta ahora se trata, no han beneficiado nunca, jamás, no sólo a los indígenas, sino tampoco a una gran parte de la población mestiza. […] Y lo que está pasando aquí ahora no es sólo de ahora, porque no se puede olvidar que los levantamientos indígenas no son hechos que se remontan a 10 o 15 años atrás: ocurrieron siempre, en el siglo XIX ocurrieron, y en el XX ocurrieron, y siempre fueron aplastados reduciendo a los indígenas a la miseria, a la ignorancia, a todas las enfermedades posibles e imaginables, como si se estuviera esperando que el destino, la suerte o la fatalidad, como se lo quiera llamar, limpiara de una vez para siempre esa especie de lepra, desde el punto de vista del dominador, del explotador, que sería el indígena, y que de alguna forma estaría afeando la luminosa faz de México.

Esa era la claridad, la contundencia con la que José Saramago expresaba su sentir y su forma de valorar la realidad indígena, la realidad mexicana.

Sería injusto hablar de la relación de José Saramago con México sin mencionar sus muchas participaciones en Guadalajara, primero impartiendo un curso sobre literatura portuguesa en el marco de la Cátedra Julio Cortázar, y posteriormente presentándose en repetidas ocasiones en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, que hoy me honro en dirigir. A su paso por la feria se convertía en un verdadero rockstar: la gente se detenía para saludarlo, para tomarse una foto con él, para compartirle sus preocupaciones. En 2006, entrevistado en uno de los salones de la FIL, expresó:

En el caso particular de la feria de Guadalajara está muy claro que hay una equivalencia entre la preocupación de difundir y establecer relaciones de tipo editorial y comercial con otra intención que se concreta todos los días, que es la dimensión cultural de la feria y eso se manifiesta aquí cada minuto.

En efecto, Saramago fue una figura presente en muchas ocasiones en nuestra feria, a veces de la mano de Fuentes y García Márquez, sus grandes amigos, como lo constata una muy popular foto donde se refleja la camaradería que había entre los tres.

La presencia física de Saramago se apagó un aciago mes de junio de 2010, pero su voz, figura, ideas y palabras, su compromiso político y su inmensa obra literaria permanecerán con nosotros. En ese sentido, Saramago ya es atemporal, y para los lectores de nuestro país siempre será “el portugués más mexicano”.


Capítulo del libro Saramagia: Testimonios y recuerdos sobre José Saramago en su paso por México, coordinado por Alma Delia Miranda. Cortesía de Editorial Grano de Sal.



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